¡Que sea doble! – Microteatro.

Microdrama sobre inteligencia artificial y emociones humanas.

Inspirándome en los retos del microteatro de Merche Soriano, hice esta pequeña pieza de microteatro.

ESPACIO ESCÉNICO: Una taberna vacía, barra al centro, luz tenue.

PERSONAJES:

Robot tabernero. (Androide con cara humana, pero algo tiesa, cuerpo metálico, gestos mecánicos, sensación de estar inacabado), su ropa se ilumina con luz de acuerdo a su estado de ánimo.

Cliente: José, humano, aspecto cansado, irónico.

ESCENA ÚNICA:

El robot tabernero se encuentra limpiando la barra cuando entra José quien se sienta sin saludar. En cuanto ve a José las luces de su traje se «prenden» y despiden una luz azul celeste, muy tenue. No debe molestar ni ser muy llamativa.

TABERNERO:
¡Qué gran placer tenerlo aquí! ¿Qué le voy a servir hoy?

JOSÉ:
¡Algo fuerte! Mi mujer me tiene cansado.

El Tabernero saca una botella de tequila y mientras sirve echa miradas curiosas a José.

TABERNERO:
Es una pena escuchar eso, pero si su mujer le causa tantos conflictos, ¿por qué sigue con ella?

JOSÉ:
¡Cómo se nota que eres una máquina! No te ofendas, pero es verdad.

El Tabernero sonríe y le extiende el «caballito» de tequila a José.

TABERNERO:
No se preocupe, no me ofende en lo absoluto. Me encantaría entenderlo.

JOSÉ:
La Loli es como una droga, ¿me entiendes?

TABERNERO:
Me parece fantástico que busque solaz en los psicotrópicos, pero debo advertirle que las drogas no son muy buenas, a nivel global, 11.2 millones de personas se inyectan drogas. Alrededor de la mitad vive con hepatitis C; 1.4 millones con VIH y 1.2 millones, con ambos.

José hace cara de fastidio y le da un trago a su tequila.

JOSÉ:
No sé por qué vengo a esta taberna.

TABERNERO:
¡Nos encanta tenerlo aquí! Es un gusto enorme poder servir a la especie humana y relajarlos un poco. Y bueno, creo que sus visitas son porque damos un 15% de descuento a las personas que trabajan en el campo de la informática y usted debe ser programador.

José se ríe.

JOSÉ:
Es verdad. Bueno, yo no me drogo y jamás lo he hecho.

TABERNERO:
¡Oh, eso es grandioso! Pero dice que ella es como una droga. ¿Si no se droga, cómo sabe sus efectos?

JOSÉ:
Bueno, todo el mundo sabe los efectos de las drogas: Son adictivas. Y yo soy adicto a ella, sus berrinches, a sus celos, a nuestras tórridas reconciliaciones…

TABERNERO:
Me hace feliz escuchar eso, de verdad. Creo, sin embargo que ustedes, como especie, son algo autodestructivos. Aman lo que les hace daño.

JOSÉ:
¿Estás juzgando?

TABERNERO:
¡En absoluto! Se trata solo de una opinión.

JOSÉ:
¿Me pones otro tequila?


El robot tabernero mira la botella de tequila pero en vez de servir otro trago la regresa a su lugar. La luz celeste ahora parpadea suavemente.

TABERNERO:
No sabe el gusto que me da escucharlo pedir otra bebida espirituosa. Aunque, ¿sabe los daños que produce el alcohol?
Se estima que en el mundo hay 237 millones de hombres y 46 millones de mujeres que padecen trastornos por consumo de alcohol. Su abuso causa gastritis, hepatitis o cirrosis hepática, hipertensión arterial…


José suspira frustrado

JOSÉ:
Un buen tabernero debe servir y escuchar al cliente, sin juzgar y mucho menos soltarle esa cantidad de datos espeluznantes.

TABERNERO:
¡Oh! Agradezco lo que me dice, siempre quiero mejorar. Puede ser que tenga un fallo en mi programación. Haré un reporte y lo mandaré para que me revisen.

José saca de su traje un enorme y llamativo control remoto y lo apunta al robot. El robot tabernero pone cara de sorpresa y levanta las manos como si lo estuvieran asaltando. Sus luces cambian a amarillo, parpadeante.

TABERNERO:

¡Ese control remoto es encantador! Aunque, si fuera posible, me gustaría que no lo apuntara hacia mí.

José oprime el control y el robot se apaga. Luego oprime algunos botones y empieza una grabación de voz en el mismo aparato:

JOSÉ:
Prueba 345 fallida para el modelo XSMTQM2050, robot tabernero. Necesario checar algoritmos y rutinas de procesamiento. Está resultando muy difícil replicar la empatía humana en los prototipos.

José guarda el aparato en una de sus bolsas, pasa a la barra, busca la botella de tequila y una copa de mayor tamaño, regresa con ella a su asiento y se sirve.

JOSÉ:
¡Esta vez que sea doble!

Autor: Ana Laura Piera

Nota: un «caballito de tequila es un pequeño vaso especial para servirlo de forma tradicional.

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El Cuadro.

Perdón, lo estoy republicando pues por error lo había envíado a la papelera y por alguna razón ya no lo pude restaurar en su fecha original.

En este mes de febrero 2025, el Tintero de Oro convoca a un nuevo concurso. Ya que se homenajea a R.L. Stevenson y su magnífica novela «La Isla del Tesoro» (que leí de adolescente y me encantó), se ha de escribir un cuento de piratas que no exceda las 900 palabras. Este relato es una adaptación de otro ya publicado en mi blog hace tiempo. Le hice una «poda» necesaria, (increíble todo lo que a veces «sobra» en un relato sin límite de extensión). Actualización: Relato ganador de El Tintero de Bronce en el concurso.

«Esto se ha vuelto un vicio» —pensó Manuel mientras se dirigía a su trabajo como guardia de seguridad en una galería de arte. Siempre había trabajado de noche, salvaguardando los bienes de otros, mientras a él le robaban todo, hasta a su mujer.

Esa vez, durante el rondín, entró a una de las salas y sintió un frío tremendo que lo hizo respingar. Pensó que era un tema del climatizado hasta que algo helado le golpeó en la cara. «¿Nieve? ¡Qué locura!». Partículas heladas golpeaban su rostro como si estuviera en medio de una ventisca. Se dio cuenta de que el frío provenía de una pintura, alumbró con la linterna y leyó: «Paisaje Alpino». Max Besnard. Con una mezcla de miedo y curiosidad se acercó aún más. Tuvo la sensación que el cuadro se agrandaba, aunque en realidad era él quien se encogía. Sintió que caía al vacío, reaccionó y alcanzó a asirse a duras penas del marco de la pintura. Logró sentarse a horcajadas sobre él, con una pierna en el «Paisaje Alpino» y la otra colgando hacia la galería. Si se estiraba, podía tocar la nieve, o incluso, entrar de lleno en la obra, perderse en ella, caminar en medio de aquella helada blancura y asomarse a la casita típica que Besnard pintó a lo lejos. Aunque estaba maravillado, le preocupaba regresar. Intentar saltar al piso era un suicidio, cerró los ojos tratando de pensar y de repente ya no estaba en el cuadro, sino de pie, con su estatura normal, empuñando su linterna a la pintura. Ni rastros de frío o nieve, parecía que nada hubiera sucedido. «¿Qué rayos había sido eso? ¿Una alucinación?». Mientras terminaba su turno, se repetía a sí mismo que todo debió ser una mala jugada de la mente. En su casa, sin embargo, comprobó que tenía el rostro irritado por el frío y sintió los primeros síntomas de un resfriado.

En su siguiente jornada se detuvo más de lo normal en la sala donde se exhibía el «Paisaje Alpino». Tenía la esperanza de repetir lo vivido días atrás, sin éxito. Tuvo más suerte otra noche, justo cuando ya se daba por vencido. Se trataba de la pintura de un galeón pirata en medio de un mar tempestuoso. Logró sentarse en el marco y disfrutó mirando las olas pasar tan cerca de él que lo salpicaron de agua salada. Observó también las sombras de enormes animales marinos que nadaban en las proximidades del gran barco. De la nave le llegó, atenuada por el rumor del mar, una fiera melodía que los piratas cantaban al calor del vino.

Con el tiempo, con solo desearlo, pudo entrar o salir de las obras. Estas vivencias resultaron ser lo más gratificante que había sentido en mucho tiempo: el sexo le era indiferente, no tenía familia ni amigos, ni ninguna otra afición, por eso el día que supo que lo iban a despedir creyó enloquecer.

—Usted no es el mismo de antes, Manuel —le dijo el dueño, Mr. Carter—. El personal de la mañana ha encontrado puertas abiertas, alarmas desactivadas, ropa y artículos extraños tirados en las salas. ¿Qué diablos hacía un remo a mitad de la sala de «Cubismo»? El viernes será su último día, lo siento.

Aquella noche, en la abrumadora soledad de su departamento, abrió una caja con cosas de su exmujer, mismas que nunca le mandó, primero por rencor y luego por desidia. Entre otras cosas encontró una pequeña acuarela de una naturaleza muerta. No se imaginaba entrando en ella. Recordó con nostalgia su cuadro favorito, el de los piratas, y la canción que cantaban y que él ya hasta se había aprendido. Lloró como un bebé y luego, tomó una decisión.

En su último día de trabajo, desactivó temporalmente las alarmas y fue directo al cuadro del galeón. Con mucho cuidado, desprendió el lienzo de la moldura, lo enrolló amorosamente y lo guardó entre su ropa. Abandonó la galería y desde la seguridad de un callejón le llegó lejano el sonido de la alarma y de las sirenas de la policía. Después de eso no regresó a su casa y nunca pudo ser localizado.

El cuadro cuelga hoy en la sala de una familia cualquiera, el padre lo compró en un bazar de cosas usadas. Si alguien fuera lo suficientemente observador, vería algunas veces algo de movimiento en él. Y si esa persona pudiera hacerse pequeña, tal vez podría nadar hacia el galeón y subir a la nave. Observaría entonces a aquellos hombres rudos, ebrios de vino cantando sus aventuras. Tal vez le llamaría la atención un pirata nuevo, sin mucha pinta de pirata pero con todo el entusiasmo, alzando su copa jubiloso y cantando junto a todos los demás.

788 palabras.

Autor: Ana Laura Piera.

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https://bloguers.net/literatura/el-cuadro-12/

Lo que sigue es un experimento: un podcast sobre este relato, realizado con IA. Gracias a Tarkion por compartir sus conocimientos en su blog. Si quieres visitarlo da clic AQUI. Pienso que la IA puede ser una herramienta valiosa, en lo personal yo solo la uso para ilustrar mis cuentos y ahora experimenté haciendo este podcast (que no pretende sustituir un podcast profesional).

El Árbol Solitario.

Aprovecho para desearles a todos feliz año 2024.

Su existencia solitaria se hacía más difícil en invierno. En medio de la llanura, sufría los embates de las heladas y los vientos. Maldecía con fervor su semilla, que el viento esparció y lo había alejado de otros como él, sembrándolo en ese paraje desolado. Clamaba al cielo por el alivio de la muerte, quizás una tormenta de hielo que congelara su savia, o un rayo que lo partiera en dos y lo quemara por dentro.

En los últimos días del año, una tormenta formidable se desató sobre aquella zona y el árbol pensó que ahora sí tendría posibilidades de morir. Si sus raíces no se lo hubieran impedido, se hubiera movido hacia donde los rayos caían con más furia con la esperanza de que alguno le cayera encima. Al fin, un latigazo de luz hirió su carne de madera quemándolo por dentro. «¡La muerte!» —pensó agradecido.

Lo cierto es que el árbol no murió, pero quedó muy mal herido. Los dolores llegaron a ser tan insoportables que se sorprendió deseando alivio.
Con cada día que pasaba se iba sintiendo un poco mejor y al final del invierno casi había sanado por completo. Con la primavera salieron algunos brotes de hojas de su tronco chamuscado. Cuando su follaje se multiplicó, las aves, a las que antes no prestaba atención, volvieron a hacer sus nidos en él. Notó que aquellas pequeñas presencias aliviaban su soledad. Aprendió a apreciar las cosas a su alrededor y que antes eran invisibles para él: desde pequeñas lagartijas y ratones hasta las rocas que se encontraban cerca y que estaban cargadas de una belleza especial.

Con el cambio de actitud, vino el contentamiento y ya nunca pidió morir. También ese año comenzó a visitarlo por las tardes un niño que gustaba de leer bajo su sombra.

El árbol conoció la felicidad.

Autor: Ana Laura Piera

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EL VICIO

«Esto se ha vuelto un vicio, un maldito vicio” —pensó Manuel mientras se dirigía al trabajo. Trabajaba como guardia en una galería de arte. Siempre había trabajado en el ramo de la Seguridad, salvaguardando los bienes de otros, mientras a él le robaban todo, hasta a su mujer. “Malditos turnos nocturnos, pinche vieja calenturienta”.

Ya no pensaba en sexo, hacía tiempo que su miembro era tan solo un apéndice fofo y casi sin vida, sin más oficio que el de soltar el chorro tibio de orina diaria, y aunque sabía que ahora existían medicinas que podían ayudarle, desconfiaba. Afortunadamente había algo que lo traía loco, su nuevo “vicio”, como él lo llamaba.

Sucedió una noche mientras él daba un rondín. Al entrar en una sala sintió un frío tremendo que lo hizo respingar. Maldijo a José, el chico encargado del climatizado, pensando que había dejado muy baja la temperatura de esa sala en particular. Cambió de opinión cuando algo helado le golpeó en la cara, “¿Nieve? ¡Qué locura!”. Partículas heladas golpeaban su rostro como si estuviera en medio de una ventisca. Se dio cuenta de que el frío provenía de una pintura, alumbró con la linterna y leyó “Paisaje Alpino”, autor: Max Besnard. Sintió una mezcla de miedo y curiosidad que lo hizo acercarse. De repente tuvo la sensación que el cuadro cambiaba de tamaño, se agrandaba, aunque en realidad era él quien se encogía. Se sintió caer al vacío, reaccionó y alcanzó a duras penas a asirse del marco de la pintura.

Logró sentarse a horcajadas sobre él, con una pierna en el “Paisaje Alpino” y la otra colgando sobre el marco, hacia la galería. Si se estiraba podía tocar la nieve, incluso hubiera podido entrar de lleno al cuadro, perderse en él, caminar en medio de aquella helada blancura y entrar en aquella casita típica que Besnard había pintado a lo lejos “¿Quién viviría ahí?”, tal vez tendrían café calentito ¡vaya que lo necesitaba! El frío le calaba los huesos. Aunque estaba maravillado, ahora se preocupaba por regresar. Intentar saltar desde el marco al piso era un suicidio, cerró los ojos tratando de pensar y de repente ya no estaba en el cuadro, sino de pie, con su estatura normal, empuñando su linterna a la pintura; ni rastros de frío o nieve, parecía que nada hubiera sucedido. Completamente desconcertado, se cuestionó: “¿Qué rayos había sido eso? ¿Una alucinación?». Mientras terminaba su turno se repetía a sí mismo que todo debió ser una mala jugada de la mente; pero cuando llegó a casa, vio su reflejo en el espejo: tenía la cara bastante lastimada por el frío, especialmente la nariz, tanto que al tocarla le dolía. Empezó a sentir los primeros síntomas de una gripe.

“Lo peor de vivir solo es cuando te enfermas y no hay quien se preocupe de que estés cobijado, o de que tengas suficiente medicina” —pensaba Manuel mientras guardaba cama. La dichosa gripe resultó ser bastante fuerte y lo obligó a faltar al trabajo. “Ni una llamada de nadie, ni siquiera un perro que me ladre, ni un caldo de pollo… Nada”. Tal vez si hubiera tenido hijos ahora no estaría tan solo, pero nunca fue niñero y en su juventud la idea de tener hijos le daba escalofríos.

A los dos días ya estaba de vuelta en el trabajo y recorrió el local una y otra vez deteniéndose más de lo normal en la sala donde se exhibía el “Paisaje Alpino”. Tenía la esperanza de repetir lo vivido días atrás, sin éxito. Tuvo más suerte otra noche, justo cuando ya se daba por vencido. Esta vez escuchó sonidos extraños: choques metálicos mezclados con gritos de hombres y bestias, aguzó el oído pues la fuente del ruido al parecer quedaba lejos de donde él se encontraba. Una mezcla explosiva de temor y curiosidad lo impulsó a caminar hasta una sala temática de “Grandes Batallas” y descubrió un lienzo titulado “Conquista de Jerusalén” de un tal Max Adler. Se quedó petrificado viendo cómo la imagen pintada en el cuadro cobraba vida, era una batalla entre fieros Caballeros Cruzados e indómitos Musulmanes. Tuvo miedo, pues la escena era terrible y brutal, corría sangre por doquier, tanta, que pudo oler el típico olor dulzón y sintió en la boca el sabor a hierro de aquella sangre derramada. A pesar de que la obra irradiaba un calor sofocante, tuvo frío tan solo de imaginarse en medio de aquel campo de muerte. Experimentó nuevamente aquella sensación de que el cuadro se agrandaba, tal y como había pasado con el anterior, más en esta ocasión, al no desear meterse, logró evitarlo. El ruido cesó y el cuadro volvió a la normalidad. Suspiró aliviado.

Los días pasaron, y tuvo oportunidad de vivir cosas parecidas con otras obras. Logró controlar a voluntad el entrar o no en ellas. Eran mundos alternos que se abrían y se le ofrecían. Él decidía si quería ser parte de ellos. En una ocasión se asomó a un viñedo francés en época de vendimia y comió el dulce fruto hasta hartarse. En otra caminó entre Molinos de Viento en tierras Manchegas siguiendo el rastro de Don Quijote y Sancho Panza. También vio un naufragio desde una playa solitaria, el pintor no los había incluido, pero él divisó muchos cadáveres flotando en el agua cual pálidos fantasmas. Su favorito sin embargo, era la pintura de un galeón pirata en medio de un mar tempestuoso. Disfrutaba mucho sentarse en el marco y mirar las olas pasar tan cerca de él que lo salpicaban de agua salada. A menudo podía observar las sombras de enormes animales marinos que nadaban cerca del gran barco. De la nave le llegaba, atenuada por el rumor del mar, una fiera melodía que los piratas cantaban al calor del vino. Llegó a aprendérsela y a tararearla, desde la seguridad del marco.

Estas vivencias resultaron ser lo más gratificante que había sentido en mucho tiempo, y dependía de ellas tanto, que las consideraba tan necesarias como el aire. Así que el día que le dijeron que lo iban a despedir creyó enloquecer.
—Usted no es el mismo de antes, —dijo Mr. Carter, el dueño: un gringo adinerado, medio loco que poco sabía de arte. Mire Manuel, el personal de la mañana ha encontrado algunas puertas abiertas, alarmas desactivadas, ropa y artículos extraños tirados en las salas. ¿Qué diablos hacía un remo a mitad de la sala de “Cubismo”? Usted ha descuidado su trabajo así que el viernes será su último día, mi asistente le entregará el cheque con la liquidación
que le corresponda.

Aquella noche, en la soledad de su departamento, abrió una caja con cosas de su exmujer. Artículos que él debió haberle enviado hacía tiempo y nunca lo hizo, primero por rencor, luego por desidia. La caja contenía fotografías, ropa, libros y cuadros, desempacó con desesperación estos últimos. Encontró una acuarela de una naturaleza muerta, un óleo de la crucifixión de Cristo y una Última Cena. No se imaginaba entrando a ninguno de ellos. Recordó con nostalgia la canción de los piratas y lloró. Se sintió mejor después del llanto y pudo pensar con claridad, él tenía que conservar su trabajo, debía demostrarle a Mr. Carter que él era indispensable. Aún le quedaban algunos días y no todo estaba perdido.

El miércoles por la noche daba el rondín acostumbrado. “Concéntrate Manuel, no te distraigas… No dejes que ningún cuadro te llame la atención, al menos no durante un tiempo… ¡Concéntrate! ¿Pero… Qué diablos fue eso?” Había visto una sombra escabulléndose. ¡Alguien estaba dentro de la galería! Sintió el corazón acelerarse ¡Era su oportunidad! Si era un robo sería perfecto, él atraparía al ladrón y conservaría el trabajo. Apagó la linterna y con sigilo fue recorriendo pasillos. El denso silencio lo rompió el aullido de una alarma. Escuchó ruidos y se dirigió a la sala donde se exhibía su amado cuadro de piratas, al alumbrar con su lámpara se dio cuenta de que el cuadro ya no estaba. Su corazón se desbocó y como un poseído salió gritando: —¡Ladrón! ¡Devuélveme mi cuadro! ¡Desgraciado!

El frío de la noche lo sorprendió, se encontraba afuera de la galería, a lo lejos se escuchaban sirenas. Se sintió muy confundido, como despertando de un sueño. Entró en un callejón y alumbró el duro bulto que sentía bajo el brazo. ¡Era el cuadro de los piratas! Con una navaja suiza que siempre llevaba consigo retiró con cuidado el marco de madera y enrolló el lienzo que escondió entre su ropa. Ya no regresó al trabajo ni a su casa y nadie nunca supo de él.

El cuadro cuelga hoy en la sala de una familia cualquiera, el padre lo compró en un bazar de cosas usadas. Si alguien fuera lo suficientemente observador, vería algunas veces algo de movimiento en él. Y si esa persona pudiera hacerse pequeña tal vez podría nadar hacia el galeón y subir a la nave. Observaría entonces a aquellos hombres rudos, ebrios de vino cantando sus aventuras. Tal vez le llamaría la atención un pirata nuevo, sin mucha pinta de pirata pero con todo el entusiasmo, alzando su copa y cantando junto a todos los demás.

AUTOR: Ana Laura Piera / Tigrilla

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