Una historia de culpa, misterio y un fantasma.

Soñé vívidamente que mi madre difunta regresaba a su casa. La veía tan clara como el agua: regordeta, en el nido blanco que era su cabeza, una de sus manos se acomodaba el cabello mientras la otra descansaba apoyándose en un bastón que no reconocí. El suyo, el original, tenía una empuñadura de marfil, había sido de mi padre y tenía un gran valor sentimental para ella. Yo se lo regalé a un vagabundo que pasó.
—Hola, hija, ya regresé.
—¿Cómo que regresaste? —le decía sorprendida.
—Sí, solo estuve fuera un poco de tiempo, pero ya regresé.
—Este bastón no es mío. ¿Dónde están mis cosas?
Un sudor frío recorrió mi espalda y desperté empapada. El sueño rondó en mis pensamientos por varios días. “Es la culpa de deshacerme de sus pertenencias”, pensé.
Cuando por fin lo superé, situaciones extrañas sucedieron en la casa:
Sentí que alguien nos observaba. También oí el ruido de un cuerpo pesado dejándose caer en una de las sillas de mi comedor nuevo, solo para levantarse casi de inmediato. Se escuchaba el rumor de pantuflas arrastrándose por toda la casa. Puertas y cajones se abrían como si alguien los inspeccionara, para luego cerrarse con un golpe seco, malhumorado. Habitaciones que bajaban de temperatura hasta llegar a un frío glacial que hacía que a uno le castañetearan los dientes.
—Es mamá —le dije a mi hija Eugenia.
—Debe haber otra explicación.
—Parece un alma en pena buscando sus cosas. ¿Por qué nos deshicimos de ellas?
—Porque eso se hace cuando alguien muere.
—Le llamaré a Paquita Bermúdez, ella sabrá qué hacer.
Paquita la espiritista hizo su entrada en mi casa una noche. Era una mujer muy intensa, todo lo hacía como en una obra de teatro.
—Definitivamente, siento una presencia —dijo, tocándose la cabeza con dos dedos y los otros parados como antenas—. Una mujer mayor, pelo blanco, gorda…
—¡Es mi mamá!—solté de sopetón.
—¿Quieren hablar con ella?
—Sí —dijo resuelta Eugenia.
Nos sentamos en el comedor. Paquita invocó al espíritu. Su cuerpo se retorció con violencia hasta que habló con una voz que era la fusión de su propia voz nasal con la aguda de mamá.
—Estoy muy sorprendida y molesta. ¿Qué han hecho con mis pertenencias?
Yo me persigné. Eugenia, aunque nerviosa, tuvo el aplomo de hablar.
—Abuela, tú no debes estar acá.
—Mira hija, no sé por qué sigo aquí. Solo quiero sentirme feliz rodeada de lo que es mío.
—Eso no es posible. Ya todo se fue. La mayoría acabó en residencias para ancianos donde los vivos pueden darles un buen uso.
—¡Ustedes prometieron que eso no pasaría!
Paquita se estremeció de nuevo. Al recuperarse, miró en todas direcciones, embelesada, como escuchando la ovación de un público imaginario. Después habló con su propia voz:
—Son 800 pesos. Les aconsejo poner velas blancas y pedirle a su mamacita que trascienda. Si eso no funciona, habrá que traer un cura.
Después de la sesión, todo pareció calmarse, pero luego mamá volvió a las andadas: arrojaba objetos, desaparecía cosas y enrarecía el ambiente. A la semana siguiente, Paquita volvió y mi madre habló a través de ella:
—¡Estoy cansada! ¡Harta de su mal gusto! La lámpara de la sala, ¿dónde la encontraron? Parece que se la robaron de un hotel de carretera. ¿Y esa pintura? ¡Por favor! Eugenia, ese muchachito que te viene a ver… debes terminar con él porque no vale un centavo.
Al final de la sesión, Eugenia se fue a su cuarto enojada, y yo le pregunté a Paquita qué debíamos hacer.
—Recuperen todo. No tendrán paz hasta que lo hagan.
—¡Ay, Paquita! ¿No hay otra forma?
—Lo siento.
Mi hija y yo discutimos. Eugenia decía que no debíamos ceder.
Los episodios se volvieron más violentos. El novio de mi hija no podía pisar la casa, pues le llovían objetos. Nuestra ropa interior desaparecía. Cerraba las llaves del gas. Dejaba el refrigerador abierto. Decidí que era suficiente y me lancé a recuperar lo donado. Recorrí residencias, hablé con amigos y hasta fui al basurero municipal. No pude encontrar casi nada.
Al final, hice un altar con las pocas fotografías, adornos y prendas que encontré. La actividad paranormal cesó por completo. Cuando Paquita fue por última vez, me confirmó que mi madre ya no estaba ahí. Me dijo que lo más seguro era que hubiera trascendido y que el altar la ayudó.
Dos semanas después, recibí la llamada del director de un hogar de ancianos. El hombre me pidió encarecidamente que les llevara el bastón de mi madre. Le expliqué que era casi imposible de recuperar. Su respuesta me dejó de una pieza: un fantasma femenino creaba caos en el edificio, espantando a todos y pidiendo su bastón.
Mi madre, después de encontrar algunas de sus cosas en el altar, se dio a la tarea de buscar las otras. Cuando se lo platiqué a mi hija, se rió mucho. Luego me dijo con sarcasmo que quizá el vagabundo podría mandarnos el bastón por mensajería. Ante mi cara de pocos amigos solo agregó que la abuela no cambiaba ni en la muerte. Al final yo le di al director el teléfono de Paquita, y si no funcionaba tendríamos que pedir los servicios de un padre experto en exorcismos.
Esa tarde, reflexionando en todo lo que estaba pasado, comprendí que mamá había encontrado la forma de seguir apegada a lo suyo y atormentando a todos. Genio y figura, ¡hasta la sepultura!
Autor: Ana Piera.

