Misterio en la Aldea. Cuento Corto.

Mi participación en el reto lanzado por Cristina desde su blog Alianzara, donde nos propone crear un relato de no más de 900 palabras inspirados en la imagen.


A Juanjo le extrañó no oír a su padre gritándole para iniciar con las faenas del día: dar de comer a las gallinas, ordeñar a la vaca, recoger leña… Lo que sí escuchó fue una melodía de flauta cuyo sonido se iba alejando. «Quizás había algún juglar en la aldea», pensó. Se levantó de la cama y se asomó por la ventana. A esas horas de la madrugada, la luna creciente aún proporcionaba suficiente luz para ver, y lo que vio lo sorprendió mucho: hombres, mujeres y niños, salían a medio vestir y se unían a una gran fila de personas que caminaban siguiendo la música. Recorrió su hogar, buscando a sus padres. Sobre la mesa había dos infusiones a medio terminar y aún tibias, pero ni rastro de ellos. Salió a la calle seguido por su perro Roy.

Con trabajos los alcanzó. Al igual que los demás, con los ojos nublados, como los ciegos, seguían el sonido, que se desvanecía en el bosque. Por más que les gritó y les manoteó mientras Roy ladraba como loco, no logró que repararan en él.

El contingente de personas se internó muy profundo en el bosque, llegando frente a unas escaleras de piedra que el niño nunca había visto y las empezaron a subir. Roy se puso frente a Juanjo impidiéndole seguir y enseñándole los dientes. Un resplandor inexplicable, matizado por una niebla ligera, iluminaba el lugar que estaba al otro lado. «¡Madre! «¡Padre!» Sus gritos fueron en vano y los suyos se perdieron entre el gentío. Cuando la última persona del pueblo subió, la música, que se escuchaba ya muy lejana, cesó.

Se oyó un estruendo, como una máquina encendiéndose. Una enorme estructura en forma de plato se elevó lentamente sobre el bosque, girando sobre sí misma cada vez a más velocidad y generando un zumbido creciente que lo hizo taparse los oídos. De repente aquel plato desapareció en el cielo, y junto con él aquel raro resplandor. Juanjo temblaba, pero él y Roy subieron las escaleras y desde lo alto vieron un claro del bosque, donde la hierba aparecía aplastada en forma de círculo. No había rastro de las personas. Sin comprender lo sucedido, tenía la esperanza de verlos de nuevo en la aldea y regresaron.

La aldea estaba desierta. Parecía que solo Juanjo fuera inmune al efecto de la música. Conmocionado, recorrió algunos lugares: en la panadería, recogió pan recién hecho. En un establo bebió un poco de leche recién ordeñada. Así pasaron dos días en los que no les faltó nada, ni de comer ni de beber. El niño llegó a pensar que la vida sin adultos no estaba del todo mal, pero de noche, tenía pesadillas, de las que Roy lo sacaba dándole tiernos lengüetazos en las mejillas.

Atemorizada, llegó gente de otros pueblos para ver qué había pasado y se encontraron con el niño, quien narró el suceso con lujo de detalles aunque nadie le creyó. Llegó un abad y un hombre de parte del señor de aquellas tierras, el primero, perplejo de que tantas almas hubiesen desaparecido sin dejar rastro y temiendo que aquello fuese obra del demonio, y el segundo, enojado porque la fuerza de trabajo había menguado considerablemente. Ambos le acompañaron al bosque para corroborar su versión, pero no encontraron rastro ni de las escaleras ni del claro donde Juanjo vio la hierba aplastada.

Lo acusaron de mentiroso. El abad sugirió que Juanjo tenía algo que ver con la desaparición de todos y que era urgente hacerle un exorcismo. De momento se decidió azotarle públicamente hasta que confesara la verdad. Su pequeño cuerpo de diez años recibió cuatro azotes y luego lo dejaron en una celda. Además del dolor, estaba angustiado, pues no sabía qué le habían hecho a su perro.

Esa noche, Juanjo escuchó a Roy ladrando afuera de la cárcel y también la extraña melodía que se había llevado antes a todos. Los cerrojos de su prisión se abrieron espontáneamente y pudo salir. Esperaba ver más personas siguiendo la música, pero no fue así. Adolorido como estaba, decidió seguirla. Llegó al inicio de las escaleras de piedra. «¡Y ahora aparecen!», pensó con amargura. Roy se quedó atrás y esta vez no detuvo al niño. Juanjo subió, y al llegar a lo más alto vio, al otro lado, el mismo plato metálico, que estaba estático y flotando a centímetros del suelo. Tenía una puerta abierta por donde salía una luz muy blanca y diferente a la luz amarillenta de las velas que ellos usaban. El niño bajó las escaleras y se acercó. Una persona salió del interior, ¡era su madre!, aunque notó que, aunque parecía ella, algo tenía de extraño, pues se veía más alta y con los miembros desproporcionados, el iris azul de sus ojos ahora era negro y cubría toda la parte blanca del ojo. Juanjo miró hacia donde estaba Roy, quien después de hacer contacto visual con el niño, dio media vuelta y desapareció. Tambaleándose, Juanjo se acercó a su «madre» y esta le puso las manos sobre la espalda curándolo al instante de las heridas infligidas por los azotes. Lo abrazó con una ternura desconocida para él, y luego lo guio con delicadeza hacia el interior del plato. El sonido de la flauta cesó y fue remplazado por el zumbido que se fue incrementando de a poco…

893 palabras

Autor: Ana Laura Piera

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Los chaneques por Ana Laura Piera

Otra colaboración para Masticadores México. El relato se acaba de leer ahí. Agradeceré sus comentarios ya sea aquí o en Masticadores. Gracias!

Por nueve días y nueve noches ardió el fuego. Tuvieron que ser muy cuidadosos de que no se apagara y también de que el guardia del sitio no los viera. Por eso fue que caminaron tanto, para alejarse de los lugares frecuentados por turistas y lugareños, adentrándose en […]

Los chaneques por Ana Laura Piera

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«CACHITO»

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Entró el viejo Jacinto a la estancia y se encontró con su nieto Santiago, de ocho años, inmóvil en medio de la habitación. Tenía la mirada fija y envuelta en nubes grises, como en trance. Temiendo una desgracia, salió en busca de «Cachito». Se lo encontró con el morro ensangrentado metido dentro de una gallina. Al sentir la presencia del hombre, el perro mestizo levantó la mirada como brasas de fuego, y enseñando los colmillos le gruñó amenazadoramente. Un collar de perlas rojas se deslizó del hocico hasta el suelo polvoriento haciendo un charco. Con paciencia, Jacinto comenzó a llamarle por su nombre en tono tranquilizador y esperó a que el animal se calmara un poco.

Siempre sucedía: su voz de viejo le amansaba lo suficiente hasta que el perro se dejaba amarrar una cuerda al cuello para llevarlo de regreso a casa. Esa vez el hombre lo ató a un árbol cercano y siguió el rastro de destrucción que había dejado el animal y que llevaba hasta la finca del vecino: entre sangre y tripas aparecían varias gallinas mutiladas: a algunas les había arrancado la cabeza, a otras les abrió el vientre y comió el corazón. De lejos vio acercarse a Ramiro, su vecino, con un fusil entre las manos.

—Te pido una disculpa Ramiro. Te las pagaré —se adelantó el viejo.

—Claro que lo harás Jacinto, y de una vez te advierto: o matas tú a ese animal del demonio o lo mato yo —dijo Ramiro tratando de controlar su exaltación.

—Yo me encargo, Ramiro.

Al regresar Jacinto a su rancho, se encontró a Santiago despierto. El niño, al ver a «Cachito» corrió a abrazarlo y ambos rodaron por el suelo jugando. No se distinguía dónde empezaba uno y dónde acababa el otro, mezclándose piel morena y negro pelaje como en una pelota viviente. Jacinto se sirvió un mezcal y fue a sentarse pesadamente en un sillón. Recordó que ambos, niño y perro habían nacido la misma noche, el mismo día, y que la luna caprichosa los había envuelto en el mismo manto blanquecino. Las madres de ambos desgraciadamente habían perecido en el parto y él tuvo que hacerse cargo de los recién nacidos. Parecían destinados a ser compañeros en la vida, pero tras el último desastre con las gallinas (ya antes había habido otros), Jacinto decidió regalar el perro al hombre que venía mensualmente de la ciudad vendiendo fertilizantes para la milpa.

—¿Y por qué lo regala Don?

—Ya tenemos muchos animales acá. ¿Lo vas a querer o no?

Y así, «Cachito» salió del pueblo y de la vida de Santiago y del abuelo Jacinto y se fue a vivir con Adrián quien lo puso a malvivir en un diminuto patio trasero. Invariablemente, en mitad de la noche, «Cachito» exhibía un comportamiento extraño: aullaba y daba vueltas en círculo como si fuera un rehilete. Adrián salía a darle de patadas hasta que el animal se calmaba. Con el tiempo el perro dejaba de aullar en cuanto veía venir a su nuevo dueño; eso a veces lo eximía del castigo, pero no siempre.

Una tarde, Adrián llegó con una muchacha y encadenó al perro para que no diera lata. Esa noche, al intentar dar vuelta sobre sí mismo el perro se enredó con la cadena y estuvo a punto de asfixiarse. Ya tenía los ojos rojos, inyectados de sangre y a punto de salírsele de las órbitas, cuando con una fuerza impropia para un perro de su tamaño terminó por romperla. Al mismo tiempo, en su rancho, Jacinto no podía dormir. Se levantó para servirse un poco de agua y se encontró a Santiago de pie, otra vez inmóvil y ausente, con la mirada perdida. El viejo comenzó a temblar.

«Cachito» se las había arreglado para entrar en casa de Adrián y sorprendiéndolo en la cama se había ido directo a la yugular de la que ya manaba un río de tibia sangre. Junto a él aparecía su compañera en turno, a ella le había comido la cara y arrancado el corazón.

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla

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LA JOSEFINA

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Es muy de mañana en el puerto, el sol aún no asoma su despeinada cabeza en el cielo. Comienza la actividad en el bulevar. Las motos que vienen de lejos se oyen como mosquitos desafinados. Los autos rompen en un estruendo molesto al pasar junto a mí. Yo camino rápido, el doctor me ha dicho que es el mejor ejercicio. Me lleno los pulmones del aire tibio y salobre de la costa, es el mismo olor de siempre, pero al pasar “Duncan” el perro negro criollo de Josefina, me llega un efluvio a flores marchitas mezcladas con perfume “Madame Rochas”. El olorcito me desconcierta, mas lo olvido pronto, siento pena por el pobre animal, su dueña murió recientemente, Supongo que está tan acostumbrado a los paseos mañaneros con ella, que no puede todavía “entender” que ella ya no existe. Veo el oscuro trasero alejarse a buen paso, mejor que el que llevaba cuando Josefina aún andaba en este mundo.

La escena se ha repetido diariamente: “Duncan” pasando a mi lado, dejando el mismo olor extraño. Pensamientos con aguijón comienzan a prenderse a mi mente y al pensarlos me da un estremecimiento: pienso que Josefina podría seguir aquí, en el mundo de los vivos, y que la estela olorosa que deja su perro es en realidad el aroma de su fantasma. Le he dicho a Genaro, mi esposo, que sirva de algo y use sus horas de jubilado montando guardia para ver si alguien entra o sale de casa de la difunta. La pobre no tenía familia, vivía sola y tenía por única compañía a “Duncan”; aunque quizás algún pariente se está haciendo cargo de él ahora que ella ya no está.

Mi viejo se lo toma muy en serio, y en el techo de nuestra vivienda monta un telescopio dirigido a la casa de Josefina, ubicada al otro lado de la calle. Al cabo de una semana tengo un informe detallado: El único ser vivo que entra y sale ha sido el perro, quien no sufre de hambre pues todas las mañanas amanecen sus platos de alimento a tope con croquetas y agua. El reporte de Genaro incluye la observación de que el jardín exterior se está muriendo, pero el interior esta como siempre: verde y hermoso, las flores de Josefina mejor que nunca. Nota al pie: no hay señal de los desperdicios del perro. O él mismo ha aprendido a recogerlos, servirse alimento y regar las plantas o … Josefina sigue entre nosotros.

Hoy me he armado de valor: Ahí viene “Duncan” y… Josefina. Me apuro para que el perro no me deje atrás y comienzo a balbucear como loca: “Jóse… Jóse… Espera… Cuéntame… ¿Qué se siente estar difunta? ¿Duele morir? Noto que ahora estás más ligera, vas más rápido, ahora vas a paso de liebre y no de tortuga. ¡Cuéntame! ¡Dime qué hiciste! El Genaro y yo quisiéramos seguir por acá después de muertos ¿Es posible? ¿Hay otros como tú? Dime, anda no seas mala…”

Casi me desmayo al ver a “Duncan” acortar su zancada hasta pararse por completo, me lanza una mirada inteligente con sus ojitos cafés y entonces percibo que “algo” me envuelve, el olor a flores marchitas y a perfume antiguo me rodean. Creo que estoy inmersa en el fantasma de Josefina: Siento frío, nostalgia, siento ausencia de carne y sangre. Dura muy poco, de pronto «Duncan» a reanudado su paseo. Josefina me ha susurrado el misterio de la vida y de la muerte, pero yo no entendí. No hablo el lenguaje de los fantasmas.

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla

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NAHUAL ENAMORADO

Dentro de las culturas mesoamericanas un nahual es un brujo o ser sobrenatural que tiene el poder de transformarse en un animal. El término se refiere tanto a la persona como al animal en que se transforma. Este cuento habla sobre un nahual:

Me llamo Adolfo: soy feo, bajito e insignificante. Tengo ojos pequeños, casi inexistentes. Mi piel es del color del cacao y mis cabellos negros y tiesos se elevan al cielo como púas. Un ser ordinario por fuera, pero por mis adentros fluye como savia una sabiduría ancestral mágica y profunda.

Tú no reparas en mí cuando te veo a la salida de la iglesia y una horda de admiradores te sale al paso y las beatas y solteronas del pueblo te miran con envidia mal disimulada. También me ignoras cuando te observo atendiendo tu puesto del mercado, envuelta en el dulce aroma de los melones y las naranjas. Tu belleza opaca la de las frutas más hermosas, como el durazno o la pitahaya. Tampoco te percatas de mi existencia cuando admiro tu grácil figura mientras le das de comer a las palomas en la Plaza Grande.

No sabes que existo…ni quieres saber.

Porque también soy un perro negro de ojos rojos que se mete en tu casa cuando estás dormida. Entro muy despacito, sin hacer ruido, guiado por el olor de las frutas que vendes y que impregna tu piel. ¡Cómo me gusta verte como te estoy viendo ahora! Tendida en tu blanco lecho, respirando agitada, sudando y temblando de angustia cuando intuyes en tus sueños mi presencia. Ahí no puedes ignorarme más. Y yo me enfermo de ganas de ti. Me da miedo estarte viendo como perro, el deseo que me ha traído hasta aquí de repente se desdibuja y me entra un hambre atroz, quisiera darte de mordiscos en los muslos, masticar tu suave carne y que formes parte de mí. Pero luego recobro la lucidez y recuerdo que soy Adolfo, me olvido de mordiscos y pienso en besos y caricias.

Afortunadamente para ti no puedo tocarte. Las tijeras en cruz, el romero y las agujas que siempre pone tu madre debajo de tu cama te protegen. Soy un nahual, un nahual enamorado y algún día serás mía para siempre.

Autor: Ana Laura Piera /Tigrilla

Este cuento inspiró un cortometraje de: D MENTE PRODUCTIONS «Un amor de Nahual» de Eli Rosales Santiago que fue registrado para participar en Cannes 2012. La página de DMente productions https://www.dmenteproductions.com/newpage

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