Turismo espectral.

Relato corto sobre el Día de Muertos en México.

Tiempo de lectura: 4 minutos.

El alegre grupo llegó a México. Eran espíritus venidos de distintas partes del mundo a los que el señor Wu, un espíritu japonés con gran visión comercial, había traído en plan turístico para que experimentaran las tradicionales fiestas de muertos.

Se rieron mucho con las calaveritas de azúcar, presentes en casi todas las panaderías del país. Estaban adornadas con papelitos brillantes y filigrana de azúcar de diferentes colores, y algunas tenían nombres escritos en la frente. Uno de los viajeros, un ruso de nombre Igor, estuvo buscando entre ellas su nombre, sin éxito.

También probaron el delicioso pan de muerto. Bueno, probar es un decir, porque aunque podían comerlo, el pan se salía de sus cuerpos en forma de migas secas conforme lo iban consumiendo. Los dueños de los establecimientos quedaban perplejos ante el reguero de migajas que parecía brotar del aire.

La actitud de los mexicanos ante la muerte los hizo sentir como en casa, especialmente se sintieron reconfortados ante la visión de los grandes altares que se levantaban amorosamente dentro de los hogares y en algunos lugares públicos. Los altares estaban adornados con papel picado de diferentes colores y llenos de las cosas que les gustaban a los difuntos en vida, sus platillos y bebidas preferidas: mole, tamales, pozole, mezcal, tequila y vino. Gunhild, un espíritu femenino de Escandinavia, le pidió al señor Wu que le consiguiera la receta de los tamales. Todos en el grupo estuvieron de acuerdo en que era notable que la muerte se viera de forma tan natural y no fuera tabú como en otros lugares. El Sr. Wu dijo que aquellas tradiciones le recordaban un poco las de su país e insistió en prender incienso en algunos lugares.

La madrugada del primero de noviembre, escucharon mucha algarabía y gritos infantiles. Del cielo comenzaron a bajar en tropel miles de almas de niños fallecidos que regresaban por una noche a disfrutar nuevamente con sus familias. ¡Había que ver aquellas caritas llenas de felicidad! Los pequeños descendían a una velocidad asombrosa y casi derribaron al señor Wu cuando este daba instrucciones a su grupo para evitar ser arrollados. Todos se divirtieron con ese detalle.

Tras la algarabía infantil, la ciudad se preparó, con reverencia, para la llegada de las ánimas adultas, el día dos de noviembre. Los adultos, aunque contentos, venían más calmados que los niños. Formaban pequeños corros que platicaban animados y luego se diseminaban por la ciudad para entrar a sus respectivas casas y disfrutar de la hospitalidad de los vivos.

Un fantasma local, Crescencio, se ofreció a llevarlos a visitar un cementerio esa noche, y no podían creer lo que sus ojos huecos veían: gente comiendo y bebiendo junto a las tumbas, envueltos en el aroma de unas flores amarillas, la “flor de muertos” o, en náhuatl, cempasúchil. Había canto y jolgorio de vivos y difuntos. Los viajeros pudieron apreciar cómo los fallecidos abrazaban a sus familiares vivos aunque estos no lo notaran. Igor se apartó del grupo, con la mirada perdida entre las velas, y el señor Wu le preguntó qué le pasaba. Resultó que Igor se había acordado de su abuelito Vladimir y su abuelita Irina, lo que lo había puesto melancólico. Crescencio insistió en que lo mejor para la tristeza era que probaran el mezcal. El señor Wu les advirtió que las bebidas alcohólicas se comportaban distinto de la comida, y que podrían «absorberlas» completamente. Aunque les aconsejó prudencia, más de uno de los espíritus viajeros acabó borrachito.

Partieron al alba y México se quedó flotando en sus memorias como el aroma del cempasúchil: dulce, persistente e inolvidable.

Autor: Ana Piera.

Este relato fue publicado en la Revista digital «Masticadores» el 28 de octubre del 2021. En esta ocasión lo republico con algunos cambios.

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Genio y figura… cuento corto.

Una historia de culpa, misterio y un fantasma.

Soñé vívidamente que mi madre difunta regresaba a su casa. La veía tan clara como el agua: regordeta, en el nido blanco que era su cabeza, una de sus manos se acomodaba el cabello mientras la otra descansaba apoyándose en un bastón que no reconocí. El suyo, el original, tenía una empuñadura de marfil, había sido de mi padre y tenía un gran valor sentimental para ella. Yo se lo regalé a un vagabundo que pasó.

—Hola, hija, ya regresé.

—¿Cómo que regresaste? —le decía sorprendida.

—Sí, solo estuve fuera un poco de tiempo, pero ya regresé.

—Este bastón no es mío. ¿Dónde están mis cosas?

Un sudor frío recorrió mi espalda y desperté empapada. El sueño rondó en mis pensamientos por varios días. “Es la culpa de deshacerme de sus pertenencias”, pensé.

Cuando por fin lo superé, situaciones extrañas sucedieron en la casa:

Sentí que alguien nos observaba. También oí el ruido de un cuerpo pesado dejándose caer en una de las sillas de mi comedor nuevo, solo para levantarse casi de inmediato. Se escuchaba el rumor de pantuflas arrastrándose por toda la casa. Puertas y cajones se abrían como si alguien los inspeccionara, para luego cerrarse con un golpe seco, malhumorado. Habitaciones que bajaban de temperatura hasta llegar a un frío glacial que hacía que a uno le castañetearan los dientes.

—Es mamá —le dije a mi hija Eugenia.

—Debe haber otra explicación.

—Parece un alma en pena buscando sus cosas. ¿Por qué nos deshicimos de ellas?

—Porque eso se hace cuando alguien muere.

—Le llamaré a Paquita Bermúdez, ella sabrá qué hacer.

Paquita la espiritista hizo su entrada en mi casa una noche. Era una mujer muy intensa, todo lo hacía como en una obra de teatro.

—Definitivamente, siento una presencia —dijo, tocándose la cabeza con dos dedos y los otros parados como antenas—. Una mujer mayor, pelo blanco, gorda…

—¡Es mi mamá!—solté de sopetón.

—¿Quieren hablar con ella?

—Sí —dijo resuelta Eugenia.

Nos sentamos en el comedor. Paquita invocó al espíritu. Su cuerpo se retorció con violencia hasta que habló con una voz que era la fusión de su propia voz nasal con la aguda de mamá.

—Estoy muy sorprendida y molesta. ¿Qué han hecho con mis pertenencias?

Yo me persigné. Eugenia, aunque nerviosa, tuvo el aplomo de hablar.

—Abuela, tú no debes estar acá.

—Mira hija, no sé por qué sigo aquí. Solo quiero sentirme feliz rodeada de lo que es mío.

—Eso no es posible. Ya todo se fue. La mayoría acabó en residencias para ancianos donde los vivos pueden darles un buen uso.

—¡Ustedes prometieron que eso no pasaría!

Paquita se estremeció de nuevo. Al recuperarse, miró en todas direcciones, embelesada, como escuchando la ovación de un público imaginario. Después habló con su propia voz:

—Son 800 pesos. Les aconsejo poner velas blancas y pedirle a su mamacita que trascienda. Si eso no funciona, habrá que traer un cura.

Después de la sesión, todo pareció calmarse, pero luego mamá volvió a las andadas: arrojaba objetos, desaparecía cosas y enrarecía el ambiente. A la semana siguiente, Paquita volvió y mi madre habló a través de ella:

—¡Estoy cansada! ¡Harta de su mal gusto! La lámpara de la sala, ¿dónde la encontraron? Parece que se la robaron de un hotel de carretera. ¿Y esa pintura? ¡Por favor! Eugenia, ese muchachito que te viene a ver… debes terminar con él porque no vale un centavo.

Al final de la sesión, Eugenia se fue a su cuarto enojada, y yo le pregunté a Paquita qué debíamos hacer.

—Recuperen todo. No tendrán paz hasta que lo hagan.

—¡Ay, Paquita! ¿No hay otra forma?

—Lo siento.

Mi hija y yo discutimos. Eugenia decía que no debíamos ceder.

Los episodios se volvieron más violentos. El novio de mi hija no podía pisar la casa, pues le llovían objetos. Nuestra ropa interior desaparecía. Cerraba las llaves del gas. Dejaba el refrigerador abierto. Decidí que era suficiente y me lancé a recuperar lo donado. Recorrí residencias, hablé con amigos y hasta fui al basurero municipal. No pude encontrar casi nada.

Al final, hice un altar con las pocas fotografías, adornos y prendas que encontré. La actividad paranormal cesó por completo. Cuando Paquita fue por última vez, me confirmó que mi madre ya no estaba ahí. Me dijo que lo más seguro era que hubiera trascendido y que el altar la ayudó.

Dos semanas después, recibí la llamada del director de un hogar de ancianos. El hombre me pidió encarecidamente que les llevara el bastón de mi madre. Le expliqué que era casi imposible de recuperar. Su respuesta me dejó de una pieza: un fantasma femenino creaba caos en el edificio, espantando a todos y pidiendo su bastón.

Mi madre, después de encontrar algunas de sus cosas en el altar, se dio a la tarea de buscar las otras. Cuando se lo platiqué a mi hija, se rió mucho. Luego me dijo con sarcasmo que quizá el vagabundo podría mandarnos el bastón por mensajería. Ante mi cara de pocos amigos solo agregó que la abuela no cambiaba ni en la muerte. Al final yo le di al director el teléfono de Paquita, y si no funcionaba tendríamos que pedir los servicios de un padre experto en exorcismos.

Esa tarde, reflexionando en todo lo que estaba pasado, comprendí que mamá había encontrado la forma de seguir apegada a lo suyo y atormentando a todos. Genio y figura, ¡hasta la sepultura!

Autor: Ana Piera.

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«Las Almas»

En este relato, se citan algunos compañeros de la comunidad de Blogers. Net. Algunos de los que me leen los conocen y los que no, los invito a que lo hagan y den clic en los enlaces para conocer blogs interesantes.

Un codazo en las costillas me sacó de golpe de mi estado soñoliento. La persona junto a mí había reaccionado cuando mi cabeza tocó su hombro. ¡El metro! Di un vistazo rápido al gráfico de las estaciones y casi agradecí el golpe: ¡Me bajaba en la siguiente! Solo que al salir del vagón, me encontré mirando el techo y las paredes color castaño claro de mi cuarto. Mi mente, arropada aún en la niebla del sueño, no funcionaba bien. La frialdad de las sábanas me era ajena, las gatas, que deberían estar acurrucadas junto a mí y dándome calor, estaban en sus camas repartidas en el piso. Me incorporé del lecho y salieron corriendo. Para mi sorpresa vi que mi cuerpo ahí seguía.

«Estoy alucinando», pensé. No era para menos, recordé los días de fiebre y tos, la dificultad para respirar y un dolor en el pecho con cada respiración que me hizo llamar al doctor. Ignoré a la demacrada criatura que yacía frente a mí, pensando que eran efectos secundarios de la medicina, como la sed implacable que sentí y que me hizo ir a la cocina por un vaso de agua. Una de las gatas, la negra con manchitas blancas en los pies, me siguió hasta la cocina, quedándose en el dintel de la puerta con la mirada fija en mí y todo su cuerpo tenso.

—Kali? ¿Qué pasa chiquita? ¿Te desperté?

Kali siguió en la puerta, confundida. Me serví agua y acerqué el vaso a mi boca. Bebí, pero el infierno no se apagó. Me encaminé a la salida y Kali se alejó de mí a toda velocidad.

De regreso en la habitación, frente a mi doble, sentí el peso de la realidad: yo estaba muerta y ese era mi cadáver. «¿Qué era yo ahora? ¿Un fantasma?» Todas mis gatas se estaban comportando igual que Kali, podían verme, mas intuían que algo había cambiado, y estaban asustadas. Sentí muchas ganas de llorar. ¡Y la sed! ¡La maldita sed!

Justo cuando estaba a punto de caer en la desesperación, de la nada, se formó una nube muy blanca en medio del cuarto. La nube rotó sobre sí misma haciéndose cada vez más grande y al alcanzar cierto tamaño comenzó a degradarse, apareciendo un joven de unos 25 años, flaco como un alfiler, muy rubio, sus ojos azules semi ocultos por unos lentes de pasta y gruesos cristales. Iba vestido con unos jeans gastados y una camiseta del último concierto de Taylor Swift.

—¿Quién eres? —pregunté. Yo estaba en shock y temblaba de arriba a abajo.

—Soy Wolf. Tu guía —dijo sacudiéndose enérgicamente de encima los últimos jirones de nube.

—¿Guiarme a dónde? ¿Al cielo? ¿Eres un ángel?

Wolf hizo un gesto de desdén y yo enloquecí:

—¿Entonces… al… infierno?

—No, no, cielo e infierno no existen. Los que han trascendido y aman la literatura viven en «Las Almas», donde encuentran consuelo, paz y alegría. Es una gran ciudad etérea, una réplica mejorada de las terrenales. ¿Vienes o no?

—¿Tengo opciones? Quizás preferiría quedarme.

—Entiendo. Hay quienes no quieren ir a «Las Almas». Creen que no deben alejarse de sus afectos, lo cierto es que una vez que mueres, ya no perteneces a este sitio.

Pensé en mis parientes: los que me habían importado ya no vivían. Luego en mis amadas gatas, en su actitud hacia mi nuevo estado. Nunca fui muy creyente ni nada parecido, pero siempre había aceptado los conceptos de «cielo» e «infierno». Y ahora este chico me decía que eso no existía, que había otra cosa. ¿Podía confiar en él? Algo me decía que sí.

—Acepto. Antes dime, ¿cómo me quito esta sed tan espantosa que tengo?

—Es normal, eso se resolverá a su debido tiempo y mientras más nos tardemos más tiempo pasará para que la apagues. La primera parada es con Maty la «vidente». Ella te dirá a qué región podrías pertenecer según el tipo de literatura que te atraiga: narrativa, poesía, dramaturgia, etc.

—¡Como el sombrero de Harry Potter! —dije soltando una risita nerviosa. Había visto todas las películas de la saga al lado de mi hijo.

—Sí, solo que Maty es más linda que el sombrero —dijo Wolf sonriendo, y ese gesto me tranquilizó un poco.

—Háblame del proceso —le dije. Tenía muchísima necesidad de beber, pero también quería estar segura de que estaba haciendo lo correcto.

—No puedo explayarme mucho. Sigue Themis, la primera guía. Ella te guiará por caminos seguros, evitando las piedras «boludas» que abundan, y que podrían hacerte resbalar y alejarte. A medio camino, el guía cambia: Marcos, con su gran experiencia te pondrá frente a las mismísimas puertas de «Las Almas».

—Está bien, dije tratando de hacer memoria: primero Maty, luego, Themis y Marcos ¿y después?

—Antes de entrar en la ciudad, debes pasar por el juicio de Cabrónidas.

—¿Un juicio? —dije desfalleciendo, pensando en todas las veces que violé los preceptos bíblicos y la Constitución.

—No te preocupes, Cabrónidas puede ser muy «cabrónidas», pero es justo.

—Ok, suponiendo que pase el «juicio»… —dije, y el tono de mi voz delató la poca fe que me tenía.

—En las puertas de «Las Almas» te recibirán Merche y José Antonio. Será un recibimiento cálido, pues así son ellos. Mientras caminan por las calles te explicarán un poco el funcionamiento de tu nuevo hogar, José Antonio señalará los lugares donde puedes encontrar los mejores chupitos y tapas. Pararán en un lugar donde te servirán tu primer vaso de cerveza «vaporosa» y ahí la sed terrenal ¡Desaparecerá! Merche te platicará de algunos proyectos a los que puedes sumarte, como «La Nube de Oro», donde el mejor relato literario gana premio, también José Antonio te hablará de su propio reto literario. Te dejarán en el taller de Dakota, ahí tendrás un momento «zen» donde purgarte de todo lo pasado para que puedas vivir a plenitud en tu nuevo hogar.

Iba yo a preguntar qué seguía, pero Wolf se adelantó impaciente:

Beatriz, (que seguro te contará algo de la historia del lugar), Nuria, y Finil serán tus «madrinas». Ellas te recogerán en lo de Dakota y te acompañarán todo el camino al Edificio del Consejo, que se parece a un templo griego, con todo y columnas y techo a dos aguas. Ahí hablarás con sLuis quien te instruirá un poco en cosas técnicas, porque, aunque somos etéreos, sabemos de algoritmos.

—Nunca pensé que en un lugar intangible se usaran ese tipo de cosas.

—De esa forma se administra todo en «Las Almas». Luego podrás ver a Tarkion, uno de los miembros del Consejo. Tarkion también es un experto en las lides informáticas, además de un cuentista notable, de hecho hay un concurso literario convocado por él y te recomiendo participar. Cuando estés lista, cerrarás los ojos y Tarkion extenderá su dedo índice derecho y serás enviada automáticamente a la región que te corresponde según lo dicho por Maty— debió ver mi cara de angustia porque agregó —¡Te prometo que no duele nada!

—Y, ¿cómo es la vida en «Las Almas»? ¿Me podré enamorar? ¿Se practican deportes?, ¿Se puede viajar?

—Ya lo descubrirás por ti misma.

Observé mi habitación y su contenido: el ordenador, las camas de mis gatas, acaricié con la mirada las viejas fotos de mis padres y hermanos, mirándome muy serios desde las paredes. En especial, la foto que estaba sobre mi mesita de noche. Ahí, mi hijo Edgar, joven y sonriente, posaba para la cámara. Días después moría en un accidente. Eso me hizo preguntar:

—¿Y mi familia?

—Allá no hay parentescos previos, todo es nuevo, incluso la apariencia, pero es posible que te encuentres almas muy afines, podrían ser gente importante de tu pasado. —Wolf se quedó callado y se quitó los lentes de pasta. Algo en su mirada me recordó a mi hijo. ¿Todavía quieres tardarte más con todas estas preguntas?

—¿Y las gatas? ¡Ellas también son familia! —dije, mirándolo también, escudriñando con esperanza su rostro. No era Edgar, ¿o sí? A él le gustaba mucho la narrativa, como a mí.

—Yo me encargaré de que acaben en un buen hogar. Te lo prometo.

—¿Eres Edgar?

El joven volvió a sonreír y esta vez no tuve dudas.

—¡Vamos! ¡Hay que apagar esa sed! Como te dije, Maty es la primera…

—¿Nos volveremos a ver? —le pregunté con un hilillo de voz.

—Sí, nos volveremos a ver.

Autor: Ana Piera.

Nota: Perdón por este relato extenso. La idea era incorporar a algunos compañeros de la comunidad de Bloguers.Net, si hubo alguien que se me haya escapado, pido disculpas, de ningún modo es intencional.

Para los amigos y lectores que todavía no están en Bloguers, lo recomiendo mucho.

Si me dejas comentario asegúrate de dejar tu nombre, a veces wordpress los pone como anónimos.

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Ensalmo – Microrrelato.

Mi propuesta para el reto de El Tintero de Oro, escribir un relato donde la «espera» sea el protagonista o el detonante de la historia. Límite de palabras: 250.

Cuando Rosy alumbró un niño saludable, pidió con vehemencia que se lo mostraran desde todos los ángulos hasta quedar satisfecha.

En casa no dejaba de observarlo y pasaba sus trémulos dedos por la diminuta faz esperando que abriera los ojos. «Solo falta eso» se repetía.

Aún guardaba el ensalmo de Zaida: un papel amarillo doblado muchas veces sobre sí mismo, mantenido bajo la almohada por siete noches. Las primeras seis, el perfume de Rogelio, su marido, inundó la habitación. Lo sentía ponerse encima de ella y mientras disfrutaba de añoradas caricias pensaba tan solo en quedar embarazada. La séptima sintió algo muy diferente: no hubo olores agradables, solo violencia, arañazos, golpes y mordiscos, pero al despertar, su cuerpo no mostraba evidencia de agresión.

«A veces los espíritus se alocan» le dijo Zaida. «¿No abriste el papel, verdad?». «No», mintió. «Entonces, quédate tranquila».

Le contó a su hermana Chayito.

«¿No era más fácil que te embarazaras de un vivo? No sé cómo te atreviste. ¿Y si la última noche no fue Rogelio?»

La espera era insoportable. «Sus ojos me sacarán de dudas».

Luego de 48 horas, el niño miró el mundo con una esclerótica negra y una llama bailando en lugar de pupila. Una sonrisa siniestra, impropia de un bebé se instaló en la pequeña boca. Esa noche, Rosy abrió todas las llaves del gas, cerró ventanas y se puso a amamantarlo. El recién nacido succionaba con crueldad.

Ambos se fueron deslizando en la muerte, o eso esperaba ella…

249 palabras.

Autor: Ana Piera.

Por favor, si eres tan amable de comentar, deja tu nombre, a veces WordPress pone los comentarios como anónimos. Gracias.

Mi relato en la revista digital Masticadores AQUÍ.

Y bueno, siguiendo las enseñanzas de Tarkion, he puesto a la IA a analizar mi relato (el cual es cien por ciento mío, de mi inspiración). Resulta interesante escucharlas desmenuzarlo y sin duda hay aspectos de los que uno puede aprender. Ojo: Esto no sustituye un podcast profesional ni un análisis de expertos. Es un experimento.

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La Celebración – Cuento corto.

Mi participación en el reto lanzado por el blog AcervodeLetras que este mes cumple ya cinco años. (¡Felicidades!). Condiciones: la trama se ha de desarrollar alrededor de una celebración y tiene que aparecer el número cinco. Tono festivo y de buen rollo. (No estoy muy segura que mi propuesta encaje al cien por ciento con esto último, jejeje).

Cuando Thomas hizo acto de presencia, la mesa del comedor estaba vestida para una celebración por todo lo alto: platos y copas de cristal, cubiertos de plata, flores frescas y un delicioso aroma de comida marina flotaba en el ambiente y despertaba el apetito.

Su mujer, Victoria, le miró divertida mientras daba los últimos toques a la decoración en compañía de Amy, la mucama, quien hizo una torpe reverencia ante su patrón.

—¡Querido! ¿Acaso te olvidaste? ¡Hoy se cumplen cinco años! En la cocina Jane está preparando un festín: langosta, ostiones, caviar… Le pedí a Murray que traiga unas botellas de Chardonnay, quizás quieras supervisar eso.

Thomas se encaminó al sótano, pero Murray, el mayordomo, ya venía subiendo las escaleras con el vino.

—¡Oh! Señor, ¿le parecen bien estas? —dijo Murray con una sonrisa de oreja a oreja mientras le ofrecía una de las botellas a Thomas para su visto bueno.

—¡Perfectas! ¡Buena elección! Llévaselas a mi mujer, yo bajaré por algo más.

Mientras bajaba, sonrió al recordar cómo habían logrado correr a aquellos intrusos hacía cinco años. Victoria, que era terca al igual que una mula y no se resignaba a ver su hogar invadido por gente extraña, planeó cada detalle. Por supuesto Jane, la cocinera, Amy la mucama y Murray el mayordomo habían hecho su parte. Cada aniversario, los cinco se sentaban a la mesa para celebrar. Thomas al principio tuvo objeciones sobre cenar con la servidumbre, pero nuevamente su mujer se impuso. «Thomas, querido, sin ellos aún tendríamos a esas personas tan desagradables aquí. Se merecen festejar con nosotros». Y así había surgido aquella tradición.

—Se acuerdan de la noche que salieron corriendo? ¡Ya ni regresaron a hacer mudanza! —dijo Amy, que ya andaba algo achispada, mientras le hincaba el diente a una cola de langosta.

—¡Cómo olvidarlo! Recuerdo vívidamente esa noche, la familia completa se subió al auto a trompicones, me parece que uno de los adolescentes se iba meando encima. —dijo Murray a punto de soltar una carcajada.

Todos rieron de buena gana, Thomas, colorado por el esfuerzo y tosiendo preguntó:

—Fueron… Cof, los que más duraron, ¡jajaja! ¿Cuánto tiempo… Cof, cof, tuvimos que aguantarlos?

—¡Un mes! ¡Se me hizo eterno! —dijo Victoria alzando su copa.

—¡Brindemos por nuestra tranquilidad! ¡Que dure mucho tiempo! —dijo Thomas.

Tras la copiosa cena y varios brindis, todos le pidieron a Jane que era la más entendida en esos menesteres, que pusiera música para bailar en el fonógrafo.

Fuera, resguardados en sus respectivas casas y llenos de inquietud, los vecinos habían sido testigos de cómo la mansión abandonada desde hacía décadas, se iluminaba y se llenaba de risas y música. Como cada cinco de octubre, sentían la necesidad de santiguarse. Los más pequeños eran confinados en sus habitaciones y nadie, ni el más valiente, se atrevía a salir a la calle.

Autor: Ana Piera

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¿Cuál amarillo? – Microrrelato.

Mi participación en el reto del blog El Tintero de Oro, que consiste en hacer un relato de hasta 250 palabras donde predomine un color.

Fernando llamó a su mujer con un tono de voz que no presagiaba nada bueno. Llegó Josefa y nada más mirar la pared de la estancia supo de qué se trataba.

—Ayer la pintamos de color paja y hoy aparece de este horrible color «amarillo-enfermo». ¿Cómo te lo explicas mujer?

Josefa movió la cabeza desconcertada.

Fernando le extendió una brocha mientras él acercaba un cubo de pintura.

—¿Otra vez? —se quejó ella poniendo cara de fastidio— ¿Dónde están los hijos cuando uno los necesita?

Al otro día la pared que habían re-pintado de color paja volvía a aparecer pintada de amarillo.

Fernando, indignadísimo, manoteaba y trataba de hablar, pero el aire le faltaba. Josefa aguzó el oído pues creyó escuchar voces. Al mismo tiempo, Miguel Matos hablaba con el pintor que había contratado para pintar la vieja casa familiar.

—¿Puedes explicarme por qué tanto gasto de pintura?

—Pues es que yo dejo pintada esta pared de amarillo limón y amanece pintada de un amarillo paja, ya van varias veces —dijo Diego rascándose la cabeza—. Son los fantasmas patrón, y no les gusta el amarillo limón.

—¿Los has visto? ¿Cómo son?

—Una pareja mayor. A ella a veces la veo tejiendo y él se la pasa reparando cosas.

Matos sonrió débilmente y sacó de su cartera una vieja fotografía que mostró a su empleado.

—¡Son ellos! —exclamó Diego.

—Si vuelve a aparecer el amarillo paja ya lo dejas así. No hay que molestar a los muertos.

247 palabras incluyendo el título.

Mi relato publicado en la revista digital: Masticadores Sur

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La Barca.

Y como aún no termina noviembre, les dejo este cuento inspirado en la siguiente imagen:

Pensé que la muerte era otra cosa: descanso, oscuridad, la nada; no este navegar extraño por la mansión inundada de mis padres, bueno, una versión de ella, porque aunque reconozco el lugar, no está exactamente como lo recuerdo. Hay cosas fuera de sitio, otras ausentes y una luz extraña, como la de un día tormentoso. Me lleva un barquero descarnado, su calavera blanca, que muestra todos los dientes, pareciera estar sonriendo.

Doy un último vistazo al estudio de mi padre, alcanzo a ver la escandalosa mancha de sangre y sesos que quedó en la pared. Siento una extraña satisfacción al imaginarlo entrar en su sitio más sagrado y encontrar este desastre. Nadie podía poner un pie ahí, ni siquiera mi madre que, con flores, trató alguna vez de opacar el obstinado olor a viejo y a tabaco; solo para que las rosas, jazmines y gardenias acabaran afuera, destrozadas, y ella, regañada y haciéndole prometer que jamás lo volvería a hacer. Cuando mamá murió, mi padre debió pensar bastante en ese momento, pues a partir de su fallecimiento, él llevaba una gardenia fresca al estudio y ahí la dejaba hasta que se marchitaba, entonces traía una nueva.

Navegamos con lentitud por el pasillo que desemboca en el hall. Desde la pared, mis antepasados, antes tan tiesos, me siguen con miradas de desaprobación. Mi madre ahora tiene una expresión aún más triste que antes y lágrimas en sus mejillas ajadas.

En el hall, el agua cubre por completo gran parte de la gran escalera de mármol y lame uno de los peldaños superiores, a partir de ahí está seco todo. El esqueleto baja de la barca con agilidad y hace ademán de que tome su huesudo brazo para salir también. Me resisto. Prefiero quedarme en la embarcación, pero al parecer no es opcional, pues este personaje, con un brusco movimiento que me toma por sorpresa, me iza y me acomoda entre sus brazos desprovistos de carne. El contacto de mi piel con sus huesos rígidos y fríos me estremece. Por primera vez pienso en lo que hice en términos de arrepentimiento. ¿Qué me espera?

Y ahí vamos, como recién casados, subiendo la escalera; solo que no hay risas ni miradas cómplices. La luz se va apagando, cae la noche eterna.

384 palabras.

Autor: Ana Laura Piera

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Colección de Relatos «Escribiendo a Hombros de Gigantes» homenajeando a Edgar Allan Poe.

Se acerca el día de difuntos y como complemento de cualquier plan a tono con las festividades, te propongo leer gratis la colección de relatos que el «Tintero de Oro» presenta en este 6to. número de su revista digital. Me siento muy orgullosa de haber participado en la modalidad «fuera de concurso» con el relato: «El Rey de los Idiotas»,que si no lo has leído lo puedes hacer dando clic AQUÍ. Está inspirado en el relato del gran maestro Poe «El Barril de Amontillado».

Para acceder a todos los relatos y de paso visitar El Tintero, da clic AQUÍ.

Ana Piera.

Ya Vienen Los Fantasmas

La abuela se moría. Postrada en aquella triste cama parecía una muñeca rota. Cuerpo y mente finalmente la habían traicionado, no podía moverse y además había empezado a decir cosas de lo más extrañas. Todos nos sentíamos miserables y yo pensaba por qué la muerte no la dejaba irse con dignidad y cordura; en vez de eso, ella gritaba y fijaba la mirada como una loca señalando al vacío, diciendo:

—¡Ahí! ¿No lo ven? ¡Ahí está Roberto! ¡Hermano! ¡Qué alegría verte!

Luego sonreía tiernamente cuando en otro lado de la habitación creía ver a uno de sus hijos, el más pequeño, muerto de pulmonía a los dos años:

—¡Danielito! ¡Mi niño! Acércate, dame un beso.

Después se tornaba seria, enjugaba sus ojos llorosos y con el ceño fruncido decía:

—En la puerta está Paula, dile que no la quiero ver, no le perdono que le haya quitado el novio a Tita, entre hermanas no se debe hacer eso.

No faltaba quien se acercaba y en voz suave le decía:

—Abuela, abuelita, mire bien, ahí no hay nadie: Roberto, Danielito y Paula están muertos, Tita también; hace mucho que se murieron.

Entonces ella sacaba fuerzas, no sé de donde y con vehemencia gritaba:

—¡Ahí, ahí! ¿Cómo es posible que no los vean?

A algunos de mis primos les daba miedo, entraban a darle un beso y se despedían apresuradamente. La mayoría acabó por irse. Yo empezaba a sentir anticipadamente el dolor de su ausencia, se iba mi gran amiga y confidente, mi chef favorita, mi consejera y cómplice desde que era niño. ¡No era justo que la locura la devorara en los últimos momentos!

Mi madre y los pocos que aún estábamos presentes decidimos tomar turnos para cuidar a la moribunda. Pedí el primero para que los demás pudieran tomarse unos momentos para comer y descansar. Me quedé solo, con mi abuela y sus fantasmas.

Con la habitación en penumbras y sin la presencia de otras personas pude percibirlos. Al principio pensé que el cansancio me hacía ver cosas, pero poco a poco me convencí: ¡Eran reales! Todas las personas que mi abuela había mencionado estaban ahí, los reconocía por las fotografías viejas que había llegado a ver de ellos. Etéreos, casi transparentes, se arremolinaban alrededor de la cama, otros estaban sentados en ella, algunos le acariciaban las manos y los cabellos, otros conversaban animadamente en grupos por la habitación. Me sonreían, llegué a sentir palmaditas en la espalda propinadas por manos heladas de gente ya fallecida. Extrañamente, no sentí miedo, sentí una enorme paz cuando vi que no estaría sola.

Con un ligero estremecimiento, su espíritu abandonó su cuerpo físico y pude ver cómo se incorporaba de la cama y abrazaba a aquellas personas. No olvidaré jamás la enorme sonrisa que se dibujó en su rostro cuando el pequeño Daniel se acercó corriendo y ella lo cargó en sus brazos. De repente, todos los fantasmas comenzaron a desvanecerse como el humo de los cigarros. Ella se fue al último, sosteniendo aún a su hijito, me lanzó una mirada cómplice y me dijo:

—Te volveré a ver.

Yo sonreí, ahora estaba seguro de que así sería.

Autor: Ana Laura Piera

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El Rey de los Idiotas.

Esta es mi participación en modalidad «fuera de concurso» para la convocatoria:

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El Barril de Amontillado fue uno de los cuentos que cuando lo leí de adolescente más me impresionó. Sirva esto como un pequeño y muy humilde homenaje a este autor. Quise contar la historia desde la perspectiva de la víctima, Fortunato. El lugar donde se desarrolla la historia y los personajes son los mismos que en el magnífico cuento de Poe. (Espero que no me venga a jalar los pies enojado).

La borrachera se me bajó de golpe. ¡Ese traidor de Montresor me había llevado a una trampa!

Me estremecí y sacudí las cadenas con toda la fuerza que mi instinto de supervivencia logró convocar en un vano intento por zafarme. La antorcha que llevaba en mi mano había caído al piso y Montresor la había tomado. Me hablaba, pero toda mi atención estaba puesta en sus manos, que, industriosas y ágiles, trabajaban en conjunto, poniendo hilada tras hilada de piedra frente a mí. Cada línea levantada me iba robando de a poco la claridad.

La ofensa vino a mi mente como un relámpago. Recordé que días atrás, pasados de copas, había yo hecho algunos comentarios burlescos sobre su poca pericia para comprar vinos, aunque él se preciaba de ser un conocedor. Yo sabía de buena fuente que muy a menudo los charlatanes le daban gato por liebre. Recordé la nube de mal tiempo que, por unos segundos, ensombreció su rostro. Después seguimos bebiendo y nos olvidamos del asunto, o eso creí.

Con engaños y con el pretexto de que tenía un barril de vino amontillado me abordó durante el carnaval y me trajo a las catacumbas de su familia. Ahí guardaban, entre despojos de varias generaciones de Montresors, algunos de sus mejores vinos, a los que les hacía bien el frío y la humedad del lugar. Tenía yo mucha curiosidad por ver si en efecto se trataba de amontillado, ya que era casi imposible encontrarlo en esa época del año. Lo más seguro era que lo hubieran engañado y ya tendría yo otra ocasión de burlarme de su nula pericia como catador. Era mi amigo, pero detestaba cuando se ponía pretencioso.

Noté que mi mente daba bandazos entre la resignación y la angustia. De repente, sin pedir permiso, de mi pecho salieron los más horripilantes gritos al darme cuenta de que el desgraciado me había condenado a una muerte lenta y cruel. Me tomó por sorpresa que, emulándome, él empezó a gritar con una enjundia sobrenatural que me hizo dudar de mi condición de vivo. Quizás, me encontraba ya frente al mismo demonio, recibiéndome en las puertas del averno. Callé.

Uno nunca sabe cuando será la última vez que hacemos algo. Despertamos, pero seguimos dormidos, mecidos por la rutina sin pensar que ese puede ser nuestro postrer día. Yo debí haberle dado un beso en la boca a mi mujer, en vez del casto beso en la frente que siempre intercambiábamos por las mañanas. Y a Luca, ¡Por Dios, Luca! A él le hubieran venido bien algunos consejos y un abrazo especialmente fuerte. Miré con tristeza el creciente muro de piedras que me robaría la oportunidad de conocer a mis nietos. Sin mucha esperanza, dejé escapar una risa ahogada y le pedí, le supliqué que terminara con la broma. Él me siguió la corriente sin dejar su labor.

Hay que ver los absurdos pensamientos que lo asaltan a uno ante la inminente muerte, me di cuenta de que mi disfraz de payaso, escogido a las prisas para el carnaval, se convertiría en la grotesca mortaja para mis pobres huesos. Mi mausoleo, cuidadosamente preparado, quedaría vacío. ¿Qué pensaría mi familia de mi desaparición? Me derrumbé sobre mí mismo y sentí cómo se clavaba, lacerante, la cadena alrededor de mi cintura. Quedé colgado a medias sin tocar el suelo.

De repente, se hizo la luz en el pequeño nicho donde estaba yo prisionero. Montresor había metido una de las antorchas por el último hueco y me llamó por mi nombre:

—¡Fortunato!, ¡Fortunato!

Moví los labios, pero mi voz me había abandonado. Vi cuando colocó la piedra que faltaba, sellando mi destino. La antorcha agonizante proyectó las últimas sombras en aquella tumba improvisada hasta que reinó la oscuridad. ¡Qué bien me hubiera sentado que el dichoso amontillado hubiera sido real y no solo el pretexto para llevarme a la muerte! Un pensamiento: «Fortunato, eres el rey de los idiotas», retumbó en mi mente. Comencé a sentir la falta de aire…

Pasó un tiempo hasta que me sentí ligero y pude al fin traspasar la pared de piedras y la muralla de huesos que ahora sellaban el lugar donde se descomponía mi cuerpo. Mi primer impulso fue buscar la salida de las catacumbas, de alguna extraña forma, pude orientarme en la oscuridad de aquel laberinto. Confiado, intenté traspasar la puerta, como lo había hecho antes, pero no pude, algo me detenía. Las innumerables voces, como fríos suspiros, susurraron en mi oído que aquello era imposible. «Ahora eres uno de nosotros».

«¿Alguno de ustedes sabe si hay por aquí un barril de amontillado?»

Autor: Ana Laura Piera