Navegante Eterno. Cuento Corto.

Tiempo de lectura: 5 minutos.

Mi propuesta para el VadeReto del mes de Agosto 2025, donde hay que hacer un relato basado en una imagen que escojamos de una galería que se nos presenta. Yo he escogido la que acompaña al texto (más abajo).


El océano era su vida. Había nacido en un velero, y seguía, de adulto, viviendo en uno, convertido a la vez en su hogar y medio de transporte. Sentir el rostro salpicado de brisa marina y su melena larga ondeando al viento mientras el casco blanco del «Ola Azul» atravesaba raudo la inmensidad líquida, era uno de sus más grandes placeres.

Se acercaba a tierra solo para abastecerse de agua dulce y algunos artículos necesarios: frutas, vegetales e implementos para reparar su embarcación. La proteína de su dieta venía de la pesca con arpón o red.

Se consideraba un nómada de océanos y mares. Siempre viajaba solo, evitando el contacto humano al máximo, desde que de niño sufrió la muerte de sus padres a manos de piratas que les abordaron para robarles. Su madre le salvó ocultándolo tras un gabinete.

La poca gente que le conocía, por sus infrecuentes arribos a pueblos costeros le tenían por loco y le auguraban una muerte solitaria y trágica.

Él no temía a esa muerte. Infinidad de veces se enfrentó a tormentas sin haber tenido tiempo de guarecerse. Maniobraba lo mejor que podía y aunque tenía fe en sí mismo y en el «Ola Azul», sabía que la suerte alguna vez acabaría y estaba listo para eso.

Nunca imaginó lo que el destino le tenía reservado:

Una tarde tormentosa, bajó a su camarote por un impermeable. De improviso, el violento vaivén de las olas dejó de sentirse y la embarcación toda crujió. Alarmado, escuchó el mástil romperse. Siguió un silencio ominoso. Emergió del camarote a una noche helada y oscura como boca de lobo. El barco parecía estar encallado en tierra firme. Con las primeras horas de la mañana sus ojos encontraron un paisaje surreal: su barco arruinado en medio de un vasto desierto.

Dawn Rose / Pixabay /Imagen elegida para inspirar el relato.

Bajó del velero, y sus pies, acostumbrados a la frescura del mar, se encontraron apresados por una arena seca y fina que le causó una sensación desagradable. Avanzó con dificultad, revisando el casco del «Ola Azul», que estaba roto en varios sitios. Desolado, miró a lo lejos y hasta donde alcanzaba la vista todo era yermo. Se derrumbó, incapaz de comprender lo sucedido. Así estuvo un buen rato, hasta que sintió que la arena, calentada por un sol inmisericorde, le quemaba la piel. La temperatura, que por la noche había estado tan baja, ahora subía hasta volverse insoportable. Al incorporarse, vio el árido paisaje a lo lejos desdibujarse entre ondas de calor. Buscó refugio en el camarote de su malograda embarcación, sacó una botella de whisky y se puso a beber.

Cayó en un sueño agitado inducido por la combinación de alcohol y calor. Soñaba que buceaba, arpón en mano, arropado por el mar. Sus ojos grandes observaban a las criaturas maravillosas que vivían en aquel vasto mundo: cardúmenes de peces, tiburones, rayas… Despertó justo cuando lanzaba el arpón a un pez, que en circunstancias normales se hubiera vuelto su comida. Reencontrarse con aquella realidad de pesadilla le afectó. ¿Qué había sucedido? Recordó la noche de la tormenta… quizás la fortuna se le había agotado y estaba muerto. O tal vez cruzó un umbral a otra dimensión. Esto último lo desechó, pues siempre fue un hombre práctico que no creía en esas cosas. La muerte tenía más sentido aunque le sorprendía el hecho de seguir experimentando hambre y sed. Le hubiera gustado ver a sus padres, pero la soledad le había seguido hasta en la muerte.

Al atardecer decidió explorar un poco alejándose del barco. Como adivinando su intención, un viento insidioso que barría la arena con movimientos de serpiente lo desalentó. Pronto el viento se volvió tormenta, levantando arenilla que le cegaba y golpeaba como alfileres. Tuvo que encerrarse en el camarote. Tapó ventanas con lo que pudo, pues las pequeñas y finas partículas se colaban por todos lados. ¿Qué clase de infierno era aquel? ¿Qué dios podía ser tan cruel que le cambiara su amado océano por un desierto estéril y su amado velero, donde había sentido la libertad más hermosa por una cárcel?

Cuando el agua y el vino se acabaron, se preguntó, ¿qué seguiría? ¿Morir de nuevo? Presa de la desesperación, deseó con vehemencia algo imposible: que lloviera sobre aquel arenal inclemente. A lo lejos escuchó sobresaltado el ruido inconfundible de un relámpago. Miró en esa dirección, y observó incrédulo nubes oscuras, cargadas de líquido, que pronto estaban encima, derramando generosamente su contenido. Rió como un loco, bailó y saltó en medio de aquella lluvia. Luego reaccionó y sacó recipientes para recolectar el agua. La lluvia terminó pronto, pero fue suficiente para llenar sus reservas y refrescar su maltratado cuerpo. Trató de encontrarle lógica a lo que acababa de pasar. Desconocía casi todo sobre los desiertos, no sabía si era posible que lloviera en ellos, aunque fueran desiertos del inframundo. ¿Acaso su deseo había tenido algo que ver? Bebió aquella agua de lluvia, definitivamente se sentía real.

Al acabarse la comida deseó tener peces entre sus manos, para cocinarles y comer. Tras unos segundos, escuchó de nuevo un tronido que venía del cielo. Primero, cayó un pez sobre la cubierta. Escéptico, lo tomó. El animal se retorcía furioso, sintió la humedad de la escamosa y acerada piel. La boca se abría y cerraba en un vano intento por respirar. Luego, cayeron otros cuatro más. Estupefacto, miró aquella bonanza inesperada. Si aquello era la vida después de la muerte, quizás él todavía podía influir en ella.

La tristeza cambió a expectación. Tal vez él tenía potencial para cambiar su realidad. ¿Hasta dónde podría transformar aquello que le rodeaba? Imaginó el mar, se vio a bordo del «Ola Azul», disfrutando días de calma y también sorteando tempestades, necesarias para templar el espíritu.
Poco a poco, la seca arena se humedeció. Se formaron charcos que gradualmente se interconectaron, y el nivel del agua subió lentamente. La embarcación, antes fracturada, ahora flotaba sin problemas sobre un mar imaginado. Se dispuso a navegar en aquel imposible. No sintió mucha diferencia con los mares que había conocido antes. Un agradable viento le acarició el rostro. Volvió a ser feliz. Decidió cambiarle el nombre a su velero, de «Ola Azul» a «Navegante Eterno».

La muerte no era el fin de todo, sino el inicio de algo nuevo, algo sobre lo cual él todavía tenía algo que decir.

Ana Piera.

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