El Espejo de Tezcatlipoca

Relato fantástico.

Mi propuesta para el concurso de El Tintero de Oro, que este mes homenajea al escritor Terry Pratchett. Se trata de hacer un relato donde haya un elemento mágico o fantástico que cree mas caos que ventajas.

Tiempo de lectura: 3 minutos.

Un mes antes de la Navidad del 2025, los hermanos Estela y Antonio Aguilera encontraron un objeto prehispánico en el Cerro Alto: era una pieza circular de obsidiana negra, se veía opaca y en algunos lugares la cubría una pátina blanquecina. Su abuelo Braulio les dijo emocionado que se trataba del «espejo de Tezcatlipoca».

—Tezcatli… ¿Qué? —preguntó Estela, de ocho años abriendo mucho los ojos.

—Fue uno de los dioses más poderosos de la antigüedad. Era caprichoso y voluble, también se le conocía como «Espejo Humeante»

—¿Y estás seguro de que éste es su espejo? —preguntó Antonio, que a sus diez años era un chiquillo muy avispado.

—¡Sí! —dijo Braulio con tal vehemencia que los niños ya no se atrevieron a cuestionarlo. El viejo les hizo prometer que guardarían el secreto.

En los días que siguieron, Braulio y sus nietos se dedicaron a pulirlo, mezclaron ceniza volcánica con agua y lo frotaron hasta que surgió un reflejo negro brillante, casi metálico. Les contó que el espejo era mágico: mostraba el futuro, revelaba cosas ocultas y conectaba con lo invisible. Era un objeto peligroso en manos equivocadas y por ello les pidió que no le contaran a nadie sobre el hallazgo.

Cuando el espejo alcanzó el brillo final, Braulio lo envolvió en una franela.

—¡Pero abuelo! —se quejó el niño— ¿No es el momento de usarlo?

—¡Yo quiero saber si seré doctora! —dijo Estela torciendo los labios con desagrado.

Braulio fue inflexible, el espejo se guardaría en un lugar «seguro».

Una noche, los niños no se aguantaron, pues querían saber si Panchito, su guajolote preferido sería el destinado a la cena de Navidad.

Sacaron el espejo del ropero del abuelo y lo sustituyeron por un plato de cerámica con las mismas dimensiones. Se fueron al corral donde tras unas pacas de paja lo destaparon. Antonio lo sostuvo y preguntó. Su hermanita cruzaba los dedos, ambos esperaban que no fuera Panchito. Del objeto se desprendió una neblina juguetona que los tomó de sorpresa. Luego, la negrura de la obsidiana dio paso a una imagen nítida, pero no era Panchito, era una gran olla de la cocina, de la cual salían despedidos para todos lados los tamales que se cocinaban en ella. Antonio envolvió el espejo de nuevo.

—¿Qué fue eso? —dijo Estela.

—Creo que cenaremos tamales en Navidad, lo cual es extraño, pero, ¡Panchito se salvará!

Al otro día, su mamá estaba preparando tamales para comer y la imagen mostrada por el espejo se hizo realidad: tamales dulces, de cerdo y de mole con pollo saltaban por los aires. Algunos se escapaban de sus envoltorios de hoja de maíz y se estrellaban contra las paredes y el piso. El abuelo se contorsionaba cómicamente al intentar atraparlos en el aire. Los gritos de ambos atrajeron a los niños, quienes al ver la escena intercambiaron una mirada cómplice que no pasó desapercibida para Braulio.

Más tarde, le preguntaron al espejo si Estela sería doctora, pero de nuevo el espejo mostró otra cosa: el pueblo, arreglado para Navidad. Había un gran árbol en la plaza y las casas estaban adornadas. La gente comía su cena navideña y se intercambiaban regalos.

—¡Este espejo no sirve! —dijo Estela enfadada.

Al otro día el pueblo apareció engalanado para Nochebuena. Su madre cocinaba la tradicional cena y afortunadamente no era Panchito la víctima elegida.

—¡Pero no puede ser! ¡Aún falta como un mes! —dijo Antonio.

Esa noche el pueblo celebró la Navidad adelantada. Después del intercambio de regalos, los niños corrieron al corral.

—Antonio, ¿qué hemos hecho? —preguntó Estela.

—Lo sé, esto da miedo. Creo que ya no debemos hacerle preguntas al espejo, puede ser peligroso. ¡Debemos contarle al abuelo!

Braulio llevó el espejo al Cerro Alto y lo volvió a enterrar. En manos infantiles causaba caos, y no quería averiguar lo que sucedería en manos de personas malintencionadas. Ese año, el pueblo celebró Navidad dos veces, muchas familias que ya habían gastado en la primera celebración, no pudieron celebrar como acostumbraban. Panchito no se libró de su suerte.

—Y yo me quedé sin saber si seré doctora —dijo Estela.

—Es mejor así, el futuro se va forjando en el presente, no podemos manipular al destino para que nos revele lo que pasará —dijo Braulio.

—Sin contar con que el espejo es impredecible, como su dueño original. Nada de lo que nos dijera sería confiable —agregó Antonio.

—¡Yo creo que sí seré doctora, y de las buenas! —dijo la niña.

Y al mismo tiempo, en las entrañas del Cerro Alto, el espejo de Tezcatlipoca esperaba, paciente y sombrío, a que alguien lo encontrara de nuevo.

Autor: Ana Laura Piera.

770 palabras.

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«Manahatta» me recuerda.

Relato corto donde una ciudad susurra su pasado.

relato fuera de concurso para el Tintero de Oro. Condición: un relato ambientado de N.Y., donde la ciudad tenga cierto protagonismo en la historia.

Tiempo de lectura: 4 minutos.

Desperté con una molesta luz punzándome los ojos. Me revolví, incómoda y agitada.

—¡Tranquila! Estás en el hospital Bellevue de Manhattan— dijo una chica joven, afroamericana, vestida con uniforme médico. Abrió de nuevo mis párpados con sus dedos y apuntó la luz de su pequeña linterna hacia mis pupilas.

Sigue la luz, por favor. Te desmayaste en medio de Times Square y nadie te pudo reanimar. Estamos asegurándonos que todo esté bien contigo. ¿Tu nombre?

—Tawi Henderson

—¡Excelente Tawi! Soy la enfermera Chapman. En un rato vendrá la doctora. ¡Quédate aquí tranquilita!

Salió del pequeño cubículo y corrió una cortina, ocultando de mi vista lo que sucedía en la sala de urgencias del Bellevue. El lugar olía a antisépticos y medicinas, las sábanas de la cama donde me encontraba, toscas y ásperas, me rozaban la piel. Escuché el chirrido de camillas entrando al recinto, al tiempo que los paramédicos daban el parte del paciente. Se mezclaban sollozos de dolor y voces angustiadas, que contrastaban con las enérgicas del personal médico. El ruido causado por el ir y venir de gente me aturdía. Sentí frío y desolación. Deseaba salir de ahí lo antes posible. ¿Qué había dicho la enfermera? ¡Ah, sí! Que me había desmayado en Times Square.

Recordé caminar por primera vez en la Séptima Avenida. Siendo yo de una pequeña y tranquila ciudad de Oklahoma, el lugar me abrumó. Tiendas. Luces. Pantallas gigantes. Multitudes. Olor a humo. Bocinazos. Gritos. Música. Todo vibraba. De pronto, sentí una punzada en la cabeza, noté que el ruido se deshilachaba como una tela vieja, las pantallas parpadearon hasta quedarse en negro. La ciudad se deslavó poco a poco y su sitio lo tomó un tupido bosque de arces con hojas rojizas, otoñales. Había hojarasca crujiendo bajo mis pies y se escuchaba el rumor de un río. Mi corazón bombeaba a mil por hora. Aspiré un aire fresco y terroso. ¿Qué estaba ocurriendo? Tuve la sensación de estar frente a las memorias, no de una persona, sino de un lugar. Y fue, desde el murmullo de ese río, que yo escuché susurrar mi nombre: «Tawi». Una negrura me envolvió y me desmayé.

Más tarde, al contarle a la doctora de guardia sobre esa experiencia extraña, decidió que quizás necesitaba más chequeos y me derivó con un neurólogo.

El Dr. Martin Lenni escuchó con interés lo que yo había experimentado. Era un hombre de mediana edad, de pómulos altos, tez cobriza y mirada bondadosa, sabia. Me hizo una batería de exámenes sin que nada malo saliera. En su consultorio me ofreció un té de aromática menta diciendo: «no cura nada, pero sana el alma».

—¿Qué me pasó doctor? —pregunté, aliviada de que no fuera un tema de importancia médica, pero intrigada.

—Tawi, ¿sabes el origen de tu nombre? —negué con la cabeza.

—Significa «nieve» en idioma algonquino, que era el que hablaba la tribu Lenape, los ocupantes originales de esta isla antes de la colonización.

«Nieve» había dicho, y yo pensé que era un nombre bello. Mi madre me lo había puesto, pero ignoraba la historia detrás de él.

Miré al doctor confundida y anhelante.

—¿Por qué estás en Nueva York, Tawi? —me preguntó suavemente.

—Vine a estudiar. Recién llegué ayer mismo, vengo de Oklahoma.

—Tienes ascendencia indígena, ¿verdad?

Asentí. En mi familia sabíamos que corría sangre indígena por nuestras venas, pero no sabíamos mucho al respecto.

—Tawi, creo que estás conectada con este lugar de formas que no imaginas. Creo que lo que viste es cómo era el territorio antes de que llegaran los holandeses y después los ingleses. Esta isla, Manhattan, originalmente se llamó «Manahatta» que significa «isla de muchas colinas» y era el hogar de la tribu Lenape. Lo sé —dijo mientras un brillo especial se instalaba en su mirada—, porque yo mismo tengo ascendencia Lenape, Tawi.

El doctor me pidió que si volvía a experimentar algo así se lo compartiera. Yo le pregunté dónde podía aprender más de los Lenape y me fui con la dirección del Museo de la Ciudad de Nueva York, que se centra sobre la historia urbana de la ciudad, pero reconoce explícitamente que está ubicado en tierras ancestrales Lenape.

Tuve otras visiones parecidas, una en especial me tocó el corazón: caminaba yo por Broadway, cuando reconocí la sensación de que estaba por tener un «episodio»: el dolor de cabeza, el ruido ambiental que menguaba… en lugar de edificios y pavimento, me encontré en un sendero indígena que atravesaba bosques y humedales. Una aldea lenape estaba a un costado y una familia se encontraba afuera de su vivienda, un «wigwam». Esta era una estructura redondeada en forma de cúpula, hecha con un armazón de ramas flexibles y cubierto con corteza de árbol y pieles. La madre cargaba un bebé. El padre y un niño pequeño se alistaban a ir de pesca. Me sorprendió que me vieran, el hombre levantó su brazo en señal de saludo. Sentí mi corazón rebosar de alegría con la certeza de que yo estaba relacionada con ellos. Simplemente, lo supe. Me sobrevino un vértigo, y me así de un árbol. El hombre y el niño corrían hacia mí con rostros de preocupación cuando todo a mi alrededor se desdibujó y la ciudad tomó forma de nuevo. Yo estaba asida de un poste y la gente me miraba con extrañeza. Al menos había evitado el desmayo.

Otro día el doctor, cuya presencia en mi vida se había vuelto entrañable, me invitó a visitar Inwood Hill Park, que tiene formaciones rocosas y cuevas que fueron utilizadas por la tribu y que tienen un gran valor simbólico y arqueológico. Bajo su guía, aprendí mucho sobre el pasado de la ciudad. Él a su vez se alegraba cuando le compartía mis experiencias y me animaba siempre a disfrutarlas.

Con el tiempo me acostumbré a experimentar esas «transiciones» de la vida urbana al ambiente natural que había tenido la isla. Y no solo eso: en ocasiones me sentí perdida con mis estudios, o triste, alejada de los míos, y conjuré a voluntad alguna visión de mi «familia ancestral». Verlos, aunque fuera de lejos, me daba paz y me fortalecía para el día a día. Ya no me desmayaba, aprendí a caminar entre las capas de tiempo, como quien cruza un río invisible que murmura debajo de la ciudad. «Manahatta» me recordaba mi origen, y yo la recordaba a ella.

Autor: Ana Piera.

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El abrigo que no seduce.

La ex-niñera que aprendió a elegir.

Mi participación para el concurso de relatos de El Tintero de Oro. La condición es que sea un relato ambientado en Nueva York, donde la ciudad tenga cierto protagonismo en la historia.

Tiempo de lectura: 2 minutos.

Queens, N.Y., 2025.

Despertó con el maquillaje corrido y un abrigo de leopardo en la puerta. Fran Fine ahora tenía 56 años y ya no trabajaba de niñera. Después de darse un baño, se sentó frente al tocador de su habitación y, ante el espejo, dibujó con un dedo un corazón aprovechando el vaho húmedo sobre el cristal.

—Fran, ¿qué demonios querías ser?— dijo con esa característica voz nasal que los años no habían podido borrar.

Recordó los días en los que soñaba con atrapar un marido rico, vivir en un pent-house en Manhattan, asistir a estrenos glamorosos, conciertos y galas, para después cenar en «Daniel», en el Upper East Side, o en «Le Bernardin», en Midtown Manhattan. Saboreando no solo los cocteles, sino las miradas de envidia y admiración de mujeres y hombres. No había quedado en un sueño, lo había obtenido y al final, lo había regresado, como una chaqueta que no sienta bien.

Sonó el móvil, era Maggie, la hija mayor del productor de teatro Maxwell Sheffield. Fran había sido su niñera hacía muchos años.

—¿Fran? ¡Qué alegría escucharte de nuevo! ¡Te perdí la pista por un tiempo!

—¿Maggy? ¡Qué sorpresa! ¿Cómo has estado?

—No muy bien, Fran. ¿Recuerdas a Carlo?

Claro que lo recordaba. Era guapísimo y además hijo de un afamado actor de cine. Fran le había aconsejado a Maggie que lo conquistara a cualquier precio.

—Carlo es incapaz de serme fiel, Fran. Solo soy el adorno que lo acompaña, no me falta nada, pero me siento como un mueble costoso en una casa vacía.

Fran lamentó con todo su ser haber sido el modelo de un ideal equivocado para Maggie. Ojalá ella nunca le hubiera hecho caso. Mientras la joven se desahogaba, Fran escuchó a un repartidor que gritaba algo en italiano afuera de su departamento, otro más allá decía algo en bengalí. El tren de la línea 7 pasaba a lo lejos, vibrando. ¡Había tanta vida en Queens! Contrastaba con la rigidez del Upper East Side donde vivía Maggie.

—Escucha preciosa, tengo un proyecto encantador y pronto te mandaré una invitación. Espero que puedas estar presente. Después podemos tomarnos algo juntas, como en los viejos tiempos.

Tras la llamada, Fran pensó que ella misma ya no buscaba ser elegida. Tras su divorcio, y en el caos encantador que era Queens, se preparó para su siguiente desafío: ser curadora de un museo de estética «Kitsch». Aún no tenía sede, pero ella y su amiga de la juventud Val Toriello ya estaban buscando un lugar y recopilando los objetos que exhibirían. El museo sería inaugurado con una chaqueta de «animal print» de cebra, con detalles en terciopelo y lentejuelas.

Terminó de vestirse y se puso el abrigo de leopardo, ya no para seducir a nadie, solo porque le gustaba como rugía contra el gris del mundo.

Autor: Ana Piera.

Nota: Fran Fine fue el personaje ficticio de una serie de televisión de los noventas. Quise imaginar que el personaje evolucionaba sin perder su esencia, aunque esta implicara conservar esa estética estridente, la «kitsch», pero que era tan de ella y que aunque la criticaran, ella la lucía orgullosa. Espero que el relato no precise, para entenderlo, de haber visto la serie. Gracias por leer.

En Reflexópolis, ciudad de pensamientos, te cuento cómo se me ocurrió esta historia.

Fue en el mar – Relato Corto.

Mi participación para el reto de El Tintero de Oro, que en esta ocasión fue en modalidad anónima. No podíamos publicar los relatos hasta que terminara el concurso. Mi relato entró dentro de las «menciones honoríficas» lo cual agradezco infinitamente. Si quieres ver los resultados y la gala de premios da clic ACÁ

El «Sarsia» zozobró en medio de la noche y al apagarse sus luces, las tinieblas intensificaron el terror. En medio del caos, identifiqué a otros dos marineros, que como yo, se encontraron en el camino de tablas y aparejos que flotaban. Los gritos de quienes se ahogaban, ya nada tenían de humanos, confundiéndose con los ruidos que hacía la nave al hundirse: estertores de un animal herido de muerte. Nada podíamos hacer. Aferrados a nuestros salvavidas improvisados y sin visibilidad, nuestra propia situación era precaria. Pronto solo quedó el ruido del oleaje chocando contra nuestros cuerpos.

—¡Resistan! —gritó uno de los tres castañeteándole los dientes. ¡Soy Ju…Julio Gia…nni!

Supongo que su nombre debía darnos valor. Sería quizás el capellán. Sobre lo de resistir, más fácil era decirlo, que hacerlo. Empapados, ateridos de frío, con sed y miedo, debíamos tratar de distraer nuestra mente para no caer en la desesperación. Repasé lo sucedido poco antes de embarcarme: tras cinco años encarcelado, por fin pude sobornar al guarda. Paladeé, como un buen vino, esa primera noche de libertad. De algún lado robé ropa y me fui al embarcadero, donde subí al Sarsia como polizón…

Al amanecer, los restos del naufragio eran escasos y el océano había reclamado a Gianni.

El hombre que quedaba, con su barba y cabello empapados, y el rostro acartonado por la sal, se me figuró un extraño animal marino. Señaló con el dedo algo que flotaba a lo lejos.

—¿Ves eso?

—Una tortuga quizás —contesté cansado.

—No. Es uno de los botes salvavidas, está boca abajo.

Agucé la vista. Sí, podía ser.

—¿Puedes nadar hasta él?

—¿Por qué no nadas hacia él?

—Soy mayor, debo ahorrar fuerzas. Yo te cuido el madero.

Dudé. Aquel objeto era mi salvavidas y no debía perderlo.

—¡Vamos! ¡Debemos intentarlo!

Braceé en dirección al supuesto bote. En algún momento paré y miré hacia atrás. ¡Mi madero flotaba alejándose! «¡Hijo de puta!». Con el corazón desbocado nadé con más ahínco hasta tocar lo que parecía ser, en efecto, uno de los botes salvavidas. Era demasiado pesado para voltearlo yo solo. Le hice señas al marinero, quien nadó lento hasta donde me encontraba. Entre ambos, y con muchos trabajos, maniobramos hasta que pudimos subirnos a él.

—Te lo dije muchacho —dijo sonriendo—. Soy Ross.

Su cara avejentada me era familiar, quizá le había visto entrar en la bodega donde me oculté. Y luego, ¡la coincidencia de nombres!, pues yo también me llamaba Ross, aunque no se lo dije. Nadie debía saber mi identidad.

—¡Soltaste el madero! —le reproché.

—¡Se me zafó! No tiene importancia. ¡Tenemos esto! —dijo golpeando el bote dos veces con los nudillos mientras me mostraba sus dientes en una extraña mueca —No eres parte de la tripulación, ¿verdad?

No contesté. Ross, el viejo, me lanzó una mirada inquietante. Me pareció que se asomaba a mis secretos, que conocía mi identidad.

Cuando el hambre, la sed y el sol parecían insoportables, se quitó la camisa, usándola cual red para atrapar peces. Le miraba incrédulo, pero al final sacó un pez, al que embistió a dentelladas hasta que este dejó de moverse en su boca. Me miró mientras su barba espesa chorreaba sangre. Traté de imitarlo fracasando muchas veces, cuando por fin pude sacar un pez diminuto y me lo eché en la boca, este se escapó y cayó en el piso del bote mientras yo tuve amagos de arcadas. Lo recogió sonriendo, burlon. Pensé que me lo daría, pero lo engulló sin miramientos.

Pasábamos la mayor parte del día guareciéndonos como podíamos del sol y por las noches el frío nos calaba los huesos. Me sentía débil y un día la desesperación me hizo tomar agua de mar.

—¡Eso es chico! ¡Acábatela toda! ¡Hay que acelerar lo inevitable!

Después de dar unos cuantos tragos, no pude más y me eché a llorar sin lágrimas.

—La juventud no sabe enfrentarse a las adversidades. ¡Mírate! ¡Estás hecho un guiñapo!

—Por… favor… ayúdame.

—Los asesinos no merecen vivir —dijo.

Quise gritarle que el hombre que maté había tundido a golpes a mi madre y que uno de mis hermanos había nacido muerto por las palizas, pero ya no tenía voz.

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No lo ayudé. Al otro día aquel debilucho estaba muerto. Lo desnudé y lo tiré por la borda. Su cuerpo blanquecino, como un fantasma, se alejó del bote a merced de las corrientes. «Ya era hora, pedazo de estúpido».

Quiso la suerte que esa noche lloviera. Saqué la lengua para beber con fruición aquel regalo y por primera vez en días tuve la certeza de que sobreviviría. Días después, al ser rescatado, me preguntaron si había habido otros sobrevivientes, conté sobre un infortunado Ross, un polizón que no había durado ni doce horas. Me identifiqué como Julio Gianni y pedí que me dejaran en el siguiente puerto.

Nadie sabría sobre la lucha que se libró en ese bote, donde tuve que dejar morir la parte joven e inocente de mí mismo, para dar paso a este adulto triste que ahí enfrentó a sus propios fantasmas y a la misma muerte. La gente que hoy me mira a los ojos intuye esa pérdida, muchos la reconocen en ellos mismos, pero no saben precisar cuando sucedió. Yo sí, fue en el mar, tras el hundimiento del «Sarsia».

884 palabras.

Autor: Ana Piera

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Ensalmo – Microrrelato.

Mi propuesta para el reto de El Tintero de Oro, escribir un relato donde la «espera» sea el protagonista o el detonante de la historia. Límite de palabras: 250.

Cuando Rosy alumbró un niño saludable, pidió con vehemencia que se lo mostraran desde todos los ángulos hasta quedar satisfecha.

En casa no dejaba de observarlo y pasaba sus trémulos dedos por la diminuta faz esperando que abriera los ojos. «Solo falta eso» se repetía.

Aún guardaba el ensalmo de Zaida: un papel amarillo doblado muchas veces sobre sí mismo, mantenido bajo la almohada por siete noches. Las primeras seis, el perfume de Rogelio, su marido, inundó la habitación. Lo sentía ponerse encima de ella y mientras disfrutaba de añoradas caricias pensaba tan solo en quedar embarazada. La séptima sintió algo muy diferente: no hubo olores agradables, solo violencia, arañazos, golpes y mordiscos, pero al despertar, su cuerpo no mostraba evidencia de agresión.

«A veces los espíritus se alocan» le dijo Zaida. «¿No abriste el papel, verdad?». «No», mintió. «Entonces, quédate tranquila».

Le contó a su hermana Chayito.

«¿No era más fácil que te embarazaras de un vivo? No sé cómo te atreviste. ¿Y si la última noche no fue Rogelio?»

La espera era insoportable. «Sus ojos me sacarán de dudas».

Luego de 48 horas, el niño miró el mundo con una esclerótica negra y una llama bailando en lugar de pupila. Una sonrisa siniestra, impropia de un bebé se instaló en la pequeña boca. Esa noche, Rosy abrió todas las llaves del gas, cerró ventanas y se puso a amamantarlo. El recién nacido succionaba con crueldad.

Ambos se fueron deslizando en la muerte, o eso esperaba ella…

249 palabras.

Autor: Ana Piera.

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Mi relato en la revista digital Masticadores AQUÍ.

Y bueno, siguiendo las enseñanzas de Tarkion, he puesto a la IA a analizar mi relato (el cual es cien por ciento mío, de mi inspiración). Resulta interesante escucharlas desmenuzarlo y sin duda hay aspectos de los que uno puede aprender. Ojo: Esto no sustituye un podcast profesional ni un análisis de expertos. Es un experimento.

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Desamor. Microrrelato.

Mi propuesta para el reto de El Tintero de Oro de marzo 2025: Escribir un relato de desamor en no más de 250 palabras.

Con los ojos empañados, las manos temblorosas y sintiéndose una estúpida, digitó la intrincada contraseña que en un tiempo significó la puerta a la felicidad.

El blog privado había sido idea de él. ¡Tantos mensajes! Aunque ninguno reciente, y los últimos eran entradas propias, preñadas de preguntas, lamentos y tristeza que no encontraban eco en ninguna parte.

Esta vez supo resistirse al impulso de leer los del tiempo de la dicha, donde una frase hacía la diferencia entre un día de mierda y uno glorioso. Suspiró. Lo que fue bello, ahora la dañaba. Después de cinco años, reconoció que todo había sido una mentira, un juego cruel. Con el corazón roto eliminó aquel blog, y con su desaparición, supo dar por fin el primer paso para sanar: amarse primero a sí misma.

Autor: Ana Laura Piera.

133 palabras.

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La Boda – Microrrelato.

Mi propuesta para el reto de El Tintero de Oro de enero 2025, cuyo tema gira en torno al tema de la vejez. No debe superar las 250 palabras.

De un día para otro la vieja Adela pasó del marasmo a un nivel de actividad inusitado. En el día hablaba de cosas extrañas, algo sobre una boda, y durante la noche las palabras de su boca no se entendían. Una de sus compañeras de cuarto en la residencia de ancianos, dijo que parecía estar hablando en náhuatl.

—Náhuatl o chino, ¡necesitamos dormir! —dijo desesperada otra de las ancianas.

—Adela dice que no entiende que hacemos aquí confinados cuando en otras épocas los viejos eran tenidos en alta estima y hacían actividades importantes para la comunidad. Como ella, que anda «organizando» una boda. ¡Válgame!

—Para mí que se le fue la olla. Está mezclando un tiempo remoto con el presente. Ayer dijo que había ido a pedir a la novia en nombre de la familia del novio, y que también negociaría la dote. ¡Los novios tienen nombres prehispánicos!

—¿Se acuerdan cuando abajo de su cama aparecieron unos pequeños ídolos de barro y pensaron que ella desenterraba cosas del jardín? Un enfermero dijo que abajo de la residencia podía haber una zona arqueológica.

—¡Que mañana será la boda! ¿Estará recordando alguna vida pasada?

Después de la «boda» se encontraron a Adela sin vida. Iba vestida a la usanza prehispánica, su cuerpo olía a humo de copal y su largo cabello gris iba trenzado y entrelazado con flores. En su rostro había una sonrisa dulce.

Nadie nunca pudo explicar nada. Sus compañeras al fin pudieron descansar a pierna suelta.

249 palabras.

Autor: Ana Piera

Nota: En la sociedad prehispánica, a diferencia de la contemporánea, el anciano conservaba un sitio prominente por el respeto y consideraciones que despertaba, así como por las funciones que desarrollaba.
Estas actividades las podemos clasificar de la siguiente manera:
Actividades de familia: relativas a la educación de los menores, como cohesionadores del orden familiar y realizando arreglos matrimoniales. Actividades de gobierno: los ancianos en la sociedad prehispánica
eventualmente eran los gobernantes, pero siempre estaban presentes en la vida ritual, como consejeros de gobernantes, como intermediarios del pueblo ante los gobernantes, pues se apreciaba mucho su experiencia, sabiduría y propiedad para hablar.
Los ancianos nunca dejaban de contar con la protección de su familia.

Fuente: http://investigacion.politicas.unam.mx/ras/wp-content/uploads/2016/12/030_02_ancianoepocaprehispanica.pdf

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Nueva Ruta – Microrrelato.

Mi participación en el reto de El Tintero de Oro que este mes de Noviembre, tiene como tema: El Personaje y su Entorno. Hay que escribir un microrrelato en el que el entorno refleje las emociones del personaje.

imagen generada por IA


La soledad era ahora algo tangible. Los objetos que alguna vez Héctor usó, se sentían cargados de recuerdos. Incapaz de hacerles frente, la androide se había encerrado en el módulo de recarga de la pequeña nave terrestre «Juno», desde donde podía ver, por una escotilla, lo obscuro del espacio, tan negro como su ánimo.

—«Control de Misión» a Nova. ¡Nova, responde!

Mientras la nave seguía su curso, un destello de luz anaranjada interrumpió la negrura habitual del espacio profundo.

—¡Aquí Nova! ¿Registraron ese estallido?

—Sí, proviene de una galaxia lejana. No hay explicación. ¿Por qué no respondías?

—¡Es una luz tan hermosa! Lo ha iluminado todo. ¡Hacía falta!

—Nova haz el favor de hacerte un autodiagnóstico. ¿Lanzaste fuera el cuerpo de Héctor como dicta el protocolo?

—Sí —mintió.

La bella luz anaranjada no duró. La «Juno» entró en un campo de asteroides. Aun con el escudo puesto, la nave recibió fuertes impactos. Nova parecía un alma en pena, Héctor la hubiera tenido abrazada protectoramente.

Cuando una nave alienígena tripulada por empáticos pidió permiso para abordar, «Control» se opuso, pero Nova desobedeció.

Al partir los visitantes, Nova se sentía ligera y optimista: los alienígenas pudieron rescatar la consciencia de Héctor y la pusieron en un aparato desde donde se proyectaba su holograma. Su cariñosa presencia se sentía ahora en cada rincón de la nave.

La «Juno» dejó de responder a «Control de Misión». Nova, la androide con sentimientos, y Héctor el holograma humano, trazaron juntos, una nueva ruta.

Autor: Ana Laura Piera.

249 palabras.

P.D. En este relato «juego» con la idea de una androide capaz de sentir como los seres humanos y además, desobediente. ¿Llegará el punto en que suceda así?

También me tomé una licencia sobre lo de la luz anaranjada. Sé que en el espacio no se puede ver la «luz», como la vemos en la Tierra, ya que el espacio no contiene aire u otros elementos que la puedan reflejar. Es gracias a la tecnología de nuestros días que se puede analizar la radiación emitida por los cuerpos celestes y podemos ver su «luz».

Autor:Ana Piera

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Atrapados en la Red – Microrrelato.

Mi propuesta para el reto de El Tintero de Oro, Septiembre 2024. El tema es «las redes sociales». No debe sobrepasar las 250 palabras.

Quedé con un par de amigos en nuestra cafetería favorita. Mientras degustábamos lattes, Luis comentó:

—La gente nos vamos pareciendo más a los simios, ¿no se han dado cuenta? Las facciones se vuelven simiescas, los cuerpos se cubren de pelo y se van encorvando. Leí un artículo en Facebook sobre la Teoría de la «Involución». ¡La peli de El Planeta de Los Simios fue profética!

—¿Qué dices? —contestó Marco escandalizado—. Simios no, ¡cerdos! La comida hecha con carne de cerdo trae «algo» que está cambiando el ADN de todos, he visto varios videos al respecto en Instagram y TikTok. ¡Fíjense bien y lo verán!

—Yo sigo a Russo —dije—. El influencer de YouTube que dice que todos somos ángeles y que solo debemos tratar de buscar la vibración angelical. Si uno lo hace bien, nos saldrán alas, aureola y podremos volar, ¡seremos seres superiores!

Mis amigos intercambiaron una mirada burlona entre ellos y fingieron estar muy interesados en sus respectivas bebidas. Nos despedimos y cada uno se encaminó a sus asuntos. Luis se fue saltando sobre las mesas, aullando y balanceándose a la manera de los simios. Marco salió derribando cosas a su paso y chillando como un puerco. Y yo sentí salir de mi espalda las benditas alas y en mi cabeza la aureola y me elevé por sobre todos y salí volando. Lo raro es que nadie pareció darse cuenta. No importa, al final Russo tenía razón ¡Bendito YouTube!

246 palabras.

Autor: Ana Laura Piera.

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¿Jaque Mate? – Microcuento.

Mi participación en el reto de El Tintero de Oro. Tema: El enigma del tiempo. Límite de palabras: 250

—Lo asesinaron. Vi el cadáver en la morgue. Le seguía la pista porque financiaba actos de genocidio. Salí por un café y al regresar, el cadáver ya no estaba. Después, no encontré registros de su existencia.

Los ojillos color miel de Mara, su asistente, parpadearon a través de sus gafas de pasta.

—No me habías contado. Bueno, que ya no haya evidencia de su vida y que solo tú lo recuerdes nos habla de…

—¿Viajes en el tiempo? —interrumpió entusiasmado Arnold.

—¡No! De que has abusado de la marihuana —dijo Mara riendo—. Tu estado alterado de consciencia tiene sus ventajas.

—Muy graciosa —dijo, arqueando las cejas, arrugando más su frente de viejo.

—Si viajas en el tiempo y matas, digamos, a tu abuelo antes de que este conciba a tu padre, dejas de existir. ¿Cómo es que aún podrías viajar?

—Misterio. Y también, ¿por qué alguien querría hacer algo así? —especuló Arnold

—Quizás un nieto horrorizado por las acciones de su antepasado. Alguien que quiera alterar la historia. Si fueras Gould, y también pudieras viajar en el tiempo, ¿qué harías?

—Viajaría antes de mi asesinato y embarazaría a mi madre. ¡Jaque Mate!

Esa noche, Mara inició un expediente sobre Gould, estaría atenta por si regresaba. Miraba de reojo la fotografía de su hermano Ahmed, un joven médico que se había negado a abandonar a sus pacientes en un hospital en Rafah. Sacó la pistola cargada que guardaba en su mesita de noche. Suspiró, si era necesario, la usaría.

250 palabras incluyendo el título.

Autor: Ana Laura Piera.

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