Navegante Eterno. Cuento Corto.

Tiempo de lectura: 5 minutos.

Mi propuesta para el VadeReto del mes de Agosto 2025, donde hay que hacer un relato basado en una imagen que escojamos de una galería que se nos presenta. Yo he escogido la que acompaña al texto (más abajo).


El océano era su vida. Había nacido en un velero, y seguía, de adulto, viviendo en uno, convertido a la vez en su hogar y medio de transporte. Sentir el rostro salpicado de brisa marina y su melena larga ondeando al viento mientras el casco blanco del «Ola Azul» atravesaba raudo la inmensidad líquida, era uno de sus más grandes placeres.

Se acercaba a tierra solo para abastecerse de agua dulce y algunos artículos necesarios: frutas, vegetales e implementos para reparar su embarcación. La proteína de su dieta venía de la pesca con arpón o red.

Se consideraba un nómada de océanos y mares. Siempre viajaba solo, evitando el contacto humano al máximo, desde que de niño sufrió la muerte de sus padres a manos de piratas que les abordaron para robarles. Su madre le salvó ocultándolo tras un gabinete.

La poca gente que le conocía, por sus infrecuentes arribos a pueblos costeros le tenían por loco y le auguraban una muerte solitaria y trágica.

Él no temía a esa muerte. Infinidad de veces se enfrentó a tormentas sin haber tenido tiempo de guarecerse. Maniobraba lo mejor que podía y aunque tenía fe en sí mismo y en el «Ola Azul», sabía que la suerte alguna vez acabaría y estaba listo para eso.

Nunca imaginó lo que el destino le tenía reservado:

Una tarde tormentosa, bajó a su camarote por un impermeable. De improviso, el violento vaivén de las olas dejó de sentirse y la embarcación toda crujió. Alarmado, escuchó el mástil romperse. Siguió un silencio ominoso. Emergió del camarote a una noche helada y oscura como boca de lobo. El barco parecía estar encallado en tierra firme. Con las primeras horas de la mañana sus ojos encontraron un paisaje surreal: su barco arruinado en medio de un vasto desierto.

Dawn Rose / Pixabay /Imagen elegida para inspirar el relato.

Bajó del velero, y sus pies, acostumbrados a la frescura del mar, se encontraron apresados por una arena seca y fina que le causó una sensación desagradable. Avanzó con dificultad, revisando el casco del «Ola Azul», que estaba roto en varios sitios. Desolado, miró a lo lejos y hasta donde alcanzaba la vista todo era yermo. Se derrumbó, incapaz de comprender lo sucedido. Así estuvo un buen rato, hasta que sintió que la arena, calentada por un sol inmisericorde, le quemaba la piel. La temperatura, que por la noche había estado tan baja, ahora subía hasta volverse insoportable. Al incorporarse, vio el árido paisaje a lo lejos desdibujarse entre ondas de calor. Buscó refugio en el camarote de su malograda embarcación, sacó una botella de whisky y se puso a beber.

Cayó en un sueño agitado inducido por la combinación de alcohol y calor. Soñaba que buceaba, arpón en mano, arropado por el mar. Sus ojos grandes observaban a las criaturas maravillosas que vivían en aquel vasto mundo: cardúmenes de peces, tiburones, rayas… Despertó justo cuando lanzaba el arpón a un pez, que en circunstancias normales se hubiera vuelto su comida. Reencontrarse con aquella realidad de pesadilla le afectó. ¿Qué había sucedido? Recordó la noche de la tormenta… quizás la fortuna se le había agotado y estaba muerto. O tal vez cruzó un umbral a otra dimensión. Esto último lo desechó, pues siempre fue un hombre práctico que no creía en esas cosas. La muerte tenía más sentido aunque le sorprendía el hecho de seguir experimentando hambre y sed. Le hubiera gustado ver a sus padres, pero la soledad le había seguido hasta en la muerte.

Al atardecer decidió explorar un poco alejándose del barco. Como adivinando su intención, un viento insidioso que barría la arena con movimientos de serpiente lo desalentó. Pronto el viento se volvió tormenta, levantando arenilla que le cegaba y golpeaba como alfileres. Tuvo que encerrarse en el camarote. Tapó ventanas con lo que pudo, pues las pequeñas y finas partículas se colaban por todos lados. ¿Qué clase de infierno era aquel? ¿Qué dios podía ser tan cruel que le cambiara su amado océano por un desierto estéril y su amado velero, donde había sentido la libertad más hermosa por una cárcel?

Cuando el agua y el vino se acabaron, se preguntó, ¿qué seguiría? ¿Morir de nuevo? Presa de la desesperación, deseó con vehemencia algo imposible: que lloviera sobre aquel arenal inclemente. A lo lejos escuchó sobresaltado el ruido inconfundible de un relámpago. Miró en esa dirección, y observó incrédulo nubes oscuras, cargadas de líquido, que pronto estaban encima, derramando generosamente su contenido. Rió como un loco, bailó y saltó en medio de aquella lluvia. Luego reaccionó y sacó recipientes para recolectar el agua. La lluvia terminó pronto, pero fue suficiente para llenar sus reservas y refrescar su maltratado cuerpo. Trató de encontrarle lógica a lo que acababa de pasar. Desconocía casi todo sobre los desiertos, no sabía si era posible que lloviera en ellos, aunque fueran desiertos del inframundo. ¿Acaso su deseo había tenido algo que ver? Bebió aquella agua de lluvia, definitivamente se sentía real.

Al acabarse la comida deseó tener peces entre sus manos, para cocinarles y comer. Tras unos segundos, escuchó de nuevo un tronido que venía del cielo. Primero, cayó un pez sobre la cubierta. Escéptico, lo tomó. El animal se retorcía furioso, sintió la humedad de la escamosa y acerada piel. La boca se abría y cerraba en un vano intento por respirar. Luego, cayeron otros cuatro más. Estupefacto, miró aquella bonanza inesperada. Si aquello era la vida después de la muerte, quizás él todavía podía influir en ella.

La tristeza cambió a expectación. Tal vez él tenía potencial para cambiar su realidad. ¿Hasta dónde podría transformar aquello que le rodeaba? Imaginó el mar, se vio a bordo del «Ola Azul», disfrutando días de calma y también sorteando tempestades, necesarias para templar el espíritu.
Poco a poco, la seca arena se humedeció. Se formaron charcos que gradualmente se interconectaron, y el nivel del agua subió lentamente. La embarcación, antes fracturada, ahora flotaba sin problemas sobre un mar imaginado. Se dispuso a navegar en aquel imposible. No sintió mucha diferencia con los mares que había conocido antes. Un agradable viento le acarició el rostro. Volvió a ser feliz. Decidió cambiarle el nombre a su velero, de «Ola Azul» a «Navegante Eterno».

La muerte no era el fin de todo, sino el inicio de algo nuevo, algo sobre lo cual él todavía tenía algo que decir.

Ana Piera.

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¿Cómo iban a saber? – Microrrelato.

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Fue en el mar – Relato Corto.

Mi participación para el reto de El Tintero de Oro, que en esta ocasión fue en modalidad anónima. No podíamos publicar los relatos hasta que terminara el concurso. Mi relato entró dentro de las «menciones honoríficas» lo cual agradezco infinitamente. Si quieres ver los resultados y la gala de premios da clic ACÁ

El «Sarsia» zozobró en medio de la noche y al apagarse sus luces, las tinieblas intensificaron el terror. En medio del caos, identifiqué a otros dos marineros, que como yo, se encontraron en el camino de tablas y aparejos que flotaban. Los gritos de quienes se ahogaban, ya nada tenían de humanos, confundiéndose con los ruidos que hacía la nave al hundirse: estertores de un animal herido de muerte. Nada podíamos hacer. Aferrados a nuestros salvavidas improvisados y sin visibilidad, nuestra propia situación era precaria. Pronto solo quedó el ruido del oleaje chocando contra nuestros cuerpos.

—¡Resistan! —gritó uno de los tres castañeteándole los dientes. ¡Soy Ju…Julio Gia…nni!

Supongo que su nombre debía darnos valor. Sería quizás el capellán. Sobre lo de resistir, más fácil era decirlo, que hacerlo. Empapados, ateridos de frío, con sed y miedo, debíamos tratar de distraer nuestra mente para no caer en la desesperación. Repasé lo sucedido poco antes de embarcarme: tras cinco años encarcelado, por fin pude sobornar al guarda. Paladeé, como un buen vino, esa primera noche de libertad. De algún lado robé ropa y me fui al embarcadero, donde subí al Sarsia como polizón…

Al amanecer, los restos del naufragio eran escasos y el océano había reclamado a Gianni.

El hombre que quedaba, con su barba y cabello empapados, y el rostro acartonado por la sal, se me figuró un extraño animal marino. Señaló con el dedo algo que flotaba a lo lejos.

—¿Ves eso?

—Una tortuga quizás —contesté cansado.

—No. Es uno de los botes salvavidas, está boca abajo.

Agucé la vista. Sí, podía ser.

—¿Puedes nadar hasta él?

—¿Por qué no nadas hacia él?

—Soy mayor, debo ahorrar fuerzas. Yo te cuido el madero.

Dudé. Aquel objeto era mi salvavidas y no debía perderlo.

—¡Vamos! ¡Debemos intentarlo!

Braceé en dirección al supuesto bote. En algún momento paré y miré hacia atrás. ¡Mi madero flotaba alejándose! «¡Hijo de puta!». Con el corazón desbocado nadé con más ahínco hasta tocar lo que parecía ser, en efecto, uno de los botes salvavidas. Era demasiado pesado para voltearlo yo solo. Le hice señas al marinero, quien nadó lento hasta donde me encontraba. Entre ambos, y con muchos trabajos, maniobramos hasta que pudimos subirnos a él.

—Te lo dije muchacho —dijo sonriendo—. Soy Ross.

Su cara avejentada me era familiar, quizá le había visto entrar en la bodega donde me oculté. Y luego, ¡la coincidencia de nombres!, pues yo también me llamaba Ross, aunque no se lo dije. Nadie debía saber mi identidad.

—¡Soltaste el madero! —le reproché.

—¡Se me zafó! No tiene importancia. ¡Tenemos esto! —dijo golpeando el bote dos veces con los nudillos mientras me mostraba sus dientes en una extraña mueca —No eres parte de la tripulación, ¿verdad?

No contesté. Ross, el viejo, me lanzó una mirada inquietante. Me pareció que se asomaba a mis secretos, que conocía mi identidad.

Cuando el hambre, la sed y el sol parecían insoportables, se quitó la camisa, usándola cual red para atrapar peces. Le miraba incrédulo, pero al final sacó un pez, al que embistió a dentelladas hasta que este dejó de moverse en su boca. Me miró mientras su barba espesa chorreaba sangre. Traté de imitarlo fracasando muchas veces, cuando por fin pude sacar un pez diminuto y me lo eché en la boca, este se escapó y cayó en el piso del bote mientras yo tuve amagos de arcadas. Lo recogió sonriendo, burlon. Pensé que me lo daría, pero lo engulló sin miramientos.

Pasábamos la mayor parte del día guareciéndonos como podíamos del sol y por las noches el frío nos calaba los huesos. Me sentía débil y un día la desesperación me hizo tomar agua de mar.

—¡Eso es chico! ¡Acábatela toda! ¡Hay que acelerar lo inevitable!

Después de dar unos cuantos tragos, no pude más y me eché a llorar sin lágrimas.

—La juventud no sabe enfrentarse a las adversidades. ¡Mírate! ¡Estás hecho un guiñapo!

—Por… favor… ayúdame.

—Los asesinos no merecen vivir —dijo.

Quise gritarle que el hombre que maté había tundido a golpes a mi madre y que uno de mis hermanos había nacido muerto por las palizas, pero ya no tenía voz.

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No lo ayudé. Al otro día aquel debilucho estaba muerto. Lo desnudé y lo tiré por la borda. Su cuerpo blanquecino, como un fantasma, se alejó del bote a merced de las corrientes. «Ya era hora, pedazo de estúpido».

Quiso la suerte que esa noche lloviera. Saqué la lengua para beber con fruición aquel regalo y por primera vez en días tuve la certeza de que sobreviviría. Días después, al ser rescatado, me preguntaron si había habido otros sobrevivientes, conté sobre un infortunado Ross, un polizón que no había durado ni doce horas. Me identifiqué como Julio Gianni y pedí que me dejaran en el siguiente puerto.

Nadie sabría sobre la lucha que se libró en ese bote, donde tuve que dejar morir la parte joven e inocente de mí mismo, para dar paso a este adulto triste que ahí enfrentó a sus propios fantasmas y a la misma muerte. La gente que hoy me mira a los ojos intuye esa pérdida, muchos la reconocen en ellos mismos, pero no saben precisar cuando sucedió. Yo sí, fue en el mar, tras el hundimiento del «Sarsia».

884 palabras.

Autor: Ana Piera

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Nueva Vida – Cuento corto.

Mi propuesta para el VadeReto del mes de Junio, que nos pide un relato optimista y esperanzador inspirado en la imagen de unas palomas, puedes dar clic para verla aquí.

Un día una anciana excéntrica se fue a vivir a una cabaña abandonada ubicada en un bosque templado. Sus posesiones más valiosas eran una varita mágica y un palomar con algunas cuantas palomas. Aislada de todos y acompañada de las aves, la mujer, que en realidad era una maga poderosa venida a menos, a veces se ponía a lanzar encantamientos sin ton ni son. De esa forma algunas partes de la foresta quedaron hechizadas con resultados variados. También, al morir ella, uno de sus tantos hechizos locos había dejado una paloma mágica e inmortal: Corina.

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Carlitos se dio cuenta de que había perdido a Timy y Moly cuando ya llevaban más de la mitad de camino a casa.

—¡Noooooooo! ¡Timy y Moly se quedaron en el campamento! —gritó con todas las fuerzas que un niño de cinco años y buenos pulmones es capaz. Los padres de Carlitos se miraron preocupados y la hermana mayor se quedó mirando fijamente a su padre que iba al volante, pues temía lo peor. ¡Y lo peor para ella pasó! El hombre dio un brusco viraje y emprendieron el largo camino de regreso. Hayas, sicómoros, robles y demás les miraban burlones al pasar. La hermana adolescente reclamaba la decisión, mientras su hermano menor lloraba solo un poco menos desconsolado.

Al llegar al sitio del campamento, esperaban encontrar a Timy, el oso de felpa café y a Moly, la osa de felpa blanca y nariz ligeramente mayor que la de Timy. Ambos tenían en los carrillos, unos botones que simulaban ser mejillas sonrosadas. Los juguetes no se veían por ningún lado y Carlitos entró en crisis y tuvieron que retomar camino entre berridos y ataques de pánico además de innumerables «¡Se los dije!» de la hermana. De nada servía que le prometieran al histérico chiquillo que le iban a comprar otros, él solo quería a su Timy y Moly. ¿Pero, qué había pasado con ellos?

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Para empezar, no se llamaban así, sino: Ángelo y Donatella. Ambos habían visto incrédulos cómo se olvidaban de ellos pensando que formaban parte de la basura del campamento. Una vez que la camioneta partió, Donatella tomó la mano temblorosa de Ángelo y empezaron a caminar alejándose del sitio y de los senderos frecuentados por los campistas.

—¿Estás loca? —dijo el osito, mirando hacia atrás, esperando ver la camioneta de vuelta.

—¿No te das cuenta Ángelo? ¡Somos libres! —al decir esto las mejillas sonrosadas de Donatella se pusieron rojas como manzanas.

Ángelo parecía preocupado y no muy convencido de que la libertad era lo que más les convenía.

—Si no regresan por nosotros, iremos al verdadero vertedero de basura —dijo ella, y ahí sintió que su compañero dejó de resistirse.

Ambos caminaron mucho metiéndose en un bosque denso y pronto llegaron a la vera de un río de poca profundidad y anchura.

—¿Nos bañamos? ¡Hace tanto que no tomamos un baño! —dijo la osita mientras Ángelo trataba de detenerla.

—¡El agua está fría! —gritó—. ¡No puedes! ¡No debes! Y, ¿si nos descomponemos?

—¡Tontito! —dijo Donatella con más de la mitad de su rechoncho cuerpo en el río. ¿No te acuerdas de que nos metían en la bañera? Más de una vez nos olvidaron ahí más de lo debido. No pasa nada.

Ángelo dio unos cuantos pasos vacilantes, pero al final terminó metido en el riachuelo.

—No está mal —dijo, y por primera vez en ese día sus mejillas se pusieron rojas.

Se habían puesto a jugar, nadando, flotando y aventándose agua a la cara cuando el semblante demudado de la osa hizo que el Ángelo volteara en la dirección que ella miraba. Lo que había era un oso, pero uno de verdad, enorme, de pelaje café oscuro que los miraba con interés desde el otro lado.

—¡Nos comerá! —gritó el osito aterrado.

—Los osos de verdad no comen osos de peluche —dijo Donatella—. ¡Quedémonos quietos!

Pero el formidable animal caminó curioso y se detuvo frente a ellos. Al lado de los ositos parecía una colosal y peluda montaña.

—¿Y bueno, qué tenemos aquí? —dijo con voz profunda.

—¿Cómo es que habla? —cuchicheó Ángelo.

—Nosotros tampoco deberíamos poder hablar… ni caminar por nuestra cuenta, ni recordar —dijo Donatella, y se veía muy confundida, parecía que era la primera vez que pensaba en eso.

El oso real bajó la cabeza hacia ellos:

—¿Quieren volverse osos de verdad?

Los ositos se miraron uno al otro muy asombrados.

—¿Es posible eso? —dijo Donatella emocionada.

—Sí, pero antes debo decirles que su familia regresará por ustedes. Si quieren estar con ellos deben volver al lugar donde estaban; ahora, si desean volverse osos de verdad solo díganlo y sucederá.

—Yo ya no quiero ser el capricho de Carlitos —dijo la osa convencida.

—Yo… yo… —Ángelo trastabillaba —yo no quiero separarme de ti. Prefiero mil veces estar contigo que con Carlitos, que es muy voluble —el osito llevó su pequeña garra a su abdomen, donde estaba la huella de un tijeretazo que había sido remendado torpemente.

El oso levantó una pata y por un momento los ositos pensaron que iban a acabar estampados contra el lecho del río, pero lo hizo con una delicadeza tremenda, deteniéndose a solo centímetros de sus pequeñas cabezas. Luego lanzó un sonoro gruñido que hizo temblar al par de amigos. En ese momento oyeron un suave aleteo, una hermosa paloma, enteramente blanca y de ojos amarillos-anaranjados, apareció y voló alrededor de ellos.

—¿Corina, puedes darte prisa? —dijo el oso grande—. Mi pata se está cansando.

La paloma comenzó a volar más rápido alrededor y los ositos experimentaron un aumento de tamaño, su frío interior de borra mojada, se sintió cálido, mientras sangre, huesos y músculos se iban formando en sus cavidades internas. Al final Corina bajó la intensidad y terminó parándose en la nariz de Bart, que así se llamaba el oso grande.

—¡Buen trabajo Corina!

—De nada grandote, ya sabes que siempre estoy lista para lo que se ofrezca. ¿Los llevarás contigo?

—¡Claro! Este par ya forman parte de mi familia. Les enseñaré la vida de los osos de verdad y aprenderán todo lo necesario para prosperar en libertad.

Corina se alejó volando, y Bart guio a Ángelo y a Donatella hacia su nueva vida. Iban excitados y muy felices.

Autor: Ana Piera.

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Quetzalpilli por Ana Laura Piera — MasticadoresMéxico

Este cuento ya lo había publicado en mi blog. Fue merecedor de un reconocimiento por parte de El Tintero de Oro en su XXVII edición. Si ya lo leíste y te gustó, te pido que lo apoyes en Masticadores, si aún no lo has leído te invito a que lo hagas y me dejes tu opinión.

Quetzalpilli parecía un bultito color canela en medio de su cuna. Sus rasgos indígenas eran muy armoniosos y el negro de sus ojos tenía el brillo de la piedra de obsidiana. Resultó ser un niño fuera de lo común. A los tres meses yo lo vi moviendo de forma […]

Quetzalpilli por Ana Laura Piera — MasticadoresMéxico Editor: Edgardo Villarreal

EN LA NOCHE

Mi participación para Va de Reto Agosto 2021: Crear un relato donde la noche sea la protagonista.

Si das clic en la imagen te llevará al sitio de JascNet «Acervo de Letras»

Todas las noches, expectante, he sido testigo de la transformación de la Luna: ayer aún estaba en su fase menguante y hoy es ya un ojo con iris de plata asomado entre las nubes. Su luz blanquecina baña las calles y edificios y le confiere cierta belleza a esta ciudad hostil. De una esquina veo salir a un borracho tambaleándose; yo también tiemblo y me desgarro por dentro, el instinto me dice que vaya a por él, pero lo dejo perderse en las calles desiertas. Nunca sabrá lo cerca que alguna vez le acechó la maldición de la eternidad. Continuará su camino sumido en esa ignorancia feliz.

Desde mi primer cambio no me he alimentado, me es imposible. Reconozco que soy débil. No pertenezco a este mundo de sombras y ya no puedo regresar a lo que era. Un aullido lejano me llena de alegría. ¡Por fin! En otro tiempo y en otra vida me hubiera helado la sangre, pero hoy me dirijo hacia él sin temor.

Ahora lo veo. Es terriblemente hermoso. Su fornido cuerpo está cubierto por un denso pelaje, es mitad humano y mitad lobo, su mirada es feroz y rojiza, sus colmillos, afilados.

—Pensé que no llegarías a la cita —dice jadeante, todavía adolorido por su reciente transmutación.

—¡Ayúdame! —acierto a decir con apenas un hilo de voz.

—¿Estás segura? —su voz ahora es firme, imponente y ansiosa. Sus fosas nasales se ensanchan llenándose con mi olor.

—Sí.

Se abalanza sobre mí y con sus potentes fauces me inmoviliza. En una de sus garras lleva una estaca de madera que clava con fuerza en mi pecho y que atraviesa mi corazón.

Soy libre.

Desde otro plano observo al hombre lobo devorar a la vampira. El rostro pálido y helado, ya carece de expresión. Escucho el ruido seco de la espina dorsal al partirse en dos, mas yo ya no estoy ahí. Me elevo libre y la noche me recibe en sus negros brazos.

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla

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Mutando por Ana Laura Piera — MasticadoresMéxico (Microcuento)

Imagen tomada de Unsplash / microcuento originalmente publicado en este blog.  

El azul de sus ojos se fundía con el azul del mar y todos los líquidos de los que estaba constituido su cuerpo clamaban por volverse agua salada. La luna llena se reflejaba titilante en las olas y el canto ronco y fuerte que producían con su eterno ir […]

Mutando por Ana Laura Piera — MasticadoresMéxico

De Magos y Estrellas…

Una vez hubo un mago enamorado de una estrella…

El anciano miraba desde la torre más alta del viejo castillo. Iba de cuarto en cuarto, asomándose en todos los balcones, esperando tener una mejor perspectiva del cielo nocturno, pero todo era en vano. Llevaba varias noches buscándola y no encontraba su estrella, esa que era la luz de sus noches, la blancura de sus horas, la frialdad gaseosa que a pesar de su naturaleza gélida, mantenía tibio y latiendo su corazón. «Alhena, Alhena, ¿dónde te has metido? ¡Esto es horrible!»

Alhena la brillante, la hermosa, la rebelde que una noche dejó su nación de estrellas y bajó a la tierra, enamorada de un mago. Consumada su unión, ella tuvo que regresar a su puesto en el cielo y desde ahí lo había amado fiel y constante. Fue testigo de los estragos del tiempo en su amante, vio la noble barba oscura convertirse en una cascada nívea, el liso de su frente volverse barrancas de sal. Él había cambiado tanto, pero el amor que se tenían era inmutable. Vencido por una tristeza mortal el mago se dirigió a su habitación. Tras incontables horas de derramar lágrimas, estas hicieron un río debajo de su lecho, diminutos peces nadaban en él siguiendo el curso del agua hasta el sótano. Libros y muebles flotaban en aquella tristeza acuática que minaba los cimientos de la antigua construcción.

De repente, en medio de la oscuridad, un tímido destello se hizo presente dentro del dormitorio del anciano. Este mantenía cerrados los ojos y no lo percibió sino hasta que el fulgor se había vuelto tan brillante que era imposible ignorarlo. «Oh mi amor, mi dulce amor. Thuban, no llores, mírame, aquí estoy, ya es hora». Thuban, el mago, abrió los ojos y de inmediato fue cegado por la luz de Alhena. Sus ropas se vaporizaron y quedó desnudo. Oleadas de un placer celestial inundaron al viejo, su cansado cuerpo se estremecía y con cada movimiento la juventud perdida regresaba a él. Entonces, carne, huesos y gases helados, se fundieron gozosos para siempre y se elevaron despacio rumbo a su lugar eterno en la noche del mundo.

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla

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