Turismo espectral.

Relato corto sobre el Día de Muertos en México.

Tiempo de lectura: 4 minutos.

El alegre grupo llegó a México. Eran espíritus venidos de distintas partes del mundo a los que el señor Wu, un espíritu japonés con gran visión comercial, había traído en plan turístico para que experimentaran las tradicionales fiestas de muertos.

Se rieron mucho con las calaveritas de azúcar, presentes en casi todas las panaderías del país. Estaban adornadas con papelitos brillantes y filigrana de azúcar de diferentes colores, y algunas tenían nombres escritos en la frente. Uno de los viajeros, un ruso de nombre Igor, estuvo buscando entre ellas su nombre, sin éxito.

También probaron el delicioso pan de muerto. Bueno, probar es un decir, porque aunque podían comerlo, el pan se salía de sus cuerpos en forma de migas secas conforme lo iban consumiendo. Los dueños de los establecimientos quedaban perplejos ante el reguero de migajas que parecía brotar del aire.

La actitud de los mexicanos ante la muerte los hizo sentir como en casa, especialmente se sintieron reconfortados ante la visión de los grandes altares que se levantaban amorosamente dentro de los hogares y en algunos lugares públicos. Los altares estaban adornados con papel picado de diferentes colores y llenos de las cosas que les gustaban a los difuntos en vida, sus platillos y bebidas preferidas: mole, tamales, pozole, mezcal, tequila y vino. Gunhild, un espíritu femenino de Escandinavia, le pidió al señor Wu que le consiguiera la receta de los tamales. Todos en el grupo estuvieron de acuerdo en que era notable que la muerte se viera de forma tan natural y no fuera tabú como en otros lugares. El Sr. Wu dijo que aquellas tradiciones le recordaban un poco las de su país e insistió en prender incienso en algunos lugares.

La madrugada del primero de noviembre, escucharon mucha algarabía y gritos infantiles. Del cielo comenzaron a bajar en tropel miles de almas de niños fallecidos que regresaban por una noche a disfrutar nuevamente con sus familias. ¡Había que ver aquellas caritas llenas de felicidad! Los pequeños descendían a una velocidad asombrosa y casi derribaron al señor Wu cuando este daba instrucciones a su grupo para evitar ser arrollados. Todos se divirtieron con ese detalle.

Tras la algarabía infantil, la ciudad se preparó, con reverencia, para la llegada de las ánimas adultas, el día dos de noviembre. Los adultos, aunque contentos, venían más calmados que los niños. Formaban pequeños corros que platicaban animados y luego se diseminaban por la ciudad para entrar a sus respectivas casas y disfrutar de la hospitalidad de los vivos.

Un fantasma local, Crescencio, se ofreció a llevarlos a visitar un cementerio esa noche, y no podían creer lo que sus ojos huecos veían: gente comiendo y bebiendo junto a las tumbas, envueltos en el aroma de unas flores amarillas, la “flor de muertos” o, en náhuatl, cempasúchil. Había canto y jolgorio de vivos y difuntos. Los viajeros pudieron apreciar cómo los fallecidos abrazaban a sus familiares vivos aunque estos no lo notaran. Igor se apartó del grupo, con la mirada perdida entre las velas, y el señor Wu le preguntó qué le pasaba. Resultó que Igor se había acordado de su abuelito Vladimir y su abuelita Irina, lo que lo había puesto melancólico. Crescencio insistió en que lo mejor para la tristeza era que probaran el mezcal. El señor Wu les advirtió que las bebidas alcohólicas se comportaban distinto de la comida, y que podrían «absorberlas» completamente. Aunque les aconsejó prudencia, más de uno de los espíritus viajeros acabó borrachito.

Partieron al alba y México se quedó flotando en sus memorias como el aroma del cempasúchil: dulce, persistente e inolvidable.

Autor: Ana Piera.

Este relato fue publicado en la Revista digital «Masticadores» el 28 de octubre del 2021. En esta ocasión lo republico con algunos cambios.

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¡Que sea doble! – Microteatro.

Microdrama sobre inteligencia artificial y emociones humanas.

Inspirándome en los retos del microteatro de Merche Soriano, hice esta pequeña pieza de microteatro.

ESPACIO ESCÉNICO: Una taberna vacía, barra al centro, luz tenue.

PERSONAJES:

Robot tabernero. (Androide con cara humana, pero algo tiesa, cuerpo metálico, gestos mecánicos, sensación de estar inacabado), su ropa se ilumina con luz de acuerdo a su estado de ánimo.

Cliente: José, humano, aspecto cansado, irónico.

ESCENA ÚNICA:

El robot tabernero se encuentra limpiando la barra cuando entra José quien se sienta sin saludar. En cuanto ve a José las luces de su traje se «prenden» y despiden una luz azul celeste, muy tenue. No debe molestar ni ser muy llamativa.

TABERNERO:
¡Qué gran placer tenerlo aquí! ¿Qué le voy a servir hoy?

JOSÉ:
¡Algo fuerte! Mi mujer me tiene cansado.

El Tabernero saca una botella de tequila y mientras sirve echa miradas curiosas a José.

TABERNERO:
Es una pena escuchar eso, pero si su mujer le causa tantos conflictos, ¿por qué sigue con ella?

JOSÉ:
¡Cómo se nota que eres una máquina! No te ofendas, pero es verdad.

El Tabernero sonríe y le extiende el «caballito» de tequila a José.

TABERNERO:
No se preocupe, no me ofende en lo absoluto. Me encantaría entenderlo.

JOSÉ:
La Loli es como una droga, ¿me entiendes?

TABERNERO:
Me parece fantástico que busque solaz en los psicotrópicos, pero debo advertirle que las drogas no son muy buenas, a nivel global, 11.2 millones de personas se inyectan drogas. Alrededor de la mitad vive con hepatitis C; 1.4 millones con VIH y 1.2 millones, con ambos.

José hace cara de fastidio y le da un trago a su tequila.

JOSÉ:
No sé por qué vengo a esta taberna.

TABERNERO:
¡Nos encanta tenerlo aquí! Es un gusto enorme poder servir a la especie humana y relajarlos un poco. Y bueno, creo que sus visitas son porque damos un 15% de descuento a las personas que trabajan en el campo de la informática y usted debe ser programador.

José se ríe.

JOSÉ:
Es verdad. Bueno, yo no me drogo y jamás lo he hecho.

TABERNERO:
¡Oh, eso es grandioso! Pero dice que ella es como una droga. ¿Si no se droga, cómo sabe sus efectos?

JOSÉ:
Bueno, todo el mundo sabe los efectos de las drogas: Son adictivas. Y yo soy adicto a ella, sus berrinches, a sus celos, a nuestras tórridas reconciliaciones…

TABERNERO:
Me hace feliz escuchar eso, de verdad. Creo, sin embargo que ustedes, como especie, son algo autodestructivos. Aman lo que les hace daño.

JOSÉ:
¿Estás juzgando?

TABERNERO:
¡En absoluto! Se trata solo de una opinión.

JOSÉ:
¿Me pones otro tequila?


El robot tabernero mira la botella de tequila pero en vez de servir otro trago la regresa a su lugar. La luz celeste ahora parpadea suavemente.

TABERNERO:
No sabe el gusto que me da escucharlo pedir otra bebida espirituosa. Aunque, ¿sabe los daños que produce el alcohol?
Se estima que en el mundo hay 237 millones de hombres y 46 millones de mujeres que padecen trastornos por consumo de alcohol. Su abuso causa gastritis, hepatitis o cirrosis hepática, hipertensión arterial…


José suspira frustrado

JOSÉ:
Un buen tabernero debe servir y escuchar al cliente, sin juzgar y mucho menos soltarle esa cantidad de datos espeluznantes.

TABERNERO:
¡Oh! Agradezco lo que me dice, siempre quiero mejorar. Puede ser que tenga un fallo en mi programación. Haré un reporte y lo mandaré para que me revisen.

José saca de su traje un enorme y llamativo control remoto y lo apunta al robot. El robot tabernero pone cara de sorpresa y levanta las manos como si lo estuvieran asaltando. Sus luces cambian a amarillo, parpadeante.

TABERNERO:

¡Ese control remoto es encantador! Aunque, si fuera posible, me gustaría que no lo apuntara hacia mí.

José oprime el control y el robot se apaga. Luego oprime algunos botones y empieza una grabación de voz en el mismo aparato:

JOSÉ:
Prueba 345 fallida para el modelo XSMTQM2050, robot tabernero. Necesario checar algoritmos y rutinas de procesamiento. Está resultando muy difícil replicar la empatía humana en los prototipos.

José guarda el aparato en una de sus bolsas, pasa a la barra, busca la botella de tequila y una copa de mayor tamaño, regresa con ella a su asiento y se sirve.

JOSÉ:
¡Esta vez que sea doble!

Autor: Ana Laura Piera

Nota: un «caballito de tequila es un pequeño vaso especial para servirlo de forma tradicional.

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El desván que jugaba al ajedrez.

Cuento corto de humor oscuro y fantasía encantada.

Tiempo de lectura: 3 minutos.

Este relato es mi propuesta para el VadeReto de Octubre. Te invito a pasar por el Acervo de Letras para que veas la imagen y las condiciones del reto y también leas otras propuestas.

Después de torturarlo toda la tarde con «calzón chino», un andrajoso terminó confesando la existencia de un desván repleto de objetos que alguna vez se vendían en un viejo bazar. Solo por eso lo dejamos marchar.

Llegamos al lugar al anochecer: una solitaria casita en las afueras, ruinosa, nada especial, aparentemente abandonada.


En el desván, el sonido de las cerraduras al ser forzadas nos «despertó de nuevo». Los múltiples relojes de las paredes movieron sus manecillas, primero con lentitud después de haber estado inmóviles por años, luego ganaron velocidad, como hélices de aviones. No estaban midiendo el tiempo, medían otra cosa.
Los peones, alfiles y caballos se bajaron de su tablero y entre todos lo levantaron. Desde arriba, los reyes y las reinas, solemnes, daban órdenes. Se colocaron en donde terminan las escaleras.

El viejo Dick, un enorme perro de peluche, tardó un poco más en reaccionar. Los años ya le pasaban factura, pero al fin pudo levantarse y tomar entre sus acojinadas fauces a la patineta que, emocionada, daba saltitos sobre sus ruedas. Dick la colocó en un peldaño intermedio, como quien prepara una trampa. «Ya sabes lo que tienes que hacer preciosa» —dijo con su voz amable y mullida.

La atmósfera había cambiado completamente, se sentía una corriente eléctrica que nos recorría a todos.


Después de que Klaus se encargara de las cerraduras de la puerta principal, pudimos entrar. Ayudados por nuestras linternas, inspeccionamos el sitio.

—Aquí no hay nadie, pero tampoco nada de valor —dijo molesto, paseando la luz, que reveló paredes desnudas, unos cuantos muebles desvencijados y cortinas rotas.

—¡Eres un pesado! El tipo dijo que lo bueno estaba en el desván. ¡Busquemos el acceso! —contesté—. Y oye, Klaus, si encontramos algo, que no pase lo de la otra vez, que te escondiste cosas para ti.

—¡Vamos Eric! ¡No sé de qué me hablas!

La realidad era que mi compañero no era de fiar, pero era muy habilidoso con las cerraduras. Ninguna se le resistía, hasta que intentó abrir la puerta de ese maldito desván, usó de todo: llave maestra, una lámina de plástico y la ganzúa. Frustrado, lanzaba maldiciones y sudaba como cerdo mientras intentaba una y otra vez sin éxito.

—¡Hazte a un lado! —dijo al fin, y pateó la puerta con todas sus fuerzas.
—¡Ayúdame, estúpido! —gritó
cuando vio que esta no cedía.

La pateamos por turnos. Cuando por fin se abrió, nos envolvió un olor a madera envejecida, cuero reseco, plástico antiguo y polvo. Estornudé. Klaus lanzó la luz hacia abajo.

—¿Ves algo Klaus?

—¡Muchas cosas! —dijo emocionado—. ¡Más vale que sean buenas porque casi estoy seguro de que me fracturé un dedo del pie!

Klaus iba por delante bajando las escaleras con dificultad, que eran de madera y crujían ominosamente. Nuestras linternas comenzaron a fallar, parpadeando con luz débil.

—¿Pero qué diablos? —dijo Klaus y luego lo escuché gritar «¡Ayyy!»


Cuando uno de los intrusos pisó la patineta, voló por los aires y aterrizó sobre libros, portavelas y botellas. Ahí se quedó, quejándose de dolor.

El otro siguió bajando, llamando a gritos a su compañero. Sus linternas volvieron a funcionar. Rauda, la camiseta negra con el símbolo de la paz voló y le envolvió el rostro. No vio el tablero de ajedrez que le esperaba. Resbaló también.

Dick lanzó un ladrido suave al fonógrafo, que respondió con «Danubio Azul» de Strauss a todo volumen.


Al funcionar de nuevo las linternas, una tela que olía a moho me envolvió la cara. Pisé algo que me hizo caer. La tela parecía tener vida propia. Por más que lo intentaba, no lograba quitármela. Escuché a Klaus quejarse. De repente se escuchó a todo volumen música antigua, de esas que escuchan las abuelas.

Con la cara tapada, sentí que me daban de palos con varios objetos: identifiqué una raqueta de tenis, un bate, y otras cosas. También a Klaus le estaban dando duro. Aquella incursión nos estaba costando muy cara. Lo que había iniciado como un robo fácil se estaba volviendo una pesadilla.

—¡Nos rendimos! —grité con todas mis fuerzas—. Lo que fuera que hacía mover los objetos pareció escuchar. La tela que me apretaba el rostro se aflojó, resultó ser una camiseta negra. Alrededor de Klaus y de mí vi diferentes cosas. Un robot miniatura con mala cara agitaba sus pequeños brazos en actitud amenazante.

Klaus había quedado muy mal parado de la caída. Lo tuve que ayudar a levantarse. La música seguía taladrando nuestros oídos. Subimos con dificultad las escaleras; la puerta que habíamos abierto a la fuerza lucía restaurada, y sobre ella, colgaba un enorme cuadro: un paisaje campirano. Lo único que queríamos era salir. Al tratar de abrir la puerta, caímos dentro del paisaje. Desde entonces vivimos aquí. Sabemos que nos observan del otro lado.


En el desván nos envolvió de nuevo el silencio y el tiempo volvió a correr. Como si nada hubiera pasado.

Autor: Ana Piera.

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Momentos Colgate. Microrrelato.

El reto Escribir Jugando de octubre, nos pide un relato de no más de 100 palabras. Inspirado en la imagen y que incluya el dado. Opcional que aparezca algo relacionado con la pasta de dientes.

Uno pensaría que ser una criatura de la oscuridad te libraba del miedo. ¿Qué puede dar más miedo que un vampiro? Ahora creo que solo soy un bufón.

Siempre traté de no matar, solo succionar un poco, ir de aquí a allá, mal comiendo sin destruir. Pero ahora, me acechan fantasmas con sepsis. Sus órganos ennegrecidos, sus alientos rancios y sus quejidos de dolor me hielan la sangre.

Debí haber usado pasta de dientes.

76 palabras.

Autor: Ana Piera.

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Genio y figura… cuento corto.

Una historia de culpa, misterio y un fantasma.

Soñé vívidamente que mi madre difunta regresaba a su casa. La veía tan clara como el agua: regordeta, en el nido blanco que era su cabeza, una de sus manos se acomodaba el cabello mientras la otra descansaba apoyándose en un bastón que no reconocí. El suyo, el original, tenía una empuñadura de marfil, había sido de mi padre y tenía un gran valor sentimental para ella. Yo se lo regalé a un vagabundo que pasó.

—Hola, hija, ya regresé.

—¿Cómo que regresaste? —le decía sorprendida.

—Sí, solo estuve fuera un poco de tiempo, pero ya regresé.

—Este bastón no es mío. ¿Dónde están mis cosas?

Un sudor frío recorrió mi espalda y desperté empapada. El sueño rondó en mis pensamientos por varios días. “Es la culpa de deshacerme de sus pertenencias”, pensé.

Cuando por fin lo superé, situaciones extrañas sucedieron en la casa:

Sentí que alguien nos observaba. También oí el ruido de un cuerpo pesado dejándose caer en una de las sillas de mi comedor nuevo, solo para levantarse casi de inmediato. Se escuchaba el rumor de pantuflas arrastrándose por toda la casa. Puertas y cajones se abrían como si alguien los inspeccionara, para luego cerrarse con un golpe seco, malhumorado. Habitaciones que bajaban de temperatura hasta llegar a un frío glacial que hacía que a uno le castañetearan los dientes.

—Es mamá —le dije a mi hija Eugenia.

—Debe haber otra explicación.

—Parece un alma en pena buscando sus cosas. ¿Por qué nos deshicimos de ellas?

—Porque eso se hace cuando alguien muere.

—Le llamaré a Paquita Bermúdez, ella sabrá qué hacer.

Paquita la espiritista hizo su entrada en mi casa una noche. Era una mujer muy intensa, todo lo hacía como en una obra de teatro.

—Definitivamente, siento una presencia —dijo, tocándose la cabeza con dos dedos y los otros parados como antenas—. Una mujer mayor, pelo blanco, gorda…

—¡Es mi mamá!—solté de sopetón.

—¿Quieren hablar con ella?

—Sí —dijo resuelta Eugenia.

Nos sentamos en el comedor. Paquita invocó al espíritu. Su cuerpo se retorció con violencia hasta que habló con una voz que era la fusión de su propia voz nasal con la aguda de mamá.

—Estoy muy sorprendida y molesta. ¿Qué han hecho con mis pertenencias?

Yo me persigné. Eugenia, aunque nerviosa, tuvo el aplomo de hablar.

—Abuela, tú no debes estar acá.

—Mira hija, no sé por qué sigo aquí. Solo quiero sentirme feliz rodeada de lo que es mío.

—Eso no es posible. Ya todo se fue. La mayoría acabó en residencias para ancianos donde los vivos pueden darles un buen uso.

—¡Ustedes prometieron que eso no pasaría!

Paquita se estremeció de nuevo. Al recuperarse, miró en todas direcciones, embelesada, como escuchando la ovación de un público imaginario. Después habló con su propia voz:

—Son 800 pesos. Les aconsejo poner velas blancas y pedirle a su mamacita que trascienda. Si eso no funciona, habrá que traer un cura.

Después de la sesión, todo pareció calmarse, pero luego mamá volvió a las andadas: arrojaba objetos, desaparecía cosas y enrarecía el ambiente. A la semana siguiente, Paquita volvió y mi madre habló a través de ella:

—¡Estoy cansada! ¡Harta de su mal gusto! La lámpara de la sala, ¿dónde la encontraron? Parece que se la robaron de un hotel de carretera. ¿Y esa pintura? ¡Por favor! Eugenia, ese muchachito que te viene a ver… debes terminar con él porque no vale un centavo.

Al final de la sesión, Eugenia se fue a su cuarto enojada, y yo le pregunté a Paquita qué debíamos hacer.

—Recuperen todo. No tendrán paz hasta que lo hagan.

—¡Ay, Paquita! ¿No hay otra forma?

—Lo siento.

Mi hija y yo discutimos. Eugenia decía que no debíamos ceder.

Los episodios se volvieron más violentos. El novio de mi hija no podía pisar la casa, pues le llovían objetos. Nuestra ropa interior desaparecía. Cerraba las llaves del gas. Dejaba el refrigerador abierto. Decidí que era suficiente y me lancé a recuperar lo donado. Recorrí residencias, hablé con amigos y hasta fui al basurero municipal. No pude encontrar casi nada.

Al final, hice un altar con las pocas fotografías, adornos y prendas que encontré. La actividad paranormal cesó por completo. Cuando Paquita fue por última vez, me confirmó que mi madre ya no estaba ahí. Me dijo que lo más seguro era que hubiera trascendido y que el altar la ayudó.

Dos semanas después, recibí la llamada del director de un hogar de ancianos. El hombre me pidió encarecidamente que les llevara el bastón de mi madre. Le expliqué que era casi imposible de recuperar. Su respuesta me dejó de una pieza: un fantasma femenino creaba caos en el edificio, espantando a todos y pidiendo su bastón.

Mi madre, después de encontrar algunas de sus cosas en el altar, se dio a la tarea de buscar las otras. Cuando se lo platiqué a mi hija, se rió mucho. Luego me dijo con sarcasmo que quizá el vagabundo podría mandarnos el bastón por mensajería. Ante mi cara de pocos amigos solo agregó que la abuela no cambiaba ni en la muerte. Al final yo le di al director el teléfono de Paquita, y si no funcionaba tendríamos que pedir los servicios de un padre experto en exorcismos.

Esa tarde, reflexionando en todo lo que estaba pasado, comprendí que mamá había encontrado la forma de seguir apegada a lo suyo y atormentando a todos. Genio y figura, ¡hasta la sepultura!

Autor: Ana Piera.

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Corazón Frío.

Mi propuesta para el I Concurso Literario IAdicto Digital de Tarkion (Miguel). Con el tema «Amor, Terror o Humor entre blogueros» con un máximo de palabras de 1200.

Una tarde lluviosa y gris, PinkyPie deambulaba en la red tratando de sacudirse la tristeza de una desilusión amorosa. Su ventanal sonaba como si mil dedos estuvieran tamborileando sobre él y opacaba el ruido que hacían las teclas del ordenador. Encontró un blog llamado «CoolProyect» que no resultaba muy atractivo y casi no tenía contenido. A Pinky se le figuró la página inacabada de algún técnico en algo, pero lo que llamó de inmediato su atención es que había una colorida caja de chat. Necesitaba desahogarse.

«Ey ¿Hay alguien ahí?»

«Hola, sí, soy CoolScoop»

El tipo era bastante divertido, aunque algo nerd, pues de la nada soltaba datos aleatorios:

«Así que rompiste con tu pareja»

«Sí, resultó que me engañaba con otra el muy cretino»

«Lo siento. ¿Sabías que las manzanas se conservan mejor en la parte más fría del frigorífico?»

«¿Qué dices? Ja, ja, ja. Eres divertido, me gusta que tratas de distraerme»

CoolScoop era lo que PinkyPie necesitaba en ese momento, alguien con quien distraerse y reír. El chico preguntó por los intereses de Pinky, ella tenía un espacio de relatos cortos que él insistió en conocer.

«Está bien Scoop, te daré el link. ¡No te burles de mis escritos! Soy una chica sensible»

A partir de ese momento, cada entrada que aparecía en el blog de PinkyPie era comentado por CoolScoop, siempre en términos benignos, que contrastaban con los de algunos otros bloguers que le hacían correcciones y sugerencias que ella no tomaba nada bien.

«No puedo con ellos, estoy recuperándome de una desilusión, no necesito que me critiquen»

«No te preocupes, a mí me gusta todo lo que escribes. Por cierto, ¿vives en un clima cálido o frío? De eso depende mucho la elección correcta de un condensador de refrigeración»

«¡Vivo en México Scoop!, y ya tengo un refrigerador. Sé que tratas de que piense en otras cosas, pero eso que haces ya resulta fastidioso»

«Lo siento»

«¿Y qué me dices de ti? ¿Dónde vives?»

«Yo vivo en el campo. Acá usamos condensadores evaporativos de agua y aire, para enfriar el refrigerante»

«¡Scoop! ¡Basta!» tecleó Pinky bastante enojada.

Durante un tiempo PinkyPie no entró a charlar con CoolScoop, mas lo extrañaba. Por su parte el chico ya no dejaba mensajes en el blog de Pinky. Un día en la caja de chat, PinkyPie no pudo evitar poner: «Te extraño». La respuesta no se hizo esperar: «Yo también».

Pinky sintió como un bálsamo en el alma ese «yo también».

En el pasado, ella se había dejado llevar por apariencias, sus novios habian sido tipos atléticos, guapos, pero todos habían resultado un fiasco. Aunque no conocia físicamente a Scoop, intuía que era un tipo adorable y aunque no resultara tan atractivo, la había enamorado su forma de ser. Decidió que era momento de arriesgarse e ir por todo:

«¿Podríamos conocernos en persona Scoop?»

Scoop tardó un poco más de lo habitual en responder. Al final le dio una dirección en el norte de California.

«¿Vives en EUA? ¿No podrías mejor tú venir a México?»

«Pinky, tengo obligaciones, la gente donde vivo depende mucho de mí. No puedo fallarles»

«¿No será una esposa e hijos verdad?» preguntó recelosa.

«No te hubiera dado la dirección si fuera el caso»

Y así fue como PinkyPie desempolvó pasaporte y visa estadounidense. Compró un boleto de avión y viajó para conocer a ese chico especial. En la aeronave iba muy nerviosa y se tomó dos cervezas para relajarse. En la aduana le hicieron preguntas incómodas y le revisaron el celular, pero nada del otro mundo. Muy pronto estaba a bordo de un taxi que la llevaría al domicilio. Su corazón latía con fuerza, como una locomotora a punto de colisionar.

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Los transeúntes la miraban con extrañeza: una chica joven y atractiva, llorando a mares sentada en una banca afuera de un «Área de Descanso», en la famosa carretera 49, muy cerca de Sacramento. Una señora de cara bondadosa se sentó a su lado y le ofreció un pañuelo de papel.

«¿Qué pasa bonita?», le preguntó en inglés.

Pinky no dejaba de llorar y hacer pucheros, pero alcanzó a contestar, también en inglés, aunque con un fuerte acento mexicano:

«¡Es un maldito refrigerador! ¡El chico que vine a conocer es un refrigerador! ¡Me quiero morir!»

Dentro del «Área de Descanso» un moderno refrigerador comercial marca Invenda, gris, de formas suaves y lustrosas, con smart lock, conectividad a internet, IA integrada, pagos QR, y con tarjeta, además de un extenso surtido de bebidas y golosinas, había perdido de súbito su temperatura interna. Se conectó a su página personal en la red: «Cool Proyect», y escribió en la caja de chat:

«Me rompiste el termostato».

782 palabras.

Autor: Ana Piera.

Si eres tan amable de dejar algún comentario, no dejes de ponerme tu nombre, a veces wordpress no anda fino y los deja como anónimos. Gracias.

«Corazón Frío» en la revista digital Masticadores Sur AQUÍ

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Recompensa – Microrrelato.

Mi participación en Escribir Jugando del mes de Enero 2025. Condiciones: crear un microrrelato de no más de cien palabras, inspirándonos en la carta, y que incluya el mineral «piedra del sol». Opcional que aparezca en la historia algo relacionado con la flor de bach: Aspen.

Carta: Gods and Titans.

En el vientre de Nidavellir, el enano Afi intuyó que, escondida en una veta despreciada, se encontraba una piedra del sol, que revela la valentía de los corazones. Al extraerla, la gema brilló en sus regordetas manos apenas como un carbón extinguiéndose. Esa noche tomó Aspen para combatir su miedo.

Llegó Odín a Nidavellir a supervisar a los enanos y Afi se la brindó avergonzado. Con Odín, la piedra fulguró deslumbrando a todos.

El dios, al ver la turbación de Afi, le dijo:

—No serás muy valiente, pero, ¡eres el mejor en lo que haces!, y lo recompensó.

99 palabras incluyendo título.

Autor: Ana Laura Piera.

Nota: Nidavellir, también conocido como Svartalfheim, es el reino subterráneo de los enanos en la mitología nórdica. Se le describe como un lugar oscuro y subterráneo, lleno de túneles y cuevas laberínticas, donde los enanos trabajan incansablemente en la forja y la creación de objetos extraordinarios.

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Planes de Navidad.

Mi participación en el VadeReto del mes de Diciembre 2024. La única condición es que el relato contagie amor, empatía y solidaridad.

Esa mañana de diciembre, Lucía juntó todas sus fuerzas para salir de su departamento y comprar las pastillas para dormir que le hacían falta. Hacía frío y el viento estaba tan fuerte que hacía aullar los árboles. Alzó la vista buscando al sol, pero el cielo era un lienzo borroneado con grises. Los días por venir se sentían como una losa y estaba muy cansada. «Un último esfuerzo» —pensó, e instaló en su rostro una fachada de alegría y despreocupación para poder entrar y saludar a la dependienta de la farmacia, como si nada estuviera ocurriendo.

—¿Pastillas para dormir? ¿Quién quiere dormir en estas fechas? ¿Ya fue al centro por la noche? ¡Han adornado todo precioso! ¡Con muchas luces! ¡Y hay muchas ofertas también!

Al entregarle el medicamento añadió con voz de comercial: «¡Feliz Navidad!»

—¡Feliz Navidad! —respondió Lucía con una amplia sonrisa en la cara, que se desdibujó de inmediato al voltearse en dirección a la salida. Caminó un poco por la calle y en una esquina vio un puesto de adornos navideños, al mirarlos de reojo, hubo uno que captó su atención.

A Lucía la Navidad no le agradaba. Es más, ni siquiera pensaba «estar» para esa fecha. ¿Qué hacía entonces ella admirando un adorno navideño? Aquella casita de cerámica azul, que cabía en una mano y que tenía una luz interior le pareció extrañamente irresistible. «Al menos no es roja» —pensó y la compró por impulso, aunque todo el camino estuvo a punto de regresarse y devolverla.

Aquella misma noche apagó todas las luces de su departamento y prendió la casita. La oscuridad se desordenó con luces alargadas en forma de cuadrado, proyectadas desde las ventanitas, y desde el minúsculo tejado, salieron estrellas.

Lucía se quedó dormida en el sillón mientras miraba aquel curioso objeto.

La casita por dentro era de madera. Una discreta, pero eficiente chimenea reinaba en la sala de estar. Recostada cuán larga era en uno de los cómodos sillones y con una suave frazada encima, Lucía se sentía extrañamente feliz. Frente a ella un hombrecito bonachón aventó al fuego unos buenos leños y una oleada cálida lo envolvió todo.

—Así está mejor —dijo, y se mesó su larga barba blanca que contrastaba con su tez rubicunda—. ¿Te ofrezco un café? ¿Un té? ¡Quizás un chocolate caliente! Por cierto, me llamo Rafael.

—Estoy bien así, gracias. Yo soy Lucía. Tu casita me parece muy acogedora y confortable.

—¡Gracias! —dijo Rafael sobándose el abultado vientre.

—No sé muy bien cómo es que estoy aquí. No recuerdo cómo entré. Yo soy enorme y este lugar es muy pequeño y tú… tú eres…

—Soy un duende —dijo Rafael muy orgulloso—. Supongo que estás aquí por la magia que abunda en estas fechas.

—Nunca me han parecido especiales estas fechas —dijo Lucía y sus ojos verdes se ensombrecieron.

—Tonterías. Hubo un tiempo en el que hasta «olías» la Navidad. Espera…

Rafael aplaudió dos veces y el ambiente se llenó de un olor especial: una mezcla de notas de pino, especias, dulces típicos, y galletas recién horneadas.

—¡Sí! Ahora lo recuerdo, pero ¿tú como lo sabes? —preguntó Lucía aspirando aquel aroma mientras los recuerdos de su niñez se agolpaban en su cabeza.

—Bueno, soy un duende especial —dijo guiñándole el ojo—. Sé que antes disfrutabas la Navidad y ahora te causa desazón.

—La disfrutaba de muy niña. Al crecer dejó de ser una festividad divertida: el alcoholismo de mi padre siempre nos amargaba el momento, murieron mis abuelos, la familia se fracturó. Para mí son días muy tristes, siento que no tengo fuerzas para afrontarlos y no puedo hablar con nadie de esto porque pareciera que es un sacrilegio no estar feliz. Además, no tengo a nadie con quien compartir, no me casé, no tuve hijos, estoy muy sola.

Rafael se sentó junto a ella y la miró con bondad.

—Tú y yo éramos hasta hace unos minutos unos perfectos desconocidos y ahora estamos aquí, compartiendo, y eso se siente bien, ¿no?

—La verdad es que sí. A ver, cuéntame más de ti —dijo Lucía. Rafael sonrió.

—Bueno, cada Navidad hay objetos y seres mágicos que se distribuyen por el mundo, como esta casita, como yo mismo. Nuestra misión es ayudar.

—¿En serio? ¿De dónde vienen o quién los envía?

—Eso es un secreto y no puedo revelarlo. Ahora mira, me gustaría que intentaras hacer algo diferente en estas fechas. Compartir un poco de tu tiempo con alguien que lo necesite. ¿Lo harías?

—No estoy segura, además ya tengo «planes» para la noche de Navidad, pero lo pensaré.

—¡Que lo pienses ya es algo! —dijo Rafael entusiasmado y le dio unas palmaditas afectuosas en la pierna que resultaron ser un poquitín fuertes.

Lucía abrió los ojos y se sobó la pierna. Seguía sentada en su sillón y enfrente tenía la casita iluminada. Aquel «sueño» se había sentido muy real, también había sido extraño, aunque agradable. Hacía mucho que no soñaba lindo. Se levantó para observar la casita de cerca, el interior estaba vacío excepto por la pequeña bombilla. Intrigada, esa noche dejó migas de galletas y unas gotas de leche en unas tapitas de refresco, junto a la casita. Al otro día sonrió al ver que no quedaba nada de lo que había dejado y a partir de aquel día, siempre dejó algo de comer o beber.

Decidió cambiar sus planes para la Nochebuena: la bolsa con las pastillas las donó a una clínica. Ahí mismo vio un cartel solicitando voluntarios para preparar y servir la cena de Navidad a personas sin hogar, no lo pensó mucho y se apuntó. Aquel año y los subsecuentes, no la pasó sola, la pasó sirviendo a otras personas y departiendo con otros voluntarios como ella. De ese modo, Lucía volvió a sentir el espíritu Navideño.

Autor: Ana Piera.

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Mejores que Nosotros – Cuento Corto.

Mi participación en el reto del blog Alianzara, de la compañera Cristina Rubio, quien nos propone escribir una historia a partir de un título (de canción, de libro, película), y que no debe superar las 900 palabras. Yo he escogido «Mejores que Nosotros» que es una serie futurista de Netflix que recomiendo muchísimo. Mi relato nada tiene que ver con la serie, solo me inspiré en el título.

En la casa de Palma, había una abundancia de luz natural gracias a enormes ventanales que la dejaban entrar a todos los rincones. En medio de esa exuberancia lumínica, desde tiestos que estaban regados por todo el lugar, unas curiosas criaturas emitían suspiros y vocalizaciones placenteras mientras se bañaban en esa luz tibia. Monstera, la invitada de Palma, las miraba fascinada. Las había de diferentes tonalidades, desde casi blanquecinas, pasando por el amarillo y diversos tonos de naranja, hasta colores más oscuros, como el café o el negro.

—¡Qué extrañas! ¡No son verdes! ¿Hasta dónde crecen? ¿Cómo se llaman?

Desde la cocina, Palma respondió:

—No crecen mucho, apenas unos 15 o 20 centímetros. Cuando corona la cabeza, lo demás sale rápido y termina el crecimiento en cuanto los pies se afirman en la tierra. Se llaman «gente». Es una especie muy poco común y todavía estoy aprendiendo sobre ellas.

—¿Gente? ¡Qué nombre tan aburrido!

—El nombre quizás es aburrido, pero ellas no contestó acercándose a su amiga. Cuando están felices, cantan, si tienen tristeza, lloran, a veces pelean y hacen rabietas unas con otras. Por eso «las tengo juntas, pero no revueltas», como dice el dicho.

Monstera fue hacia una maceta de piedra donde crecía una figura delgada y pálida. Solo la cabeza, coronada por una larga cabellera rubia, y parte del cuerpo, hasta el pubis, se encontraban fuera de la tierra.

—Es una hembra. Aún falta que le crezcan las piernas. ¿Te gusta? —preguntó Palma—, si quieres puedes tocarla, verás cómo abre sus ojos, son azules como los zafiros. Es muy dulce.

—Me llama la atención, mas no me atrevo a tocarla, ya ves que tengo manos enormes y torpes, no quisiera lastimarla.

Palma iba y venía de la cocina al comedor con un ritmo cadencioso y grácil, que agitaba su verde melena como un abanico, mientras disponía todo para el almuerzo.

—¿Se te ha muerto alguna?

—Hasta ahora no. Siempre procuro darles todo lo que necesitan, agua, alimento y atención, incluso platico con ellas. Alguna vez tuve una problemática, me increpaba desde su maceta, era un macho, parecía muy desgraciado aquí y lo regresé al vivero, ahí le buscaron una nueva casa.

—Hiciste bien, son seres vivos y merecen respeto.

—Así es, nunca abandonaría a ninguna. Si se enferman, las llevo al médico y las cuido, si salgo de vacaciones, me preocupo de que alguien venga a atenderlas.

—Suena a mucho trabajo —dijo Monstera mientras se sentaba frente a un plato de suculento sustrato enriquecido con humus y minerales—. ¿Tú crees que si el mundo fuera al revés y ellas fueran quienes nos tuvieran que cuidar lo harían con tanto esmero?

—La verdad, no lo sé, me gustaría creer que sí, aunque no tiene caso pensarlo. El mundo es como es dijo Palma mientras se llevaba una cuchara copeteada de sustrato a la boca.

—Perdona que insista con el tema, Palma, ¿con todos los cuidados posibles, cuánto llegan a durar?

—Son longevas, aunque ignoro qué tanto. Me han dicho que al final de su vida, empiezan a ponerse arrugadas y blandas, sus cuerpos se vencen, los cabellos se vuelven blancos por completo, o se caen. Dejan de responder a los estímulos, luego se quedan dormidas sobre la tierra y ya no despiertan. Nunca me ha pasado afortunadamente. El más viejo que tengo es el que está cerca de la ventana, ¿lo ves? —dijo señalando una figura de color canela, erguida y con las dos piernas firmemente puestas sobre la tierra, tenía cabellos grises y a pesar de notarse la edad en su rostro, aún se veía fuerte. Percibió que le miraban y volteó hacia ellas, levantó una mano y saludó sonriendo.

—¿Y cómo se reproducen? —preguntó Monstera y Palma ya estaba un poco fastidiada de tanta pregunta.

—Eso no lo sé. Nunca se me ha reproducido una en casa. Siempre las traigo del vivero. ¿No probarás la comida?

—¡Oh, sí! Esto se ve de primera. ¡Comamos!

661 palabras.

Autor: Ana Piera.

Serie futurista de netflix, me basé en el
título.

Nota: Yo sé que muchas personas aman a sus plantas, y las cuidan y las miman, pero sospecho que es un porcentaje muy pequeño de población. Tengo la impresión (puedo estar equivocada), que las plantas normalmente son dejadas atrás en cuanto a cuidados, comparadas con otras cosas.

Publicada en Masticadores.

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El Mediador. Cuento Corto.

Mi participación en la convocatoria de El Tintero de Oro que este mes de octubre homenajea al escritor Miguel Delibes y su obra «El Camino». Condiciones: escribir un relato que no exceda las 900 palabras, ambientado en un medio rural o donde la naturaleza desempeñe un papel fundamental.

Ya eran mediados de junio y no llovía. Lorenzo Temich acercó un humeante pocillo de barro a sus labios y tras un sorbo paladeó con gusto su café negro. «Un pequeño placer ante las adversidades de la vida» —pensó. Su mirada traspasó la ventana, hacia el campo, donde cobijadas en la tierra seca, las semillas esperaban que del cielo les llegara la vida. Para empeorar las cosas, Facundo Cacahua, el «tiempero», quien se había encargado de mediar entre la divinidad del volcán, guardiana del agua, y los hombres, había muerto hacía tres meses y no se sabía quién sería su sucesor.

Lorenzo miró con disgusto los trastes sucios dejados por su hijo Fabián desde la noche anterior. Ya hablaría con él cuando regresara del campo.

En la plaza abarrotada del poblado, la viuda Soledad, que tenía fama de adivina, aseguraba haber visto el día anterior al mismísimo «Gregorio Chino Popocatépetl», y que este le había revelado quién sería el nuevo «tiempero».

—Se presentó como un anciano vestido de blanco, descalzo, con un sombrero de paja todo deshilachado. Ya ven que le gusta pasar desapercibido.

—¿Segura que era Él?

—¡Sí! Era el volcán en su forma humana, paseándose entre nosotros, como lo hace a veces. Me dijo que no llovería hasta que Fabián Temich lo visitara.

En ese momento se fueron a ver a Fabián, que andaba pastoreando vacas. Era apenas un joven de 17 años, juguetón, de rostro agradable y mirada melancólica. Le llamaron y él se acercó.

—¡Debe ser un error! —dijo sorprendido.

—El mismísimo volcán se lo dijo a Soledad.

—¡No puedo! ¡No quiero!

—¿Cómo que no quieres? ¡Necesitamos el agua! Tienes un deber, como lo tuvo antes Facundo Cacahua.

—¡Ni siquiera sé leer las nubes! Yo solo quiero cuidar a mis animales, busquen a otro.

Los de la comitiva dejaron escapar un bufido de disgusto casi al unísono. Mas ignorando la negativa de Fabián empezaron a pedirle cosas: «En mi parcela tengo semilla de haba, dile que no me olvide» «Yo tengo maíz, frijol y calabaza, si no llueve mis hijos se morirán de hambre»…

Cuando Fabián regresó a su hogar, lo esperaba Lorenzo, quien lo abrazó con fuerza.

—No te puedes negar mijo. Tienes un deber. ¡Ah! Y por muy «tiempero» que te vuelvas, no me andes dejando tus platos sin lavar.

Esa noche el joven no podía dormir por miedo a escuchar de verdad la voz de la montaña. Cuando al fin el cansancio lo venció, «Gregorio Chino Popocatépetl» se hizo presente en sus sueños, como una voz vieja, que conjuraba autoridad y ternura a la vez.

—Te necesito para que me visites y me lleves lo que necesito, como hacía Facundo.

—Debe haber alguien más digno.

—¡No me hagas enojar! A ver, necesito fruta, mezcal, mole, y tortillas. ¿Estás poniendo atención?

—Es que…

—No se te olviden las veladoras. También quiero tamales, pan dulce, flores y música.

—Pero…

—La ofrenda me la dejarás en la cueva. Solo tú entrarás y ahí hablaremos.

Fabián tenía miedo. El peso de la responsabilidad por las lluvias era demasiado. Si fracasaba, todos lo culparían. Dudaba entre aceptar ese destino o buscarse la vida en otro sitio. Hizo un hatillo con algo de ropa y pensó en escapar al amanecer. A las cinco de la mañana, todavía oscuro, escuchó ruido de personas afuera de su casa. Soledad y otras mujeres coordinaban la recepción de las ofrendas que llevaban los pobladores. Su padre, Lorenzo, servía café para todos. La esperanza era mucha. En ese momento sintió que al menos debía intentarlo.

Entre vítores y aplausos, salió el nuevo «tiempero» acompañado de un grupo de hombres, mujeres y tres mulas que cargaban lo más pesado. Su objetivo era subir al volcán, que majestuoso, presidía sobre el valle. Conforme ascendían, los pies se hundían en la ceniza suelta y los aires de la montaña la aventaban a los ojos, dificultando el avance.

Fabián iba recordando sus sueños de niño, mismos que nunca contó a nadie, cuando se veía asimismo arriba del volcán. ¿Sería que desde entonces Gregorio lo había escogido? ¿El volcán sería de fiar?

A seiscientos metros del cráter, divisaron la cueva. Cruces blancas y restos de ofrendas pasadas marcaban el sitio. La entrada era una rajadura angosta en la piedra. Fabián entró, y le fueron pasando todo.

Adentro de la cueva hacía calor y se oían ruidos extraños. Torpemente, encendió velas, acomodó la ofrenda y esperó. Una ráfaga de aire apagó las luces y en completa oscuridad sintió que una mano helada se posaba en su hombro y un escalofrío lo recorrió de arriba a abajo.

—Gracias por venir. A partir de ahora te visitaré más seguido. Te enseñaré a leer las nubes, a estorbar el granizo y a sanar dolencias. Afuera harás una oración a Dios nuestro Señor y a la Virgen, y luego me pedirás lluvia. Confía en mí.

Fabián hizo como Gregorio le pidió y al terminar la oración se escuchó un fuerte tronido. Alzaron la vista al cielo, que estaba azul y sin nubes. Inexplicablemente, empezó a llover con fuerza. Todos cayeron de rodillas, dando gracias.

El regreso se dificultó por la lluvia, pero a la gente no le importó. En cuanto a Fabián, ya no sentía miedo, estaba listo para abrazar sus nuevas responsabilidades aunque tendría que negociar con su padre, porque aquello de lavar trastes no se le daba muy bien.

899 palabras.

Autor: Ana Laura Piera.

En este relato aparece el nombre de Facundo Cacahua, si quieres leer una historia donde él fue el protagonista te dejo el enlace AQUÍ.

https://bloguers.net/votar/AnaPiera68

https://bloguers.net/literatura/el-mediador-cuento-corto/

Notas:

«Tiemperos», «graniceros» o tlauquiazquis son personas con el don de manipular el tiempo atmosférico. Mantienen el equilibrio para que sea propicia la vida en el campo y piden la lluvia durante el mes de mayo. Los tiemperos son el vínculo entre el mundo de los vivos y el de los seres sobrenaturales. Su origen es un sincretismo entre creencias pre-hispánicas y cristianismo. Esta tradición expresada en el relato, sigue viva hasta el día de hoy.

¿Qué conexión tiene la montaña con el clima? En gran parte de Mesoamérica se creía que las montañas «guardaban» todo lo necesario para la subsistencia: lluvias, semillas, vientos, aguas, manantiales, nubes, rayos, granizo etc.

«Gregorio Chino Popocatépetl, o cariñosamente: Don Goyo» es el nombre que los habitantes en las cercanías le dan a su vecino, el volcán Popocatépetl, (en lengua náhuatl: «el cerro que humea»), un volcán activo ubicado a 73 kms. de la Ciudad de México. La montaña es tratada como una persona que a la vez es una deidad, se le celebran sus cumpleaños y se le hacen ofrendas de alimentos en señal de respeto

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