El abrigo que no seduce.

La ex-niñera que aprendió a elegir.

Mi participación para el concurso de relatos de El Tintero de Oro. La condición es que sea un relato ambientado en Nueva York, donde la ciudad tenga cierto protagonismo en la historia.

Tiempo de lectura: 2 minutos.

Queens, N.Y., 2025.

Despertó con el maquillaje corrido y un abrigo de leopardo en la puerta. Fran Fine ahora tenía 56 años y ya no trabajaba de niñera. Después de darse un baño, se sentó frente al tocador de su habitación y, ante el espejo, dibujó con un dedo un corazón aprovechando el vaho húmedo sobre el cristal.

—Fran, ¿qué demonios querías ser?— dijo con esa característica voz nasal que los años no habían podido borrar.

Recordó los días en los que soñaba con atrapar un marido rico, vivir en un pent-house en Manhattan, asistir a estrenos glamorosos, conciertos y galas, para después cenar en «Daniel», en el Upper East Side, o en «Le Bernardin», en Midtown Manhattan. Saboreando no solo los cocteles, sino las miradas de envidia y admiración de mujeres y hombres. No había quedado en un sueño, lo había obtenido y al final, lo había regresado, como una chaqueta que no sienta bien.

Sonó el móvil, era Maggie, la hija mayor del productor de teatro Maxwell Sheffield. Fran había sido su niñera hacía muchos años.

—¿Fran? ¡Qué alegría escucharte de nuevo! ¡Te perdí la pista por un tiempo!

—¿Maggy? ¡Qué sorpresa! ¿Cómo has estado?

—No muy bien, Fran. ¿Recuerdas a Carlo?

Claro que lo recordaba. Era guapísimo y además hijo de un afamado actor de cine. Fran le había aconsejado a Maggie que lo conquistara a cualquier precio.

—Carlo es incapaz de serme fiel, Fran. Solo soy el adorno que lo acompaña, no me falta nada, pero me siento como un mueble costoso en una casa vacía.

Fran lamentó con todo su ser haber sido el modelo de un ideal equivocado para Maggie. Ojalá ella nunca le hubiera hecho caso. Mientras la joven se desahogaba, Fran escuchó a un repartidor que gritaba algo en italiano afuera de su departamento, otro más allá decía algo en bengalí. El tren de la línea 7 pasaba a lo lejos, vibrando. ¡Había tanta vida en Queens! Contrastaba con la rigidez del Upper East Side donde vivía Maggie.

—Escucha preciosa, tengo un proyecto encantador y pronto te mandaré una invitación. Espero que puedas estar presente. Después podemos tomarnos algo juntas, como en los viejos tiempos.

Tras la llamada, Fran pensó que ella misma ya no buscaba ser elegida. Tras su divorcio, y en el caos encantador que era Queens, se preparó para su siguiente desafío: ser curadora de un museo de estética «Kitsch». Aún no tenía sede, pero ella y su amiga de la juventud Val Toriello ya estaban buscando un lugar y recopilando los objetos que exhibirían. El museo sería inaugurado con una chaqueta de «animal print» de cebra, con detalles en terciopelo y lentejuelas.

Terminó de vestirse y se puso el abrigo de leopardo, ya no para seducir a nadie, solo porque le gustaba como rugía contra el gris del mundo.

Autor: Ana Piera.

Nota: Fran Fine fue el personaje ficticio de una serie de televisión de los noventas. Quise imaginar que el personaje evolucionaba sin perder su esencia, aunque esta implicara conservar esa estética estridente, la «kitsch», pero que era tan de ella y que aunque la criticaran, ella la lucía orgullosa. Espero que el relato no precise, para entenderlo, de haber visto la serie. Gracias por leer.

En Reflexópolis, ciudad de pensamientos, te cuento cómo se me ocurrió esta historia.

El desván que jugaba al ajedrez.

Cuento corto de humor oscuro y fantasía encantada.

Tiempo de lectura: 3 minutos.

Este relato es mi propuesta para el VadeReto de Octubre. Te invito a pasar por el Acervo de Letras para que veas la imagen y las condiciones del reto y también leas otras propuestas.

Después de torturarlo toda la tarde con «calzón chino», un andrajoso terminó confesando la existencia de un desván repleto de objetos que alguna vez se vendían en un viejo bazar. Solo por eso lo dejamos marchar.

Llegamos al lugar al anochecer: una solitaria casita en las afueras, ruinosa, nada especial, aparentemente abandonada.


En el desván, el sonido de las cerraduras al ser forzadas nos «despertó de nuevo». Los múltiples relojes de las paredes movieron sus manecillas, primero con lentitud después de haber estado inmóviles por años, luego ganaron velocidad, como hélices de aviones. No estaban midiendo el tiempo, medían otra cosa.
Los peones, alfiles y caballos se bajaron de su tablero y entre todos lo levantaron. Desde arriba, los reyes y las reinas, solemnes, daban órdenes. Se colocaron en donde terminan las escaleras.

El viejo Dick, un enorme perro de peluche, tardó un poco más en reaccionar. Los años ya le pasaban factura, pero al fin pudo levantarse y tomar entre sus acojinadas fauces a la patineta que, emocionada, daba saltitos sobre sus ruedas. Dick la colocó en un peldaño intermedio, como quien prepara una trampa. «Ya sabes lo que tienes que hacer preciosa» —dijo con su voz amable y mullida.

La atmósfera había cambiado completamente, se sentía una corriente eléctrica que nos recorría a todos.


Después de que Klaus se encargara de las cerraduras de la puerta principal, pudimos entrar. Ayudados por nuestras linternas, inspeccionamos el sitio.

—Aquí no hay nadie, pero tampoco nada de valor —dijo molesto, paseando la luz, que reveló paredes desnudas, unos cuantos muebles desvencijados y cortinas rotas.

—¡Eres un pesado! El tipo dijo que lo bueno estaba en el desván. ¡Busquemos el acceso! —contesté—. Y oye, Klaus, si encontramos algo, que no pase lo de la otra vez, que te escondiste cosas para ti.

—¡Vamos Eric! ¡No sé de qué me hablas!

La realidad era que mi compañero no era de fiar, pero era muy habilidoso con las cerraduras. Ninguna se le resistía, hasta que intentó abrir la puerta de ese maldito desván, usó de todo: llave maestra, una lámina de plástico y la ganzúa. Frustrado, lanzaba maldiciones y sudaba como cerdo mientras intentaba una y otra vez sin éxito.

—¡Hazte a un lado! —dijo al fin, y pateó la puerta con todas sus fuerzas.
—¡Ayúdame, estúpido! —gritó
cuando vio que esta no cedía.

La pateamos por turnos. Cuando por fin se abrió, nos envolvió un olor a madera envejecida, cuero reseco, plástico antiguo y polvo. Estornudé. Klaus lanzó la luz hacia abajo.

—¿Ves algo Klaus?

—¡Muchas cosas! —dijo emocionado—. ¡Más vale que sean buenas porque casi estoy seguro de que me fracturé un dedo del pie!

Klaus iba por delante bajando las escaleras con dificultad, que eran de madera y crujían ominosamente. Nuestras linternas comenzaron a fallar, parpadeando con luz débil.

—¿Pero qué diablos? —dijo Klaus y luego lo escuché gritar «¡Ayyy!»


Cuando uno de los intrusos pisó la patineta, voló por los aires y aterrizó sobre libros, portavelas y botellas. Ahí se quedó, quejándose de dolor.

El otro siguió bajando, llamando a gritos a su compañero. Sus linternas volvieron a funcionar. Rauda, la camiseta negra con el símbolo de la paz voló y le envolvió el rostro. No vio el tablero de ajedrez que le esperaba. Resbaló también.

Dick lanzó un ladrido suave al fonógrafo, que respondió con «Danubio Azul» de Strauss a todo volumen.


Al funcionar de nuevo las linternas, una tela que olía a moho me envolvió la cara. Pisé algo que me hizo caer. La tela parecía tener vida propia. Por más que lo intentaba, no lograba quitármela. Escuché a Klaus quejarse. De repente se escuchó a todo volumen música antigua, de esas que escuchan las abuelas.

Con la cara tapada, sentí que me daban de palos con varios objetos: identifiqué una raqueta de tenis, un bate, y otras cosas. También a Klaus le estaban dando duro. Aquella incursión nos estaba costando muy cara. Lo que había iniciado como un robo fácil se estaba volviendo una pesadilla.

—¡Nos rendimos! —grité con todas mis fuerzas—. Lo que fuera que hacía mover los objetos pareció escuchar. La tela que me apretaba el rostro se aflojó, resultó ser una camiseta negra. Alrededor de Klaus y de mí vi diferentes cosas. Un robot miniatura con mala cara agitaba sus pequeños brazos en actitud amenazante.

Klaus había quedado muy mal parado de la caída. Lo tuve que ayudar a levantarse. La música seguía taladrando nuestros oídos. Subimos con dificultad las escaleras; la puerta que habíamos abierto a la fuerza lucía restaurada, y sobre ella, colgaba un enorme cuadro: un paisaje campirano. Lo único que queríamos era salir. Al tratar de abrir la puerta, caímos dentro del paisaje. Desde entonces vivimos aquí. Sabemos que nos observan del otro lado.


En el desván nos envolvió de nuevo el silencio y el tiempo volvió a correr. Como si nada hubiera pasado.

Autor: Ana Piera.

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Momentos Colgate. Microrrelato.

El reto Escribir Jugando de octubre, nos pide un relato de no más de 100 palabras. Inspirado en la imagen y que incluya el dado. Opcional que aparezca algo relacionado con la pasta de dientes.

Uno pensaría que ser una criatura de la oscuridad te libraba del miedo. ¿Qué puede dar más miedo que un vampiro? Ahora creo que solo soy un bufón.

Siempre traté de no matar, solo succionar un poco, ir de aquí a allá, mal comiendo sin destruir. Pero ahora, me acechan fantasmas con sepsis. Sus órganos ennegrecidos, sus alientos rancios y sus quejidos de dolor me hielan la sangre.

Debí haber usado pasta de dientes.

76 palabras.

Autor: Ana Piera.

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Con filo propio: El proyecto de Ameyalli.

Historia de una creadora mexica.

7 minutos de lectura.

El mercado de Tlatelolco bullía de actividad como una gran colmena: gente enzarzada en regateos, «tamemes» o cargadores surtiendo mercancía de todos los rincones del imperio. Cacareo de gallinas, gorjeos de otras aves, ladridos de perros, movimiento de liebres, iguanas y otras criaturas. Puestos con mantas, pieles, arte plumario, cerámica… Los colores vibrantes de las frutas y las verduras colmaban la vista. Ameyalli pasó como una exhalación por la avenida de los chiles secos y el picor le llenó las fosas nasales trayéndole de regreso recuerdos desagradables que la alteraron aún más. Llegó a su puesto hecha una furia. Sin decir palabra, acomodó sus navajas de obsidiana sobre una manta en el piso. Su amiga de la infancia, Yaretzi rodeada de vasijas de cerámica le preguntó qué le pasaba.

—Tuve un pleito con Ichtaca. Mira que haberle puesto un nombre que significa «el que escucha» cuando en realidad no escucha a nadie.
—Cálmate y dime exactamente qué pasó.
—Le conté a mi marido sobre un diseño nuevo de daga y se rio de mí el muy cretino.
—¿Un diseño nuevo? — Yaretzi se veía sorprendida.
—¿Has visto cómo las navajas fatigan y además nos cortan fácilmente la piel? Yo creo que hasta al mismísimo Tlatoani se le cansa la mano y se hiere de tanto estar sacando corazones de los sacrificados. Bueno, me puse a pensar en eso y creo que cambiando algunos detalles quedaría mejor.

Yaretzi la miró con una mezcla de admiración y temor.

—Suena… fascinante, pero ¿no es algo que está más allá de nuestro rol femenino?
—¡Te pareces a Ichtaca! —dijo Ameyalli con un bufido.
—No lo tomes a mal. ¿Recuerdas cuando de niñas jugamos a que éramos guerreros y tu padre nos castigó?
—Sí. Ordenó a mamá que quemara chiles para que nos ardieran los ojos y la garganta. ¿Eso qué tiene que ver?
—Siempre fuiste rebelde, yo te seguía en tus locuras, pero nada bueno salía de todo eso. ¿No crees que puedes meterte en problemas ahora por hacerte la inventora?
—¡No entiendes nada! —exclamó Ameyalli y ya no le dirigió la palabra a Yaretzi el resto de la jornada
.

En casa, dibujó sobre unos trozos de tela sus ideas. Pensaba en una empuñadura de madera con una curva para adaptarse a la palma de la mano, también un labrado de grecas, con forma de relámpago, que condujeran fuera la sangre y el sudor y evitaran que la navaja se resbalara. El ángulo del filo debía estar un poco inclinado para facilitar el corte. Lo más importante era un pequeño y mejorado reborde en la base para evitar accidentes al empuñar. Mientras trabajaba en ello, recordó a su madre que la conminaba a obedecer y a respetar las tradiciones, pero eso era difícil para ella, que siempre andaba poniendo a prueba los límites de su mundo.

Se pasó la tarde trabajando la obsidiana. Era muy hábil golpeándola hasta desbastarla y lograr el diseño que tenía en mente. Se sentía como aquella piedra negra: dura y frágil a la vez, dándose de golpes contra un mundo que no le ponía las cosas fáciles. Ichtaca llegó de trabajar y la miró molesto, pero se acercó para ver los prototipos que ella tenía listos. «No están mal»—pensó, pero se guardó de decir nada.

—Anda hombre, tú ayúdame a hacer las empuñaduras. Ahí hay varios trozos de madera de pino y encino, fíjate en los diseños que tengo pintados acá.

Él se negó rotundamente. Le dijo que nadie se iba a interesar en un cambio, hasta era posible que lo interpretaran como una falta de respeto. En el fondo él reconocía que la idea era buena, pero una mujer no debía meterse en cuestiones masculinas. Ameyalli sintió sus labios temblar de coraje y cuando él pidió la cena lo ignoró y siguió trabajando. Él se quedó frustrado y preocupado, pues conocía la obstinación de su mujer.

Dos días después, ella se encontraba en la casa comunal donde se reunía el consejo de ancianos, que consituía la autoridad interna del calpulli, o barrio. El grupo de hombres, vestidos con coloridas prendas de algodón a diferencia de las personas comunes que usaban telas más ásperas y adornados con joyas y plumas, apenas se dignó escuchar a Ameyalli, que ponía a su consideración el poder vender el nuevo modelo de cuchillo.

—¿Dónde está tu marido?—preguntó el «hermano mayor», Mázatl.
—¿Qué tiene que ver él en esto? —dijo ella desafiante
. Es mi idea.
—Hay necedad en tus palabras mujer. Pide sabiduría a los dioses y no vuelvas.

Las palabras de Mázatl hicieron que se le atorara una enorme pelota en la garganta. ¿Cómo podían ser tan ciegos? ¿Desestimar una idea solo porque no venía de un hombre? Regresó por donde vino, rumiando sus pensamientos.

Ichtaca fue duramente amonestado por no controlar a su esposa. Para los ancianos, no era el lugar de una mujer querer cambiar algo que había funcionado desde los albores de la civilización mexica. Algo tan sagrado y masculino, que era capaz de humillar enemigos arrancando su corazón para ofrecérselos a los dioses. Ella solo debía elaborarlos, no repensarlos. Avergonzado y dominado por la ira, Ichtaca la golpeó, exigiéndole que parara aquella locura. No era la primera vez que le ponía una mano encima, pero sí la primera que le dejó un ojo morado. Ameyalli no sabía qué le dolía más, si el maltrato o la continua falta de apoyo. A pesar de todo, no se amilanó y decidió continuar con su proyecto.

Un día vio a uno de los sacerdotes del templo curioseando entre los puestos. Era fácil reconocerlo: Llevaba una tilma o capa de algodón negra, adornada con símbolos religiosos. Traía el cabello largo y enredado, anudado por la espalda. Su cuerpo olía al humo de copal y ocote usados en los rituales; los brazos y piernas estaban cubiertos totalmente de las cicatrices dejadas por púas de maguey o navajas utilizadas en la ceremonia de autosacrificio. Le acompañaba un séquito de importancia. «Es ahora o nunca»—pensó la artesana. Sustituyó los cuchillos tradicionales por los suyos, y cuando el sacerdote pasó, le llamaron de inmediato la atención. Sin verlo a los ojos, y en actitud sumisa, ella le ofreció de regalo dos de estas piezas innovadoras. El hombre hizo señas a uno de sus acompañantes para que las tomaran y se alejó sin decir palabra. Ameyalli se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración y exhaló, aliviada. Notó el silencio y el espanto de la gente en los puestos aledaños. Yaretzi la miraba con preocupación. Un sudor frío le recorrió el cuerpo y notó su corazón acelerado. «¿Qué había hecho?» Al final todo el mercado se enteró. El suceso llegó a oídos de los ancianos, quienes decidieron castigar al matrimonio. La pena sería demoler su casa y condenarlos a la esclavitud.

Cuando Ichtaca conoció la suerte que les deparaba, daba de gritos insultando a Ameyalli:

—¿Qué lograste con tu desobediencia mujer? ¡Solo traernos dolor y desolación!

Le pegó de nuevo, cuidando no dañarla demasiado. Ahora ambos tenían un valor como esclavos y si ese valor se viera afectado, él sería castigado con la muerte.

La noche previa al castigo, ella no pudo dormir por el dolor físico, pero también por reflexionar en lo injusta que era la sociedad mexica con las mujeres. Miró a su esposo, que sollozaba en su petate, como un niño. Tal vez debió hacerle caso. Se le escapó un suspiro hondo, denso. Observó sus propias manos marcadas por el filo de la piedra volcánica: no eran manos de esclava, sino de creadora. Sintió una punzada en el estómago, temía la dura vida que le esperaba. ¿Estaba arrepentida? Buscó en su corazón y la respuesta era que no. Ella no había hecho nada malo. Agradeció a los dioses no haber tenido hijos y decidió encarar el futuro con toda la entereza posible. A pesar de ello, no pudo evitar romper en llanto, como Ichtaca.

Al otro día, ambos, con las manos atadas por detrás y bajo la severa mirada de dos guardias, miraron con tristeza a los ancianos y al grupo de hombres que tiraría su hogar. En eso se oyó una voz autoritaria que gritaba «¡Alto!». Era un emisario del sacerdote, pidiendo la presencia de Ameyalli en el palacio.

Nada la habría preparado para lo que siguió después: la llevaron a los jardines reales. Era un lugar bellísimo, lleno de huertas y árboles frutales. Un aroma dulce flotaba en el ambiente. De lejos le llegó un fuerte y espeluznante sonido que no supo identificar.

—Eso fue el rugido de uno de los jaguares del zoológico. No temas. —la voz detrás de ella era suave y modulada.

Un guardia le hizo señas para que se volteara con la vista en el suelo y se arrodillara. No podía ver al dueño de la voz, pero intuyó que podía ser el sacerdote o el mismísimo Tlatoani. Le sobrevino un temblor de cuerpo que a duras penas controló.

—Fuiste impulsiva y desafiante— la persona que hablaba hizo una pausa que a la mujer se le antojó eterna y ominosa—, sin embargo, tu diseño nos agradó. Creemos que los dioses te inspiraron y… no serás castigada.

Ameyalli permaneció mirando al suelo, aliviada y esperando escuchar algo de nuevo. Cuando tímidamente alzó la cabeza y miró, no vio a nadie. Luego la llevaron fuera de los jardines.

Días después un juez falló a su favor en la petición de divorcio de Ichtaca por maltrato físico, acorde a las leyes mexicas.

Al enterarse Yaretzi que su compañera de juegos infantiles había sido designada la proveedora oficial de cuchillos del palacio, se arrepintió de dudar de ella y su admiración creció. Reconoció que ella misma no habría tenido la fuerza y valentía que tuvo Ameyalli.

En poco tiempo todos, en las ciudades gemelas de Tenochtitlán y Tlatelolco, usaban el nuevo modelo. Unos pochtecas, comerciantes que pasaron por ahí, lo llevaron a otras partes del imperio. Al final, aquella hábil artesana había logrado cortar su destino con filo propio.

Ana Piera.

Extensión del imperio mexica con sus provincias tributarias en el tiempo de la conquista española, 1519.

Reflexión en «Reflexópolis» Ciudad de Pensamientos.

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Genio y figura… cuento corto.

Una historia de culpa, misterio y un fantasma.

Soñé vívidamente que mi madre difunta regresaba a su casa. La veía tan clara como el agua: regordeta, en el nido blanco que era su cabeza, una de sus manos se acomodaba el cabello mientras la otra descansaba apoyándose en un bastón que no reconocí. El suyo, el original, tenía una empuñadura de marfil, había sido de mi padre y tenía un gran valor sentimental para ella. Yo se lo regalé a un vagabundo que pasó.

—Hola, hija, ya regresé.

—¿Cómo que regresaste? —le decía sorprendida.

—Sí, solo estuve fuera un poco de tiempo, pero ya regresé.

—Este bastón no es mío. ¿Dónde están mis cosas?

Un sudor frío recorrió mi espalda y desperté empapada. El sueño rondó en mis pensamientos por varios días. “Es la culpa de deshacerme de sus pertenencias”, pensé.

Cuando por fin lo superé, situaciones extrañas sucedieron en la casa:

Sentí que alguien nos observaba. También oí el ruido de un cuerpo pesado dejándose caer en una de las sillas de mi comedor nuevo, solo para levantarse casi de inmediato. Se escuchaba el rumor de pantuflas arrastrándose por toda la casa. Puertas y cajones se abrían como si alguien los inspeccionara, para luego cerrarse con un golpe seco, malhumorado. Habitaciones que bajaban de temperatura hasta llegar a un frío glacial que hacía que a uno le castañetearan los dientes.

—Es mamá —le dije a mi hija Eugenia.

—Debe haber otra explicación.

—Parece un alma en pena buscando sus cosas. ¿Por qué nos deshicimos de ellas?

—Porque eso se hace cuando alguien muere.

—Le llamaré a Paquita Bermúdez, ella sabrá qué hacer.

Paquita la espiritista hizo su entrada en mi casa una noche. Era una mujer muy intensa, todo lo hacía como en una obra de teatro.

—Definitivamente, siento una presencia —dijo, tocándose la cabeza con dos dedos y los otros parados como antenas—. Una mujer mayor, pelo blanco, gorda…

—¡Es mi mamá!—solté de sopetón.

—¿Quieren hablar con ella?

—Sí —dijo resuelta Eugenia.

Nos sentamos en el comedor. Paquita invocó al espíritu. Su cuerpo se retorció con violencia hasta que habló con una voz que era la fusión de su propia voz nasal con la aguda de mamá.

—Estoy muy sorprendida y molesta. ¿Qué han hecho con mis pertenencias?

Yo me persigné. Eugenia, aunque nerviosa, tuvo el aplomo de hablar.

—Abuela, tú no debes estar acá.

—Mira hija, no sé por qué sigo aquí. Solo quiero sentirme feliz rodeada de lo que es mío.

—Eso no es posible. Ya todo se fue. La mayoría acabó en residencias para ancianos donde los vivos pueden darles un buen uso.

—¡Ustedes prometieron que eso no pasaría!

Paquita se estremeció de nuevo. Al recuperarse, miró en todas direcciones, embelesada, como escuchando la ovación de un público imaginario. Después habló con su propia voz:

—Son 800 pesos. Les aconsejo poner velas blancas y pedirle a su mamacita que trascienda. Si eso no funciona, habrá que traer un cura.

Después de la sesión, todo pareció calmarse, pero luego mamá volvió a las andadas: arrojaba objetos, desaparecía cosas y enrarecía el ambiente. A la semana siguiente, Paquita volvió y mi madre habló a través de ella:

—¡Estoy cansada! ¡Harta de su mal gusto! La lámpara de la sala, ¿dónde la encontraron? Parece que se la robaron de un hotel de carretera. ¿Y esa pintura? ¡Por favor! Eugenia, ese muchachito que te viene a ver… debes terminar con él porque no vale un centavo.

Al final de la sesión, Eugenia se fue a su cuarto enojada, y yo le pregunté a Paquita qué debíamos hacer.

—Recuperen todo. No tendrán paz hasta que lo hagan.

—¡Ay, Paquita! ¿No hay otra forma?

—Lo siento.

Mi hija y yo discutimos. Eugenia decía que no debíamos ceder.

Los episodios se volvieron más violentos. El novio de mi hija no podía pisar la casa, pues le llovían objetos. Nuestra ropa interior desaparecía. Cerraba las llaves del gas. Dejaba el refrigerador abierto. Decidí que era suficiente y me lancé a recuperar lo donado. Recorrí residencias, hablé con amigos y hasta fui al basurero municipal. No pude encontrar casi nada.

Al final, hice un altar con las pocas fotografías, adornos y prendas que encontré. La actividad paranormal cesó por completo. Cuando Paquita fue por última vez, me confirmó que mi madre ya no estaba ahí. Me dijo que lo más seguro era que hubiera trascendido y que el altar la ayudó.

Dos semanas después, recibí la llamada del director de un hogar de ancianos. El hombre me pidió encarecidamente que les llevara el bastón de mi madre. Le expliqué que era casi imposible de recuperar. Su respuesta me dejó de una pieza: un fantasma femenino creaba caos en el edificio, espantando a todos y pidiendo su bastón.

Mi madre, después de encontrar algunas de sus cosas en el altar, se dio a la tarea de buscar las otras. Cuando se lo platiqué a mi hija, se rió mucho. Luego me dijo con sarcasmo que quizá el vagabundo podría mandarnos el bastón por mensajería. Ante mi cara de pocos amigos solo agregó que la abuela no cambiaba ni en la muerte. Al final yo le di al director el teléfono de Paquita, y si no funcionaba tendríamos que pedir los servicios de un padre experto en exorcismos.

Esa tarde, reflexionando en todo lo que estaba pasado, comprendí que mamá había encontrado la forma de seguir apegada a lo suyo y atormentando a todos. Genio y figura, ¡hasta la sepultura!

Autor: Ana Piera.

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Maestro Inesperado. Cuento corto.

Lo que una vieja máquina enseñó a un diseñador impaciente.

Tiempo de lectura: 5 minutos.

Mitch odiaba perder el tiempo, pero se le escapaba igual. Su impaciencia tenía un costo: a menudo reiniciaba proyectos con más frecuencia de la que los terminaba.

En una habitación con piso de fino parqué y bajo un techo de vigas visibles de madera, Mitch tenía frente a sí varias pantallas electrónicas y un teclado retroiluminado. Parecía un director de orquesta: diseñaba, tomaba llamadas, asistía a juntas por Zoom. Cada segundo contaba; trabajaba desde casa para evitar el tráfico, comía alimentos instantáneos y detestaba las llamadas sociales. Pero esa vez, quien lo llamaba era su jefe, Patrick.

—¡Mitch! Quería saber cómo te va en el nuevo departamento. Bueno, «nuevo» es un decir. Tengo entendido que el edificio es bastante antiguo el tono de Pat era un poco burlón. La llamada no era inocente; a veces hablaba solo para molestarlo.

—Hola, Pat. Sí, es un edificio viejo recién remodelado. Todo funciona bien. El cambio fue una pesadilla, hubiera preferido quedarme en el anterior, pero como sabes, harán una tienda departamental.

Patrick sonrió divertido, imaginando a Mitch furioso por la mudanza.

—¿Y pudiste domar a la «bestia italiana»?

Mitch había encontrado una vieja cafetera olvidada: una Pavoni Europiccola, máquina de espresso de los años 60, muy valorada por coleccionistas.

—No tengo tiempo para esas cosas, Pat. La guardé porque es de colección. Ni siquiera sé si funciona.

—Mitch, si alguien puede con ese reto, eres tú. Luego me cuentas. Ah, sobre la tablet: prefiero que no tengas prisa y nos entregues el prototipo bien depurado. ¡Hablamos!

La llamada incomodó a Mitch. Odiaba que opinaran sobre su trabajo y lamentaba haberle comentado a Pat sobre su hallazgo. Ahora no lo dejaría en paz. Esa misma noche decidió revisarla.

La Pavoni no desentonaba en la cocina reformada de Mitch; esta conservaba los gabinetes de madera originales, aunque pintados de color crema, y la encimera de granito en tonos oscuros. Bajo la luz led de una moderna luminaria de techo, le pareció un extractor de jugos glorificado; sin embargo, este modelo había revolucionado el café doméstico: miniaturizó la tecnología, empoderó al usuario y se convirtió en un ícono de diseño de su época. Mitch echó de menos una pantalla táctil. No tenía experiencia con artefactos analógicos y muy pocas veces hizo café. El Starbucks cercano cubría sus necesidades habituales de cafeína. Quizás debía investigar un poco, limpiar la máquina… pero tenía prisa. «¡Resultados!» «¿Qué tan difícil podía ser?«

La conectó a la corriente, activó el interruptor, puso agua en la caldera y, sin esperar la temperatura ideal, rellenó el portafiltro con un viejo café, descolorido y ya sin aroma, que estaba junto a la Pavoni cuando la encontró. El café se desbordaba. Para apisonar no utilizó el «tamper», sino que lo hizo con dos dedos, como untando mantequilla sobre un pan. Colocó el portafiltro, tomó la palanca y la bajó con decisión, esperando un chorro elegante de café con «crema».

Lo que ocurrió fue… un desastre.

El portafiltro mal sellado y la presión inestable lo hicieron salir disparado como un cohete. Mitch experimentó el momento como en cámara lenta: con los ojos muy abiertos por la sorpresa, lo vio elevarse, le pareció que hacía piruetas en el aire, esparciendo grumos y agua caliente por toda la cocina. Mitch terminó con café en el cabello, los ojos y la ropa empapada. Al final, la pieza cayó en picada, manchando el piso.

Mitch observó, molesto, a la cafetera, que liberaba vapor y goteaba, desafiante. Se imaginó a Pat observando la escena y riéndose de él. ¿Y si la tiraba a la basura? No, mejor venderla. ¿O intentarlo de nuevo? Mientras limpiaba, la miraba de reojo, cada vez con un poco más de respeto, aunque a regañadientes: su imponente palanca cromada, su caldera de latón manchada por el tiempo, montada sobre una base de acero inoxidable con acabado en negro. «Quizás deba ir con…» la palabra «calma» se le atoró en la cabeza; tan poco acostumbrado estaba a ella, que, al final, apenas pudo conjurarla.

Terminaba de fregar cuando su reloj inteligente vibró en su muñeca empapada, mostrando varias notificaciones. Respiró hondo y combatió la urgencia de revisarlas. Se obligó a terminar lo que hacía en la cocina. Cuando se marchaba, echó un vistazo a la cafetera. «Nos veremos otra vez».

Para el segundo intento, tenía un buen café en grano y un molino. Desconocía, sin embargo, la consistencia exacta que debía tener y lo molió grueso. Olvidó usar el «tamper». Tomó la palanca que creaba la presión, sintió el frío del metal en su mano. Presionó y esta bajó demasiado rápido. El resultado fue un brebaje aguado, de mal sabor y sin «crema». Se puso a limpiar malhumorado, con movimientos rápidos y torpes. «¡¡¡Ayyyyy!!!» Mitch se quemó el antebrazo con la caldera ardiente y que no contaba con un elemento aislante. Maldijo aquel diseño arcaico mientras miraba incrédulo un buen trozo de piel adherido a la caldera. Adolorido, corrió a buscar un ungüento para quemaduras. Mientras se curaba, decidió que no valía la pena el esfuerzo.

En los días que siguieron, se dedicó a afinar el proyecto de la tablet. Batallaba mucho con un código. Hizo lo impensable: decidió hacer algunas consultas técnicas; algo que desechó en un principio para ahorrar tiempo, pero que al final le ayudó a solucionar el problema.

Una segunda llamada de Pat comunicándole su deseo de probar uno de sus espressos, le hizo retomar la máquina otra vez. Decidió ver algunos tutoriales y videos sobre su uso. Compró una báscula digital.

Molió la cantidad exacta de café hasta que quedó con la consistencia de arena fina. Esta vez lo apisonó adecuadamente con el tamper. Luego de colocar el portafiltro tomó la palanca. No se apresuró como era su costumbre, la bajó lentamente, respetando la resistencia que presentaba el café. Este empezó a gotear, denso, sobre la taza. El ambiente se llenó de un fresco aroma con notas de frutos secos. Vio emocionado que se formaba la deseada «crema» color avellana. Le dio un sorbo y paladeó con calma el sedoso y agradable líquido. No pudo evitar un suspiro de satisfacción. Estaba muy bueno, el sabor se equilibraba entre lo amargo, lo dulce y lo ácido. Mucho mejor que sus cafés de cartón.

Estaba tan contento que, mientras lo bebía, se tomó unos minutos para curiosear por la ventana y saludar a sus vecinos. Le invadió una sensación de bienestar y calma. Reconoció que la prisa no era buena. Miró a la «bestia italiana» con nuevos ojos. Le había enseñado paciencia y se había convertido en «su maestro inesperado».

Pavonni Europiccola pre-millenium.

Autor: Ana Piera.

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Persistencia sin Memoria. Microrrelato.

Una mosca camina sobre mí. Sus repulsivas patas mancillan mi superficie derretida como si no importara. A mi lado, un compañero ha claudicado del todo. Las hormigas están sobre él. Aún conserva su forma, pero tiene mal color. Supongo que eso nos espera: a mí, al que pende de una rama, y al que está encima del personaje extraño.

No sé qué ha pasado. Alguien cree que somos irrelevantes, que medir el tiempo no importa, pero no es lo mismo comer a las 3 que a las 6. A las 6 rugen las tripas. Quizás te desmayes. Tal vez eso le ocurrió al que yace acostado sobre la arena.

¡Vaya ironía! Somos medidores del tiempo, y aquí estamos, detenidos en una hora que ya no significa nada. No sé cuánto falta para que las hormigas se suban también en mí. Si pudiera, registraría ese intervalo. ¿Cuántos segundos para que la primera hormiga descubra que yo también me derrito? Si alguien pasara por aquí, podría darle ese último dato que deje constancia de mi existencia.

No guardo memoria anterior. No recuerdo haber estado sobre algún mueble o vitrina. Solo este momento. ¿Será que la figura postrada nos está soñando? ¿Acaso nunca hemos existido fuera de su sueño?

Moriré con la duda de si alguna vez fui útil. Solo sé que este instante se derrite lentamente. Quizá eso sea todo lo que quede de mí: una persistencia sin memoria.

240 palabras.

Autor: Ana Piera.

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Otros relatos con temática de «relojes»

Polifemo, Othila y la Lotus Magnolia

Microrrelato para Escribir Jugando — septiembre 2025

El relato de no más de 100 palabras, debe estar inspirado en la imagen, incluir la runa Othila, y opcional, la flor Lotus Magnolia.

Tiempo de lectura: menos de un minuto.

El cíclope Polifemo, borracho e invidente tras la astucia de Ulises, talló torpemente la runa Othila: «lazos familiares».

De su cuenca vacía, rezumaban sangre y sal. Daba grandes voces: «¡Poseidón, padre mío, véngame!»

Galatea pasó, altiva, y le dijo:

«Tan grandote y tan llorón, ¿así esperas que me enamore?»

Pero al verlo temblar, su corazón se conmovió. Conjuró espuma marina y en medio del salitre brotó la flor Lotus Magnolia, imposible, blanca y protectora. Y aunque el cíclope no la podía ver, le llegaba su aroma y se consolaba.

95 palabras incluyendo título.

Autor: Ana Piera

Nota: elegí el nombre Ulises (romano) en vez de Odiseo (griego) para evitar un sonido repetitivo después de leer «Polifemo».

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La Mujer del Humedal: Microrrelato de metamorfosis y deseo.

Esta es una segunda versión. La primera tenía solo 100 palabras. A veces, lo breve no basta para decir todo lo que uno quiere. Esta vez me permití quedarme un poco más.


Con cada inundación, desde hacía dos años, la mujer sentía un latido fuerte que ascendía por su cuerpo y se instalaba, insoportable, en sus oídos. Solo menguaba al encontrarse cerca del humedal y desaparecía cuando se metía en él, siempre de noche.

Ayudándose con la luz de la luna, su mirada inquieta iba de los juncos, a los nenúfares, a las isletas. Tocaba y revolvía todo con desesperación, buscando alguna pista que pudiera llevarle a él. Su sentido del oído estaba siempre presto a reconocerle entre el croar de cientos de sapos y ranas que en medio de la oscuridad buscaban pareja.

Cada temporada de lluvias era lo mismo, hasta que una tarde, un sonido fuerte, grave y anhelante, resultó inequívoco. Ella buscó el origen de aquel canto y le vio encima de una isleta. El pequeño y repulsivo ser inflaba su saco bucal, produciendo aquel sonido que tenía un efecto hipnotizante.

Instintivamente, se llevó la mano al collar de calcedonia que pendía del cuello, el instrumento mágico que impedía su transformación. Hizo ademán de quitárselo.

Alguna vez, cuando ella aún era una criatura anfibia, había saltado sin querer sobre aquella joya que yacía en la charca, envuelta en cieno, e inmediatamente su cuerpo de batracio mutó, de pequeño, rugoso y regordete, a una grácil figura de mujer humana. Conmocionada, se había alejado hasta encontrarse un caserío cercano, donde unas mujeres la encontraron, chorreando agua y desnuda, a excepción de aquel collar misterioso. Con ayuda de ellas, había podido hacer una nueva vida ahí.

La noche que lo encontró, jugueteó la piedra entre sus dedos y estuvo a punto de despojarse del collar bajo el influjo de aquella melodía encantadora, mas algo la detenía, algo que se abría paso en su interior con desesperación. No sabía bien de qué se trataba, hasta que su mente se iluminó al recordar a un bebé acostado en una cunita hecha de juncos. Lloraba a todo pulmón y ese llanto opacó el bullicio de la charca.

Como saliendo de un ensueño, se dirigió a la orilla, resistiendo el impulso de mirar atrás. Una vez fuera, corrió presurosa hacia el caserío.

360 palabras.

Autor: Ana Piera

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Navegante Eterno. Cuento Corto.

Tiempo de lectura: 5 minutos.

Mi propuesta para el VadeReto del mes de Agosto 2025, donde hay que hacer un relato basado en una imagen que escojamos de una galería que se nos presenta. Yo he escogido la que acompaña al texto (más abajo).


El océano era su vida. Había nacido en un velero, y seguía, de adulto, viviendo en uno, convertido a la vez en su hogar y medio de transporte. Sentir el rostro salpicado de brisa marina y su melena larga ondeando al viento mientras el casco blanco del «Ola Azul» atravesaba raudo la inmensidad líquida, era uno de sus más grandes placeres.

Se acercaba a tierra solo para abastecerse de agua dulce y algunos artículos necesarios: frutas, vegetales e implementos para reparar su embarcación. La proteína de su dieta venía de la pesca con arpón o red.

Se consideraba un nómada de océanos y mares. Siempre viajaba solo, evitando el contacto humano al máximo, desde que de niño sufrió la muerte de sus padres a manos de piratas que les abordaron para robarles. Su madre le salvó ocultándolo tras un gabinete.

La poca gente que le conocía, por sus infrecuentes arribos a pueblos costeros le tenían por loco y le auguraban una muerte solitaria y trágica.

Él no temía a esa muerte. Infinidad de veces se enfrentó a tormentas sin haber tenido tiempo de guarecerse. Maniobraba lo mejor que podía y aunque tenía fe en sí mismo y en el «Ola Azul», sabía que la suerte alguna vez acabaría y estaba listo para eso.

Nunca imaginó lo que el destino le tenía reservado:

Una tarde tormentosa, bajó a su camarote por un impermeable. De improviso, el violento vaivén de las olas dejó de sentirse y la embarcación toda crujió. Alarmado, escuchó el mástil romperse. Siguió un silencio ominoso. Emergió del camarote a una noche helada y oscura como boca de lobo. El barco parecía estar encallado en tierra firme. Con las primeras horas de la mañana sus ojos encontraron un paisaje surreal: su barco arruinado en medio de un vasto desierto.

Dawn Rose / Pixabay /Imagen elegida para inspirar el relato.

Bajó del velero, y sus pies, acostumbrados a la frescura del mar, se encontraron apresados por una arena seca y fina que le causó una sensación desagradable. Avanzó con dificultad, revisando el casco del «Ola Azul», que estaba roto en varios sitios. Desolado, miró a lo lejos y hasta donde alcanzaba la vista todo era yermo. Se derrumbó, incapaz de comprender lo sucedido. Así estuvo un buen rato, hasta que sintió que la arena, calentada por un sol inmisericorde, le quemaba la piel. La temperatura, que por la noche había estado tan baja, ahora subía hasta volverse insoportable. Al incorporarse, vio el árido paisaje a lo lejos desdibujarse entre ondas de calor. Buscó refugio en el camarote de su malograda embarcación, sacó una botella de whisky y se puso a beber.

Cayó en un sueño agitado inducido por la combinación de alcohol y calor. Soñaba que buceaba, arpón en mano, arropado por el mar. Sus ojos grandes observaban a las criaturas maravillosas que vivían en aquel vasto mundo: cardúmenes de peces, tiburones, rayas… Despertó justo cuando lanzaba el arpón a un pez, que en circunstancias normales se hubiera vuelto su comida. Reencontrarse con aquella realidad de pesadilla le afectó. ¿Qué había sucedido? Recordó la noche de la tormenta… quizás la fortuna se le había agotado y estaba muerto. O tal vez cruzó un umbral a otra dimensión. Esto último lo desechó, pues siempre fue un hombre práctico que no creía en esas cosas. La muerte tenía más sentido aunque le sorprendía el hecho de seguir experimentando hambre y sed. Le hubiera gustado ver a sus padres, pero la soledad le había seguido hasta en la muerte.

Al atardecer decidió explorar un poco alejándose del barco. Como adivinando su intención, un viento insidioso que barría la arena con movimientos de serpiente lo desalentó. Pronto el viento se volvió tormenta, levantando arenilla que le cegaba y golpeaba como alfileres. Tuvo que encerrarse en el camarote. Tapó ventanas con lo que pudo, pues las pequeñas y finas partículas se colaban por todos lados. ¿Qué clase de infierno era aquel? ¿Qué dios podía ser tan cruel que le cambiara su amado océano por un desierto estéril y su amado velero, donde había sentido la libertad más hermosa por una cárcel?

Cuando el agua y el vino se acabaron, se preguntó, ¿qué seguiría? ¿Morir de nuevo? Presa de la desesperación, deseó con vehemencia algo imposible: que lloviera sobre aquel arenal inclemente. A lo lejos escuchó sobresaltado el ruido inconfundible de un relámpago. Miró en esa dirección, y observó incrédulo nubes oscuras, cargadas de líquido, que pronto estaban encima, derramando generosamente su contenido. Rió como un loco, bailó y saltó en medio de aquella lluvia. Luego reaccionó y sacó recipientes para recolectar el agua. La lluvia terminó pronto, pero fue suficiente para llenar sus reservas y refrescar su maltratado cuerpo. Trató de encontrarle lógica a lo que acababa de pasar. Desconocía casi todo sobre los desiertos, no sabía si era posible que lloviera en ellos, aunque fueran desiertos del inframundo. ¿Acaso su deseo había tenido algo que ver? Bebió aquella agua de lluvia, definitivamente se sentía real.

Al acabarse la comida deseó tener peces entre sus manos, para cocinarles y comer. Tras unos segundos, escuchó de nuevo un tronido que venía del cielo. Primero, cayó un pez sobre la cubierta. Escéptico, lo tomó. El animal se retorcía furioso, sintió la humedad de la escamosa y acerada piel. La boca se abría y cerraba en un vano intento por respirar. Luego, cayeron otros cuatro más. Estupefacto, miró aquella bonanza inesperada. Si aquello era la vida después de la muerte, quizás él todavía podía influir en ella.

La tristeza cambió a expectación. Tal vez él tenía potencial para cambiar su realidad. ¿Hasta dónde podría transformar aquello que le rodeaba? Imaginó el mar, se vio a bordo del «Ola Azul», disfrutando días de calma y también sorteando tempestades, necesarias para templar el espíritu.
Poco a poco, la seca arena se humedeció. Se formaron charcos que gradualmente se interconectaron, y el nivel del agua subió lentamente. La embarcación, antes fracturada, ahora flotaba sin problemas sobre un mar imaginado. Se dispuso a navegar en aquel imposible. No sintió mucha diferencia con los mares que había conocido antes. Un agradable viento le acarició el rostro. Volvió a ser feliz. Decidió cambiarle el nombre a su velero, de «Ola Azul» a «Navegante Eterno».

La muerte no era el fin de todo, sino el inicio de algo nuevo, algo sobre lo cual él todavía tenía algo que decir.

Ana Piera.

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