Mi propuesta para el reto de Escribir Jugando de Noviembre: un relato de no más de cien palabras, inspirado en una imagen, que incluya la runa Sowilo y opcional algo relacionado con la Flor del Paraíso.
Con la runa de la victoria en el cuello, Gwendal selló el abismo donde yacen los impíos. Tierra, Mar y Cielo respiran al fin, libres del hedor del mal. Desde lo alto, un halcón desciende portando la Flor del Paraíso, la recompensa para los justos. Ya no hay guerra, ni vigilia. Es tiempo de multiplicar la bondad. Gwendal baja la guardia. Por primera vez, la guerrera piensa en sí misma. Los Tres Reinos la bendicen en silencio.
80 palabras incluyendo título.
Autor: Ana Laura Piera.
Los Tres Reinos también son metáfora de nosotros mismos; sobre ello escribí una reflexión en Reflexópolis, te invito a leerla.
Mi propuesta para el VadeReto del mes de Agosto 2025, donde hay que hacer un relato basado en una imagen que escojamos de una galería que se nos presenta. Yo he escogido la que acompaña al texto (más abajo).
El océano era su vida. Había nacido en un velero, y seguía, de adulto, viviendo en uno, convertido a la vez en su hogar y medio de transporte. Sentir el rostro salpicado de brisa marina y su melena larga ondeando al viento mientras el casco blanco del «Ola Azul» atravesaba raudo la inmensidad líquida, era uno de sus más grandes placeres.
Se acercaba a tierra solo para abastecerse de agua dulce y algunos artículos necesarios: frutas, vegetales e implementos para reparar su embarcación. La proteína de su dieta venía de la pesca con arpón o red.
Se consideraba un nómada de océanos y mares. Siempre viajaba solo, evitando el contacto humano al máximo, desde que de niño sufrió la muerte de sus padres a manos de piratas que les abordaron para robarles. Su madre le salvó ocultándolo tras un gabinete.
La poca gente que le conocía, por sus infrecuentes arribos a pueblos costeros le tenían por loco y le auguraban una muerte solitaria y trágica.
Él no temía a esa muerte. Infinidad de veces se enfrentó a tormentas sin haber tenido tiempo de guarecerse. Maniobraba lo mejor que podía y aunque tenía fe en sí mismo y en el «Ola Azul», sabía que la suerte alguna vez acabaría y estaba listo para eso.
Nunca imaginó lo que el destino le tenía reservado:
Una tarde tormentosa, bajó a su camarote por un impermeable. De improviso, el violento vaivén de las olas dejó de sentirse y la embarcación toda crujió. Alarmado, escuchó el mástil romperse. Siguió un silencio ominoso. Emergió del camarote a una noche helada y oscura como boca de lobo. El barco parecía estar encallado en tierra firme. Con las primeras horas de la mañana sus ojos encontraron un paisaje surreal: su barco arruinado en medio de un vasto desierto.
Dawn Rose / Pixabay /Imagen elegida para inspirar el relato.
Bajó del velero, y sus pies, acostumbrados a la frescura del mar, se encontraron apresados por una arena seca y fina que le causó una sensación desagradable. Avanzó con dificultad, revisando el casco del «Ola Azul», que estaba roto en varios sitios. Desolado, miró a lo lejos y hasta donde alcanzaba la vista todo era yermo. Se derrumbó, incapaz de comprender lo sucedido. Así estuvo un buen rato, hasta que sintió que la arena, calentada por un sol inmisericorde, le quemaba la piel. La temperatura, que por la noche había estado tan baja, ahora subía hasta volverse insoportable. Al incorporarse, vio el árido paisaje a lo lejos desdibujarse entre ondas de calor. Buscó refugio en el camarote de su malograda embarcación, sacó una botella de whisky y se puso a beber.
Cayó en un sueño agitado inducido por la combinación de alcohol y calor. Soñaba que buceaba, arpón en mano, arropado por el mar. Sus ojos grandes observaban a las criaturas maravillosas que vivían en aquel vasto mundo: cardúmenes de peces, tiburones, rayas… Despertó justo cuando lanzaba el arpón a un pez, que en circunstancias normales se hubiera vuelto su comida. Reencontrarse con aquella realidad de pesadilla le afectó. ¿Qué había sucedido? Recordó la noche de la tormenta… quizás la fortuna se le había agotado y estaba muerto. O tal vez cruzó un umbral a otra dimensión. Esto último lo desechó, pues siempre fue un hombre práctico que no creía en esas cosas. La muerte tenía más sentidoaunquele sorprendía el hecho de seguir experimentando hambre y sed. Le hubiera gustado ver a sus padres, pero la soledad le había seguido hasta en la muerte.
Al atardecer decidió explorar un poco alejándose del barco. Como adivinando su intención, un viento insidioso que barría la arena con movimientos de serpiente lo desalentó. Pronto el viento se volvió tormenta, levantando arenilla que le cegaba y golpeaba como alfileres. Tuvo que encerrarse en el camarote. Tapó ventanas con lo que pudo, pues las pequeñas y finas partículas se colaban por todos lados. ¿Qué clase de infierno era aquel? ¿Qué dios podía ser tan cruel que le cambiara su amado océano por un desierto estéril y su amado velero, donde había sentido la libertad más hermosa por una cárcel?
Cuando el agua y el vino se acabaron, se preguntó, ¿qué seguiría? ¿Morir de nuevo? Presa de la desesperación, deseó con vehemencia algo imposible: que lloviera sobre aquel arenal inclemente. A lo lejos escuchó sobresaltado el ruido inconfundible de un relámpago. Miró en esa dirección, y observó incrédulo nubes oscuras, cargadas de líquido, que pronto estaban encima, derramando generosamente su contenido. Rió como un loco, bailó y saltó en medio de aquella lluvia. Luego reaccionó y sacó recipientes para recolectar el agua. La lluvia terminó pronto, pero fue suficiente para llenar sus reservas y refrescar su maltratado cuerpo. Trató de encontrarle lógica a lo que acababa de pasar. Desconocía casi todo sobre los desiertos, no sabía si era posible que lloviera en ellos, aunque fueran desiertos del inframundo. ¿Acaso su deseo había tenido algo que ver? Bebió aquella agua de lluvia, definitivamente se sentía real.
Al acabarse la comida deseó tener peces entre sus manos, para cocinarles y comer. Tras unos segundos, escuchó de nuevo un tronido que venía del cielo. Primero, cayó un pez sobre la cubierta. Escéptico, lo tomó. El animal se retorcía furioso, sintió la humedad de la escamosa y acerada piel. La boca se abría y cerraba en un vano intento por respirar. Luego, cayeron otros cuatro más. Estupefacto, miró aquella bonanza inesperada. Si aquello era la vida después de la muerte, quizás él todavía podía influir en ella.
La tristeza cambió a expectación. Tal vez él tenía potencial para cambiar su realidad. ¿Hasta dónde podría transformar aquello que le rodeaba? Imaginó el mar, se vio a bordo del «Ola Azul», disfrutando días de calma y también sorteando tempestades, necesarias para templar el espíritu. Poco a poco, la seca arena se humedeció. Se formaron charcos que gradualmente se interconectaron, y el nivel del agua subió lentamente. La embarcación, antes fracturada, ahora flotaba sin problemas sobre un mar imaginado. Se dispuso a navegar en aquel imposible. No sintió mucha diferencia con los mares que había conocido antes. Un agradable viento le acarició el rostro. Volvió a ser feliz. Decidió cambiarle el nombre a su velero, de «Ola Azul» a «Navegante Eterno».
La muerte no era el fin de todo, sino el inicio de algo nuevo, algo sobre lo cual él todavía tenía algo que decir.
Ana Piera.
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Transito el mundo como si estuviera fuera de mi elemento: mis mucosas sufren, mi piel se agrieta y descama, me diluyo a cada paso. Mis pensamientos errantes me impiden concentrarme. Cruzo la ciudad distraída, a veces no hago caso a los semáforos hasta que un chirrido de frenos frente a mí, como una cubetada de helada realidad, me hace ser consciente del momento. Al despertar por las mañanas, recuerdo jirones de historias sin pies ni cabeza, y un rastro fragmentado de sensaciones: ecos de música, humedad, y un olor salobre suspendido en mi habitación.
Cuando mi amigo Esteban me propuso un viaje a la playa, mi dermatóloga me advirtió que si entraba al mar debía ser con moderación y me entregó una lista interminable de cuidados y remedios. Aquella sería mi primera vez en el mar.
La vasta extensión azul, acuosa y ondulante me hipnotizó. No hubo mejor lugar para mí que estar a su vera. Esteban se la pasó transportando sombrilla, toallas y mis cremas protectoras desde la casa que alquilamos hasta el lugar elegido para disfrutar de la playa. Ese día tomé mi primer baño de mar y fue una revelación. El agua me arropó como a una hija pródiga y me sentí por primera vez, en mi elemento. Desde la orilla Esteban me gritaba recordándome que solo debía estar unos cuantos minutos, la realidad es que pasaron horas.
Mientras yo me cubría el cuerpo con una gruesa capa de crema, me preguntó molesto que cuándo había aprendido a nadar tan bien. Le di un susto cuando me vio tan lejos de la orilla. Le mentí al decirle que de niña tomé clases. La realidad es que nunca había nadado, hasta ese díay yo estaba tan sorprendida como él.
Esa noche, Esteban preparó una cena marina con ceviche de pescado, pulpo a las brasas, arroz y ensalada. Únicamente pude comer estos últimos. Esteban no podía ocultar su decepción. Él ignoraba que yo no comía esas cosas, pero tampoco me había preguntado lo que yo quería. Cinco meses atrás una amiga nos presentó y congeniamos bastante bien. Ambos deseábamos tan solo una amistad. Era atento y se preocupaba por mí, pero había cosas que ignorábamos el uno del otro.
Sin proponérmelo, me encontré en la madrugada el umbral de su puerta. Él dormía. Yo tarareaba algo en un lenguaje desconocido. Fui incrementando el tono. Él se levantó de la cama con la mirada perdida, los ojos vidriosos y ausentes. Caminó hacia mí. Enmudecí y salí apresurada de la habitación cerrando la puerta.
Por la mañana él parecía no recordar el incidente. Para desayunar preparó huevos fritos con tocino y bromeó diciendo que si no comía, se enojaría de verdad. Teníamos un trato: él cocinaba y yo limpiaba el desastre. Por mis problemas de piel siempre lo hacía con guantes, pero cuando fue a darse un chapuzón, desnudé mis manos del látex, esa agua salina ejercía una agradable sensación en mí. Deseé volver a estar en el mar.
Esteban se volvió un impedimento para mi goce. Se preocupaba demasiado, impidiéndome hacer lo que yo quería. Decía querer evitar que algo malo me sucediera, o que empeorara mi problema de la piel. Parecía mi padre, queriendo controlarme. Me desquitaba por las noches, cuando bajo el influjo de mi canto él hacía lo que yo quisiera. Me iba al mar y él me seguía cual perrito faldero. Lo dejaba parado en la playa, viendo sin ver, mientras me sumergía, dejándome abrazar por el agua.
Mi visión subacuática resultó ser excepcional. ¡Qué alucinante resultaba ver los tímidos rayos de una luna menguante atravesando el agua! Algunos peces dormían, otros andaban de caza. Pulpos, cangrejos y otras criaturas, cada uno en lo suyo, me ignoraban mientras buceaba cerca de ellos. La paz que sentí fue indescriptible.
Era hilarante ver a Esteban por la mañana, quejándose de la arena en sus sábanas. Él, siempre tan limpio y ordenado no se explicaba tal cosa. Yo reía por dentro, como una niña malcriada.
La cosa cambió cuando días antes de que terminaran las vacaciones me declaró su amor. Lo odié por violar nuestro acuerdo. Con todo el tacto posible le rechacé, y le recordé que desde el principio había sido clara en que lo único que me interesaba con él era una amistad. Ahí cambió por completo, se volvió cruel e hiriente. Me echó en cara lo mucho que él se preocupaba por mí y que yo no valoraba eso. Me tildó de malagradecida. Que nadie me iba a querer por mi problema médico. «En tus peores momentos pareces leprosa», dijo. Se me figuró una araña que desde el inicio había preparado una red para que cayera su presa. Solo que ésta se le había escapado, y él no lo había tomado nada bien.
La convivencia se tornó muy difícil, salvo por las noches. La última resultó ser de luna nueva. Desnuda, y cantando, lo atraje a la orilla de la playa. La oscuridad era total y el mar rompía con tal estruendo en la orilla que no se escuchaba nada más. Esta vez no lo dejé esperándome, entró conmigo empapando su aburrida piyama de rayas. Me sumergí y él me siguió.
Esteban se ahogó sin aspavientos, sin luchar. Cuando la última burbuja de aire salió de su nariz, sentí cómo la agrietada piel de mi cuerpo se desprendía revelando una nueva y sana dermis. Mis glúteos y piernas se fundieron hasta convertirse en una enorme e iridiscente cola de pez.
Me alejé impulsándome con mi nueva cola, y a ratos, dejándome llevar por la fuerza de las mareas.
Nunca fui más feliz.
Autor: Ana Piera
Nota: El mito de las sirenas relata la existencia de seres dotados del don de la música, cuya voz es tan bellamente cautivadora que logra quebrantar la voluntad de los hombres. No obstante, su encantador canto trae consigo un fatídico destino: la muerte. Es por esta razón que en la actualidad se denomina «cantos de sirenas» a las engañosas trampas que conducen a un resultado fatal.
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Mi propuesta para Escribir Jugando del mes de Abril. Hay que escribir un microrrelato de no más de cien palabras inspirado en la carta, que incluya el dado (ogro) y opcional que haga referencia al invento: microscopio.
Al sumergirse, los gritos de odio se desvanecen. Bucea feliz entre criaturas amables hasta llegar con la luna submarina y juega a conquistar su cumbre. Ella se lo permite, en los sueños todo es posible, y el ogro-buzo merece un respiro.
Él no quisiera abandonar su sueño acuático. Despierto no le espera nada lindo. Esta luna, al igual que su hermana celeste, es buena para conceder deseos y permite que el ogro sueñe por siempre, buceando entre peces, gambas, estrellas de mar y seres que solo verías a través de un microscopio.
Autor: Ana Piera
95 palabras incluyendo título.
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Mi participación para el reto de Lidia Castro «Escribir Jugando» del mes de Septiembre. Condiciones: Escribir un microrrelato de no más de cien palabras inspirado en la carta, que incluya el mineral: Ágata cornalina y opcional, que contenga algo sobre la orquídea Angel´s orchid.
—¿Te gusta el cuadro? Muestra una sirena, seres míticos marinos. Su canto atrapaba incautos. Tú eres muy joven y no conociste el mar. Perderlo es lo que nos tiene a todos viviendo bajo tierra, como ratas.
Ella le mostró una piscina de agua salada en la cual echó una cornalina y pétalos de orquídea. Un empujón bastó para que el desprevenido chico cayera al agua, la cual actuó como un ácido. La anciana se zambulló en medio de esa mancha roja y ominosa, emergiendo rejuvenecida y convertida en sirena por breves momentos. Al salir, sería nuevamente vieja, y… humana.
Atardecer en Xametla, Jallisco, México. foto de Ana Piera
Desde el génesis de todas las cosas, el sol muere dulcemente entre los cerros. Al extinguirse su luz se abandona a los brazos del mar y al vaivén de su reflejo en el agua, efímero camino dorado que va desapareciendo en medio de una agonía anaranjada. Es una hermosa muerte que se repetirá una y otra vez hasta que todo acabe.
Imagen tomada de Unsplash / microcuento originalmente publicado en este blog.
El azul de sus ojos se fundía con el azul del mar y todos los líquidos de los que estaba constituido su cuerpo clamaban por volverse agua salada. La luna llena se reflejaba titilante en las olas y el canto ronco y fuerte que producían con su eterno ir […]
La superficie del mar, con su movimiento ondulante y su color azul claro parecía la piel de un animal marino de dimensiones inconmensurables. Soplaba poca brisa y las olas acariciaban con gentileza la playa, dejando un rastro espumoso que se desvanecía en segundos. A pesar de la relativa calma no le fue fácil entrar en el agua, el chaleco salvavidas francamente le estorbaba. Carlota miraba desde la orilla con cierta aprensión, pero descansó cuando vio a su marido abandonarse al fin al arrullo de las olas.
Ella se quedó viendo sin ver. Sus ojos perdidos en el horizonte mientras desfilaban en su cabeza imágenes de un pasado que se antojaba un mero sueño. Bruno de 25 años, guapísimo, pidiéndola en matrimonio. Ella, muy diferente de la mujer de rostro cansado y ojos tristes que era ahora. Siempre había sido muy atractiva, pero la belleza viene con fecha de caducidad y su pérdida se acelera ante la ausencia crónica de alegrías. Recordó también aquel salón de tango en su natal Buenos Aires; donde ambos gustaban de pasar las noches de viernes ebrios de música y vino, para luego rematar en el lecho de casados donde Bruno le había hecho el amor infinidad de veces. Tantos recuerdos. ¿Habían sucedido realmente? ¿Había existido otra vida antes de ese suceso que marcó sus destinos para siempre?
Bruno se había puesto un equipo de esnórquel. Flotaba en medio de agua color turquesa, taladrada aquí y allá por rayos de luz. Vio hermosos peces pintados de arcoíris, otros menos llamativos, pero interesantes, como el banco de pececillos diminutos que lo envolvió de repente. Sus lomos plateados reflejaron la luz del mediodía y le pareció encontrarse en medio del resplandor de algún tesoro perdido. Observó pequeñas rayas que se esforzaban en esconderse en el vientre arenoso del lecho marino para no ser descubiertas. Su esfuerzo era vano pues nada tenían que temer del hombre que en aquel momento deseaba fervientemente dejar de ser carne, piel y huesos para convertirse en escamas, branquias, arena y agua. Dejar de ser Bruno Fernández y convertirse en parte del universo acuático de una vez y para siempre. Se ensimismó tanto que logró que se ausentara el tenaz recuerdo de aquel horrible día, cuando frente a la Plaza de Mayo quedó roto entre las ruedas de un camión que le robó la mitad de su cuerpo y la voluntad de vivir.
Tras un par de horas que a él le parecieron apenas unos cuantos minutos, su exploración se vio interrumpida por los gritos de su mujer que le urgía a acercarse a la orilla. Con pesar braceó hacia la playa hasta tocar el fondo con sus piernas muertas. Con sus brazos, y con movimientos torpes y lastimosos de su cuerpo logró salir. Lejos del cobijo del agua, Bruno fue otra vez, dolorosamente consciente de su condición de parapléjico. Carlota lo esperaba junto con dos desconocidos que amablemente se habían ofrecido a ayudar. Lo subieron a su silla de ruedas y lo trasladaron a la vereda del hotel que los llevaría a su habitación. Carlota no podía verlo, aunque lo intuía: de los ojos de Bruno manaban lágrimas que, como las rayas que viera, se camuflaban con las gotas saladas que chorreaban de su cabeza.
La noche escogida la playa estaba desierta, y ante la ausencia de luna parecía boca de lobo. El aviso de tormenta y mar agitado mantenía a casi todos los huéspedes en sus habitaciones, donde el bramido del mar rompiendo, ahora sí, furiosamente contra la orilla, les llegaba atenuado y podían fantasear con una noche tranquila. Nadie los vio, nadie fue testigo del cumplimiento de ese pacto nacido de horas interminables de desesperanza y cansancio: Ocultos en la cortina de agua que caía del cielo, una mujer empujó trabajosamente a un hombre en silla de ruedas por la playa, y cuando la silla ya no pudo avanzar, el hombre se dejó caer y la mujer lo arrastró con dificultad hacia el agua revuelta. Ambos se dejaron llevar por las olas, iban abrazados, despidiéndose de la vida, buscando el abrigo eterno del mar y el descanso del cuerpo y del alma.
Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla
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Cada cierto tiempo el gigante lloraba mundos y su fértil rostro se iba poblando de seres fantásticos. Alrededor de sus ojos crecían duendes, la comisura de sus labios era un país de hadas, sus mejillas: playas acariciadas por el mar en cuya espuma vivían sirenas. Sus cejas eran densos bosques y los orificios nasales prohibidas cuevas. Cuando empezaba a escasear el espacio, con mucho cuidado, (los gigantes suelen ser muy torpes), guardaba todo en un frasco. Tenía varios, los coleccionaba y a veces en las noches sin luna, alumbrado por la luz de una bombilla, les miraba.
«Hay que recordar el vacío entre dos vidas cantando. Con el menor equipaje posible de recuerdos.» Benjamín Jarnés.
Amanece tímidamente sobre el mar y sobre la cubierta del buque de vapor “Sinaia”, Luis otea el horizonte con la esperanza de alcanzar a ver el puerto de Veracrúz. Hay muchas personas en cubierta que como él esperan ansiosos. Tras casi dieciocho días de viaje está emocionado y a la vez nervioso. A sus veinticuatro años siente que ha vivido ya demasiadas vidas y ahora tendrá que empezar otra. Los recuerdos se agolpan en su cabeza y por última vez los deja correr libres, cual caballos salvajes. No intentará suprimirlos, pues tiene la firme intención de que al bajarse del buque los deje en él, o mínimo, se queden archivados y olvidados en un rincón de su mente, de lo contrario teme que quizás no tenga la fuerza necesaria para continuar.
Buque de vapor Sinaia 1924-1946
Recuerda su infancia en el risueño pueblo de Guadix, un pueblo granadino a los pies de Sierra Nevada, con veranos cortos y cálidos e inviernos largos y demasiado fríos. En su familia, los hombres se habían dedicado siempre a reparar trenes y él mismo era un excelente mecánico ferroviario. De la mano del recuerdo le llega el olor a fierros engrasados: el olor de su taller.
Pueblo de Guadix, Granada, Andalucía, España. Photo by Jorge Segovia on Unsplash
En algún momento decidió dejar sus trenes y seguir los pasos de su hermano mayor Ginés en cuanto a política e ideas, y al estallar la Guerra Civil Española la vida los sorprende del lado perdedor. Ginés es apresado y condenado a muerte, pero la pena es conmutada por treinta años de prisión. Las lágrimas se agolpan en sus ojos y una gota salada resbala por su mejilla al recordar a su madre que perdió dos hijos de golpe.
Sus compañeros y amigos caídos en batalla, son los fantasmas que con más ahínco quisiera dejar sobre la cubierta del Sinaia; pero sospecha que siempre que mire su brazo izquierdo, chueco a consecuencia de una herida mal soldada, les recordará siempre.
mi abuelo (flecha) y algunos de sus compañeros
Perdido todo ya, logra pasarse a Francia y es recluido junto con muchos compatriotas: hombres, mujeres y niños en el campo de concentración de Argeles Sur Mer en la región del Rosellón en Francia. El infierno en la playa, pues las condiciones habían sido horribles: sin servicios, sin comida, sin un techo y a merced de los elementos. De esa etapa, nunca olvidará el viento, cortante como navaja afilada, la terrible humedad y los numerosos muertos en los primeros días de ese campamento infame. Una cosa era morir peleando y otra morir en esas circunstancias indignas.
refugiados españoles llegando al playón que se convertiría en campo de concentración en Argeles Sur Mer Francia.
El Sinaia, repleto de refugiados, zarpó del puerto francés de Sette el 25 de mayo de 1939 y al poderse contar entre sus pasajeros había logrado rehuir un destino incierto: unirse al ejército francés contra los nazis o regresar a España donde lo esperaba la muerte. ¡Había sobrevivido a tanto!, incluso a la travesía por mar que no estaba resultando fácil. Era un barco pensado para seiscientas cincuenta personas y estaba transportando mil quinientas noventa y nueve. Las condiciones eran de hacinamiento, la comida no abundaba y el estado anímico no era el mejor para nadie. Para distraerse había sabido hacerse útil en la cocina donde ofreció su ayuda. Ahí aprendió algunas cosas del oficio que estaba seguro le servirían de una u otra forma.
El Sinaia pasando por el estrecho de Gibraltar, para muchos, no volverian a estar tan cerca de España.
«¡Tierra! ¡Tierra! ¡México!», el grito cortó de tajo sus pensamientos y forzando un poco la vista tuvo el primer atisbo de su destino: las luces del puerto de Veracruz que recién despertaba a la vida cotidiana aunque ese día resultaría ser extraordinario.
Durante la travesía algunos pasajeros, intelectuales distinguidos, habían organizado un pequeño periódico donde gracias a un mimeógrafo se plasmaban las últimas noticias del mundo recibidas por radio y se organizaban conferencias para divulgar información básica sobre el país que les acogería. Luis no había sido indiferente a estos llamados para tratar de comprender a la nación que les recibía y a su gente. Pero nada lo había preparado para la bienvenida que el gobierno de México y los veracruzanos les tenían preparada: gritos de júbilo, aplausos, porras, mantas de bienvenida. El ambiente era festivo.
Llegada del Sinaia al puerto mexicano de Veracruz
Digitalización desde una copia de microfilm del Archivo General de la Nación de México. Registro de Inmigrantes Españoles en México. Archivo General de la Administración
Tras ese cálido recibimiento, Luis se sintió sereno y confiado. Pasadas las once de la mañana, fue su turno de bajar del Sinaia a quien en silencio le dio las gracias, mientras ponía pie por primera vez en tierras mexicanas.
Nunca más regresaría a España.
Fin.
Esta entrada me resultó muy emotiva por contar la historia de mi abuelo a quien yo conocí de pequeña. Sus motivos, ideas políticas y elecciones tuvieron consecuencias para él y para mucha gente que se cruzó en su vida en esas circunstancias terribles. Soy consciente que en ambos bandos hubo pérdida de vidas humanas e historias desgarradoras.
En su futuro estaba casarse con una mexicana y tener cinco hijos, uno de los cuales murió en su infancia. Hizo su vida en México y siempre tuvo un reconocimiento especial para Lázaro Cárdenas el presidente Mexicano que les abrió las puertas del país. Nunca se acostumbró a las cosas picosas de su nueva tierra. En la familia aún preparamos los Pulpos en su Tinta que aprendió a hacer a bordo del Sinaia. Yo recuerdo vívidamente su brazo chueco. Como buen mecánico, una vez nos hizo un buggy.