OLORES Y RECUERDOS

“A gato viejo, ratón tierno”, solía decir descaradamente mi padre. No había pasado ni un mes del suicidio de mamá y el viejo ya hacía de las suyas. Sin ella, sus correrías se volvieron aún más desvergonzadas. Creo que nunca tuvo la capacidad de amar a nadie y yo temía ser como él, pero tú me salvaste.

Una imagen interrumpió esa idea: un campo en primavera. El culpable era el aroma a tomillo que hervía junto con la carne. Rememoré cuando en alguno de nuestros viajes, fuimos a ver cómo hacían queso de forma artesanal en esa granja remota. Lo degustamos y nos dieron vino, ¡estabas tan contenta! Al final de ese día mágico, nuestros cuerpos se fundieron en una colisión exquisita.

El olor a orégano me golpeó la nariz ¿o fue acaso la mejorana? ¡Malditas hierbas!, ¡nunca las supe diferenciar!. Les tenía aversión pues me recordaban los jarabes caseros con que mi abuela pretendía curar cualquier gripe cuando era pequeño. Pero a ti sí te agradaban.

Los aromas me atrajeron al cazo donde hervía tu carne junto con las especias. No pude distinguir qué era qué. ¿Acaso parte de tus piernas?, ¿un pedazo de vientre?, tal vez un fragmento de tus pechos. La cocción te había transformado. Saqué un trozo, lo probé y se deshizo en mi boca inundándola con un sabor delicioso . Mi cuerpo se estremeció de emoción y sentí la urgencia de seguir comiendo. Te amé tanto, que busqué la manera de estar siempre juntos. Yo nunca sería mi padre.

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AUTOR: Ana Laura Piera / Tigrilla

Otro cuento sobre olores:

HERMOSA MUERTE – micro y fotografía

Desde el génesis de todas las cosas, el sol muere dulcemente entre los cerros. Al extinguirse su luz se abandona a los brazos del mar y al vaivén de su reflejo en el agua, efímero camino dorado que va desapareciendo en medio de una agonía anaranjada. Es una hermosa muerte que se repetirá una y otra vez hasta que todo acabe.

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Ana Piera / Tigrilla

Noche de San Juan – Microcuento

De lejos le despertó el jolgorio de la noche de San Juan. Emocionado, se dejó guiar por el barullo hasta la playa. Subió a una palmera para tener una mejor vista de las hogueras encendidas, y luego se acercó con cautela a los grupos de jóvenes que disfrutaban comiendo, bebiendo y saltando las llamas. La música, la luz de la luna y el ruido del mar lo emborracharon.

De regreso a su morada le sobrevino una pesada resaca con sabor a nostalgia. Extrañaba la vida. Entró en su tumba y se derrumbó en el olvido a la espera de la magia de la siguiente noche de San Juan.

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla

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El privilegio de los difuntos por Ana Laura Piera

Imagen tomada de Unsplash

El intenso frío me pegó como patada de mula; después fui consciente de la tierra, una tierra granulosa y húmeda que me envolvía cual mortaja. “Ni siquiera fui digno de una caja”, pensé. Abrí la boca y quise gritar de indignación y toda esa tierra se precipitó a mis […]

El privilegio de los difuntos por Ana Laura Piera

Mutando por Ana Laura Piera — MasticadoresMéxico (Microcuento)

Imagen tomada de Unsplash / microcuento originalmente publicado en este blog.  

El azul de sus ojos se fundía con el azul del mar y todos los líquidos de los que estaba constituido su cuerpo clamaban por volverse agua salada. La luna llena se reflejaba titilante en las olas y el canto ronco y fuerte que producían con su eterno ir […]

Mutando por Ana Laura Piera — MasticadoresMéxico

CEREBRO VS. CORAZÓN

Photo by David Matos on Unsplash

Ana miró compungida como el cuerpo de su amado padre desaparecía dentro de la ambulancia especial enviada por «Infinity Mind». Junto a ella, la Dra. Sonia Olmos, enfundada en su bata médica y tras unos lentes de pasta oscura que le daban un aire intelectual, trataba de calmarla: Le he dicho que todo está bien. ¿Que por qué él no le mencionó nada? Seguramente no quiso intranquilizarla. Yo le aseguro que él estaba cien por ciento convencido de esto. Piénselo, es maravilloso, tantos conocimientos y habilidades que en vez de pudrirse en una tumba seguirán al servicio de la humanidad y de la ciencia. ¿Que cuándo le verá de nuevo? Muy pronto, si acaso es cuestión de un par de meses…

Hacía apenas unas horas el famoso Dr. Israel Santiago había muerto. Su muerte devastó a Ana, su única hija. Mientras ella iniciaba los preparativos para el funeral, recibió una llamada extraña por parte de unos importantes laboratorios. Le pedían que no hiciera nada, ellos se harían cargo. Le enviaron un contrato firmado en vida por su padre donde había dado su autorización para que «Infinity Mind» dispusiera de su cuerpo. No habría ceremonia. No había tiempo. Era crucial iniciar con el protocolo que les permitiría retirar cuanto antes el cerebro del fallecido para conservarlo e implantarlo en un cuerpo artificial hecho a la medida. Todo era parte de un novedoso experimento del cual el doctor Santiago había querido ser voluntario. Sorprendida y lastimada -no entendía por qué su padre no le había hablado de esto-, dejó todo en manos de los laboratorios.

Tres meses más tarde se sentía muy nerviosa. Al fin, tras intercambiar muchas llamadas y mensajes con la Dra. Olmos, se había autorizado una visita a su padre. No sabía muy bien qué esperar.

Camino a la cita, recuerdos y reflexiones desfilaron frente a ella: La muerte inesperada de su madre, su padre que no se volvió a casar. La desilusión que le había causado a él que ella no siguiera sus pasos cuando decidió ser Historiadora. Las quejas medio en broma, medio en serio, acerca de que su única hija no le daba nietos siendo él tan niñero. El hecho de que a pesar de su célebre carrera como cirujano oncólogo siempre encontraba el tiempo para verla: preciosos momentos donde los dos leían, bebían cerveza y reían con los chistes y anécdotas que el doctor, al que no le faltaba la simpatía, solía contar.

La Dra. Olmos la condujo por asépticos pasillos flanqueados de consultorios, frías salas de espera, laboratorios y quirófanos. No vieron a nadie hasta que llegaron a una sala en particular. Aunque Ana había imaginado muchas veces el añorado reencuentro, nada la había preparado para la experiencia.

El doctor estaba sentado en uno de los sillones de aquella sala donde todo era blanco: paredes, muebles, luz neón, incluso la ropa que portaba irradiaba blancura. Lo reconoció inmediatamente, el parecido era asombroso: la misma altura, los ojos castaños, la nariz grande ¡hasta el vello de los brazos! Todo estaba fielmente reproducido en ese cuerpo artificial, todo menos su hermoso pelo ondulado que ya pintaba canas. En vez de él, había una carcasa transparente y detrás de ella el cerebro de su padre que nadaba en un líquido nutritivo.

Un «¡Hola!» demasiado casual la recibió. La voz, aunque parecida, no se escuchaba natural. Ella trató de no mirar demasiado aquel cerebro desnudo que la inquietaba.

—¿Papá?

El hombre sonrió. Nuevamente la sonrisa resultó familiar, pero un poco forzada.

—¿Cómo te sientes? — Ana formuló la pregunta con apenas un hilillo de voz.

—Excelente —dijo él con esa voz extraña y a la vez conocida, y calló.

La chica pensó que no solo era la voz. Darse cuenta de la falta de emotividad mostrada por su padre la lastimó profundamente. Sintió ganas de llorar.

La Dra. Olmos que había estado observando la escena desde una distancia prudente recibió una llamada y luego de atenderla se dirigió al doctor con una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Hay otro paciente doctor!—su voz temblaba de emoción.

—Más datos por favor…

—Paciente pediátrico con meduloblastoma. Un caso difícil. Ningún otro oncólogo lo ha querido tomar.

—Perfecto —dijo. Y el cerebro en el receptáculo pareció palpitar con más fuerza.

Ambos doctores salieron de la salita y dejaron a Ana sola. Su padre ni siquiera se despidió. La doctora regresó apresuradamente para indicarle que debía abandonar las instalaciones. Por la excitación se había olvidado de ella, que la disculpara. No, él no regresaría a casa, continuaría bajo escrutinio médico y realizando sus célebres operaciones cerebrales por las que era mundialmente conocido. ¿Que cuándo le volvería a ver? No había fecha. Ella debía mandarle una solicitud para checar agenda. La última palabra sobre verla o no la tendría el propio doctor. ¿Cambio de personalidad? podría ser, aún estaban estudiando los resultados del experimento…

Ana desanduvo el camino y llegó a la puerta de salida. Se imaginó un mundo donde nadie muriera, una muchedumbre de cuerpos coronados por una carcasa transparente, donde el cerebro se asomara, frío, distante y ajeno. Se estremeció. Volvió a pensar en su padre, recordó que el sistema límbico del cerebro era el responsable de las emociones, pero quizás no funcionaba tan bien estando en un cuerpo sintético. O tal vez, junto con el cerebro, quizás debieron preservar también… el corazón.

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla

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AQUETZALLI «Agua Preciosa»

foto: INAH México

«Es una belleza” dijo el hombre de ojos de serpiente mientras sus manos hambrientas acariciaban la suave figura de cerámica policroma con forma de mujer. Quinientos años antes otras manos más obscuras también la habían acariciado con devoción antes de colocarla junto a otros objetos en una ofrenda funeraria.

—Dime, ¿fue difícil?

—Tuvimos peligro de derrumbes, patrón. Ya teníamos algunos textiles y unas ollitas y nos estábamos regresando cuando sentí algo extraño, como cuando lo miran a uno por detrás, patrón. Me la encontré en una esquina. La tomé y nos salimos —dijo Nemesio, el jefe de cuadrilla. Un hombre bajito y robusto, con un bigote despeinado, al que se le leía en la cara el alivio por haber podido encontrar algo que valiese la pena.

—Excelente. Esperen afuera, ya les diré cuánto les toca a cada uno. Necesito hacer algunas llamadas.

Aquetzalli (Agua Preciosa), murió honrosamente dando a luz. De su vientre condenado vio salir a su criatura. Con la vida en retirada, alcanzó a escuchar el débil sollozo del pequeño y su cara se iluminó con una sonrisa. Así se hundió dulcemente en los brazos de la muerte.
Su afligido esposo, Mixtle (Nube Oscura), mandó a hacer una imagen que le recordara a su mujer. Cuando el artesano puso en manos de Mixtle la pequeña escultura, éste sintió que el espíritu de Aquetzalli se encontraba en ella y se lamentó de haberla encargado. Ella había renunciado al honor que se confería a todas las mujeres muertas de parto: convertirse en princesas celestes y acompañar a Tonatiuh (el dios sol), en su viaje desde el mediodía hasta el atardecer. Su espíritu decidió seguir junto a Mixtle y el bebé, viviendo en aquella efigie de cerámica.

Afuera de la oficina del «hombre-serpiente», Nemesio y su equipo de profanadores de tumbas esperaban la recompensa tomando cerveza y recordando detalles de la jornada. Nemesio señaló a Vicente, un chamaco larguirucho con cara de caballo.
—Mira Vicente, te tienes que calmar, anoche hiciste demasiado ruido rompiendo calaveras, no me importan los muertos, pero sí que atraigas la atención de alguna patrulla.
Todos rieron, y eufóricos por el alcohol lanzaron maldiciones por la tardanza del patrón, les urgía sentir el dinero en sus manos para gastárselo en putas y licor.

La presencia de Aquetzalli, llenó de paz a Mixtle y a su pequeño hijo Coyoltzin, (pequeño Cascabel), ambos sintieron que ella los protegía y atraía la suerte para su casa. Le hicieron un pequeño altar a un lado de los dioses principales. Cuando Mixtle se sintió próximo a morir, le pidió a Coyoltzin que su mujer fuera puesta en su tumba para acompañarlo en el largo camino al Mictlán, la tierra de los muertos.

El «hombre-serpiente» hizo llamadas, tomó fotos de Aquetzalli y las mandó a los posibles compradores. Como él esperaba, la figura llamó la atención inmediatamente, era una pieza excepcional. Se generó un interés tremendo alrededor de su posible compra. Llovieron las ofertas. En medio del frenesí, había algo que lo molestaba, una sensación extraña que no le permitió disfrutar el momento, se sentía observado. De reojo, le pareció ver que de la escultura emanaba una luz rojiza, pero al voltearse no vio nada fuera de lo común. Respiró aliviado, pero al poco rato le pareció que la pieza se había movido de sitio, descartó el pensamiento, seguramente no se había fijado bien donde la había colocado en un principio.

Afuera, el alegre grupo de borrachos olfateó un olor extraño. De la oficina del patrón salió un humo blanco y denso, se alarmaron pensando en un posible incendio, pero el humo olía a copal, una resina aromática usada por las culturas precolombinas y que era quemada en ceremonias. Los hombres entraron en tropel y se encontraron con el patrón sin vida sobre el escritorio, su corazón y la figura de Aquetzalli rotos en mil pedazos. Por la noche, uno a uno, los profanadores morirían en sus camas, al tiempo que Aquetzalli y Mixtle se dispondrían a dormir muy juntos, unidos para siempre en el Mictlán.

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla

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LA MISIÓN – Microcuento

La misión espacial «Ferocity» (Ferocidad), enviada desde la Tierra, había encontrado un planeta habitable y seres sumidos en su Paleolítico particular.

—Nos espera un futuro grandioso —dijo el Líder Mundial. Les llevaremos la civilización, y a cambio, haremos buenos negocios.

Su mente conjuró imágenes de explotación, destrucción y muerte, pero de eso no dijo nada a la distinguida concurrencia.

Autor: Ana Laura Piera/ Tigrilla

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EL DOMO

Fran y Gabriel perdieron la inocencia el día que llegaron al límite prohibido de la ciudad. Delante de ellos se alzaba la estructura transparente de «El Domo». Sabían que la misma cantidad de kilómetros que se elevaba al cielo, eran los que se incrustaban bajo tierra, haciendo imposible que nada entrase o saliese de la urbe.

El paisaje fuera del Domo era desolador: ni árboles, arbustos o animales, solo la tierra consumiéndose al calor abrasador del sol y cientos de cuerpos humanos secos, recargados en las paredes de la estructura, uno sobre otro, en posiciones extrañas, como insectos que se hubieran querido colar en una lámpara y hubieran perecido en el intento.

Se acercaron fascinados, nunca habían visto algo parecido: cabellos blancos, arrugas, ojos cerrados para siempre. Fran dijo en voz alta lo que Gabriel se preguntaba en silencio. «¿Por qué estaban esas personas ahí? ¿Qué les había pasado?»

De regreso a la ciudad no pudieron borrar de sus mentes la visión de aquellos infortunados. Contrastaban con ellos mismos y sus conciudadanos. No había nadie que tuviera los rasgos deteriorados que vieron. La población dentro del domo tenía la piel lisa, sin arrugas, las carnes turgentes, las miradas llenas de vida. No había cabellos blancos o cabezas desprovistas de pelo. Aquello era muy extraño.

Todo esto les causaba una gran curiosidad, pero no se atrevieron a preguntar nada. Se suponía que nadie debía ir al límite prohibido, los infractores recibían un terrible castigo. No se sabía cuál era la pena, pues en cientos de años nadie había cometido tal crimen. Los dos amigos guardaron silencio sobre aquella visita, pero Fran era el más afectado, se le notaba abstraído y callado. Una tarde Gabriel, fue a buscarlo.

—Creo saber qué pasa — Fran fijó la mirada en su amigo— En esta ciudad nadie muere, por eso quieren entrar aquí, quieren vivir para siempre.

Conocían el concepto de muerte, pues los insectos morían, el ganado que les alimentaba también mas nunca se les había ocurrido pensar por qué ellos no. Había pocos nacimientos, muy controlados. Las personas llegaban a una edad donde el desarrollo se detenía, pero no había decadencia.

—¿Qué será morir? —la pregunta de Fran no iba dirigida a Gabriel sino a él mismo, en voz alta. Algo en su tono de voz, en la forma que lo dijo, hizo que Gabriel se asustara.

No existe la perfección, la infalibilidad es un mito. Si se siembra la duda y el desafío, puede suceder lo impensable.

El día que el Domo se abrió, Gabriel imaginó a Fran violando la seguridad, hackeando los códigos, accediendo a lo prohibido; dando paso al ángel vengativo y exterminador que era la muerte: ojos que dejaban de ver, miembros que perdían la capacidad de sentir y moverse; entrañas desgarradas, cuerpos que se encogían, se arrugaban y se caían a pedazos mientras la vida los abandonaba.

Fran encaró el destino elegido para los habitantes de la ciudad con una sonrisa en su rostro, pero la muerte mordió esa sonrisa dejando una mueca extraña en sus labios antes de hacerlo polvo.

Así terminó sus días el Domo, la ciudad eterna y sus habitantes.

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FRÍO DESPERTAR

Photo by Veit Hammer on Unsplash

Las veredas son angostas, a los lados hay pequeños jardines bien cuidados y extrañas edificaciones, pequeñas para ser casas. La luz proviene de faroles viejos que a duras penas alejan las tinieblas.

Siento frío y no sé bien por qué estoy aquí. Me acerco a una pareja, son un hombre y una mujer, ella lo sostiene a él que parece sumido en un sueño muy profundo. En el rostro de ella se ve una gran aflicción, pienso en hablarle, pero me arrepiento, ¡se ve tan triste!, así que sigo caminando.

Más adelante, el sendero dobla y desemboca en una calle muy amplia bordeada de altos cipreses que parecen gigantes oscuros y vigilantes. Me encuentro enormes cúpulas, arcos y ventanales por los cuales me asomo, sin poder ver nada. Solo escucho el eterno eco de los sueños y se percibe el olor de los recuerdos. Hay un joven parado frente a uno de estos singulares edificios, es bello, su cara también refleja una tristeza melancólica, mira hacia abajo, como con pesar. Quisiera hablarle, pero temo incomodarlo.

A ratos me encuentro con estas personas. Una mujer hincada abraza una cruz, paso a su lado y siento que su mirada me sigue, pero no estoy segura. ¿Quién me dirá donde estoy? Todos los que veo están en posturas extrañas, algunos tienen los ojos hacia el cielo como preguntándose cosas, otros ven hacia el suelo, como queriendo encontrar la respuesta en la tierra. Manos en el pecho, brazos levantados, hombres y mujeres semi-acostados, como dormidos, como en un sueño dulce y triste a la vez. Veo una niña muy pequeña sentada sobre unos escalones, su pelo le cae en cascada sobre los pequeños hombros y sonríe. Me acerco y me siento junto a ella, la toco, pero está fría y rígida: es de piedra. Asustada, me levanto y me alejo. Corro.

Nadie me ayuda, ni los ángeles de alas extendidas y ojos manchados. Ya no sé si son lágrimas o es el tiempo que destila por sus ojos. Todos tan fríos, tan solemnes, estoy a punto de llorar y gritar de desesperación cuando alguien me toma de la mano. La sensación es de una piel áspera y callosa, pero tibia. Aprieta mi mano en la suya y ese calor me reconforta. Por su andar cansino adivino que es un hombre viejo, su rostro esta semi-oculto con una capa. Parece conocer este laberinto a la perfección. Caminamos en silencio. Advierto que regresamos a la vereda donde inicié mi peregrinaje. Hay una chica que no había visto antes, tiene una flor en la mano, como ofrendándola al cielo, está recostada sobre una pared en la cual hay algo escrito, tiene los ojos cerrados. El lugar es bastante reciente, hay flores frescas, el hombre señala las letras, es un nombre… Mi nombre. Suelta mi mano y me da un golpecito en la espalda, como animándome a entrar. Comprendo

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla