Regalo de Navidad.

Cuento corto sobre el poder de los deseos y la fuerza de la familia.

Todo sucedió muy rápido. Con el rabillo del ojo alcancé a ver a José caer, casi sin ruido. Un gesto tan natural, querer cortar el agua del mar con los dedos, había causado la desgracia. Aquel gigante húmedo y espumoso no había perdonado el atrevimiento de querer sentir su fuerza.

Grité lo más fuerte que pude. Dentro de mí ese grito pareció ajeno, como si fuera el grito de otra persona. Mi padre pidió que pararan el yate, que ya se había alejado del lugar donde mi hermano había caído. La embarcación dio marcha atrás con mucho cuidado y volvió a parar. Papá se lanzó al mar como una flecha y desapareció de nuestra vista. Pasaron unos minutos eternos. Mi mamá y mi hermano menor, Carlos, lloraban. Yo fijaba la mirada en aquel mar de un azul oscuro, impenetrable; esperaba, nervioso, el momento en que salieran. Por fin percibí las ondulaciones rosadas causadas por el absurdo traje de baño de mi padre, quien emergió con José, pero su pequeño cuerpo, empapado y desmadejado, mostraba la palidez de los muertos.

Una vez en el bote, papá constató la falta de pulso e inició los primeros auxilios: respiración boca a boca y masaje cardiaco. Cada segundo nos acercaba a un abismo desconocido. Más tarde una ambulancia aérea recogió a mis padres y a mi hermano ahogado. Recuerdo haberlos visto alejarse mientras Carlos y yo estábamos demasiado aturdidos para llorar. El barco siguió su curso al siguiente puerto, donde tomamos un avión para reunirnos todos en casa, pero al llegar, papá y mamá no estaban.

Fueron días oscuros. Los empleados de la casa, por muy buenas intenciones que tuvieran, no podían sustituir la calidez de nuestros padres. No servía de nada pretender la normalidad, pues los rastros de la existencia de José eran constantes recordatorios de su violenta pérdida: su habitación, su ropa, sus juguetes, su bicicleta, hasta su querida salamandra, a la que él había bautizado como «Manchas» nos lo recordaba. Al final la pobre murió por falta de cuidados pues evitábamos entrar a su cuarto.

El abuelo llegó después para hacernos compañía, cosa en la que falló por completo a causa de su propia pena. Su jovialidad había desaparecido; el tiempo al fin lo había alcanzado. Por esos días, Carlos y yo decidimos dormir juntos pues las pesadillas nos atormentaban. Una noche sin saber a quién o a qué, pedimos con todas nuestras fuerzas que José regresara.

—Si se lo llevaron es que lo podían salvar, ¿no? —Preguntaba Carlos con la inocencia de sus siete años y yo callaba. Mi seguridad de hermano mayor, me había abandonado.

Pasaron tres meses en los cuales llegamos a pensar que nuestros padres ya no regresarían. Que José de algún modo extraño se los había llevado también. Solo algunas llamadas esporádicas entre mi padre y el abuelo nos recordaban que aun existían. Llegó Diciembre y por primera vez nos molestaron los adornos navideños, los villancicos que se colaban insidiosos por las ventanas de nuestra casa y la algarabía de los vecinos.

Una mañana, el abuelo nos llevó a pescar al lago, que aún no estaba congelado. No fue la mejor elección: la visión del agua nos hizo recordar el mar y aquel fatídico día. Nuestros dedos nerviosos acabaron punzados por los anzuelos mal colocados y Carlos lloriqueaba todo el tiempo, lo que hizo que los peces se asustaran. El abuelo no decía nada, su mente no estaba con nosotros. Su teléfono vibró anunciando un mensaje.

—Guarden todo, hay que regresar. —Había inquietud y sorpresa en su voz.

Nada más llegar a casa, vimos a nuestros padres en la entrada. Emocionados corrimos a abrazarlos y lloramos a moco tendido.

—Tengo una sorpresa para ustedes, —dijo papá con una mueca que trataba de ser sonrisa en ese rostro que ahora lucía más avejentado y grave.

En la puerta de la casa un resplandor metálico llamó nuestra atención de inmediato. El «resplandor» resultó ser un robot con apariencia infantil que se movió inseguro hacia nosotros. Retrocedimos, pero papá nos detuvo.

—Es José.

Nos miramos asustados mientras aquella máquina se acercaba vacilante. Sus movimientos eran bastante naturales, aunque no lo suficiente. Su tórax era tan delgado como el de un insecto, y apenas sobresalían la pelvis y el pecho. Tenía la altura de José, que siempre había sido el más alto de los tres, y su cabeza tenía facciones humanas.

—¡Hola! —Levantó un brazo para acompañar el saludo y unas luces azuladas en su pecho y cabeza se encendieron al ritmo de aquella voz metálica.

Papá explicó que José había sido candidato a un novedoso proceso mediante el cual unos ingenieros chinos lograron trasladar su conciencia a una unidad de memoria que estaba ahora en aquel cuerpo robótico. El cuerpo de José se había perdido, pero no su esencia, que estaba ahí, contenida en ese envase artificial de última generación.

Carlos y yo nos miramos antes de caminar hacia «José».

—¿En verdad eres José? —Preguntó Carlos.

—Claro que sí, «conejo».

Carlos sonrió al escuchar aquel apelativo tan familiar.

—¿Cómo se llama tu mascota? —pregunté con hosquedad.

—Manchas.

—Pues ha muerto. Debiste estar aquí para alimentarla. ¿Sabes?—. No quería ser cruel pero en ese momento me sentía muy confundido y frustrado.

«José» se quedó en silencio, su cuerpo emitió un resplandor rojizo.

—¿Puedes andar en bicicleta? —pregunté.

—Creo que puedo hacer de todo —otra vez aparecieron las luces azules—, pero habrá que poner a prueba este «hermoso» cuerpo que me han dado.

No fue muy evidente por aquella voz tan rara, pero ahí seguía la ironía que siempre había caracterizado a nuestro hermano. Nos abrazamos. Fue extraño sentir la dureza fría al tacto de aquella máquina. Con el tiempo nos acostumbraríamos. También a las miradas de extrañeza de los vecinos. Papá y mamá lloraban, y el abuelo intentó dominar su emoción y nos tomó una foto. Nuestro deseo se había cumplido, acabábamos de recibir el mejor regalo de Navidad.

Autor: Ana Laura Piera.

Este cuento fue publicado originalmente bajo el título «El Regreso», el 17 de diciembre de 2021. Hoy lo comparto nuevamente.

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La Sopa de la Discordia – Microteatro

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Mi propuesta para el reto lanzado por Merche en su blog y que consiste en hacer un microteatro con el tema «sopa».

Escenario: Una cocina de casa, moderna y bien equipada.

Personajes: Tomás y su hermana Celeste (ambos adultos de 40-50 años).

CELESTE: (dejando en la encimera de la cocina una bolsa de mandado). Pues aquí traigo lo necesario para hacer la famosa sopa de la abuela.

TOMAS: (Sonríe ampliamente y se asoma a la bolsa) A ver… hongos, crema, mantequilla… (sorprendido) ¿Jerez? La abuela siempre usó coñac que yo sepa.

CELESTE: Estás equivocado hermano, ella usaba Jerez.

TOMAS: (enfático y algo molesto): Estoy seguro de que era coñac

CELESTE: Y yo de que era Jerez. Vi infinidad de veces a la abuela prepararla. No me vengas a decir que no le ponía jerez.

TOMAS: (Jalándose los pelos). Era coñac, y ahora la sopa será un desastre. No sabrá a la que nos preparaba ella.

CELESTE: No seas necio ¡Era jerez!

TOMAS: ¿Necio me dices? Y tú te comportas de una forma muy infantil. Yo solo quería probar la sopa de la abuela, de la forma en la que ella la hacía.

CELESTE: ¿Infantil yo? (Burlona), miren al niñito queriendo a fuerzas la sopa de su abuelita. ¿En el último de los casos que diferencia hace si le ponemos jerez?

TOMAS: ¡Ajá! ¡Lo aceptas! ¡Era coñac!

CELESTE: (Saliendo de escena) ¡No era coñac! ¡Tonto!

TOMAS: ¡Ya estás senil! ¡No vuelvo a hacer planes de cocinar contigo!

Se oye la voz de Celeste desde fuera:

CELESTE: ¡Bien! ¡Yo tampoco! (Se oye un portazo).

Tomás se pone a sacar los ingredientes de la bolsa, luego saca un cazo y se queda quieto, reflexionando.

TOMAS: ¿Celeste? (Va a buscarla, pero al mismo tiempo se oye la puerta abrirse y entra ella, topándose los dos en escena).

CELESTE Y TOMAS: (Al unísono) ¡Perdón!

CELESTE: No, perdóname tú a mí. No debí decirte necio.

TOMAS: No, tú eres quien debes perdonarme, tienes razón, ¡qué necedad la mía de a fuerzas querer coñac! Lo que importa es que estamos juntos y la vamos a preparar con amor, como ella lo hacía.

CELESTE: (Enjugándose una lágrima) Sus platillos siempre lograban unir a la familia. Pero quien debe perdonarme eres tú. La verdad es que sí le ponía coñac, pero está carísimo.

TOMAS: (eufórico) ¡Lo sabía!

(Ambos hermanos se abrazan)

FIN

Autor: Ana Laura Piera.

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LA HERENCIA

Photo by Melinda Gimpel on Unsplash

Ángel se levantó y salió del despacho que había sido de su madre azotando la puerta. Fue tal el portazo, que de la media docena de máscaras africanas, traídas directamente de Costa de Marfil, que colgaban de la pared, cuatro se cayeron y dos se quedaron observando la escena con ojos vacíos y muecas extrañas. Alrededor de la mesa de juntas, las caras largas y ceños adustos de Esteban, Marina y el Lic. Mateos contrastaban con la satisfacción de Clemente y Ester.

A veces las lecturas de testamentos acaban en discordia, dijo el Lic. Mateos al tiempo que se levantaba pesadamente. Tendrán que asesorarse legalmente muchachos. Ángel ya dejó en claro que va a impugnar. Puede ser un pleito largo, mientras se resuelve, las casas no se pueden tocar, ni el dinero de las cuentas bancarias. Me pongo a sus órdenes, ya saben que su mamá, Doña Cristina siempre me tuvo mucha confianza.

Esteban, solícito, acompañó al licenciado mientras le hacía preguntas legales. Marina se quedó un rato más levantando las máscaras que se habían caído y pasó sus dedos por el borde roto de una de ellas. Suspiró. Se vio a sí misma, a Esteban y a Ángel, siendo niños, correteandose alegremente alrededor de aquella misma mesa mientras su madre les urgía a salir del despacho para que ella pudiera continuar trabajando en los negocios familiares. Dirigiéndose a la puerta no pudo evitar preguntarse lo que pensaría ella de verlos ahora, peleando por la herencia.

En cuanto Marina salió, Clemente dijo muy orondo: Creo que te gané querida hermana. Y con los dedos se acariciaba el bigote grueso y poblado tan de moda en tiempos de la Revolución Mexicana.

Ester, muy tiesa y distinguida, sonrió con tristeza. Tenías razón, y yo que ya me había resignado a compartir la casona con Ángel y su loca familia.

¡Ni lo mande Dios hermana! Esa gente es insoportable. Pero al menos sabemos que no nos molestarán por un buen tiempo. Entonces, ¿Jugamos cartas o qué?

Pues sí, mientras esperamos a que llegue. No sé como le vamos a decir todo lo que pasó.

¡Por Dios Ester! pues las cosas como son, a veces creemos que tenemos la familia perfecta y no es así, dijo Clemente sentándose a la mesa y repartiendo cartas.

Jugaron con manos frías y transparentes, con miradas vacías y obscuras. Rieron con risas mudas y al terminar Clemente se fue flotando a seguir con sus asuntos. Ester seguía esperando a su hermana Cristina. “Nosotros los muertos deberíamos dedicarnos tan solo a descansar. A ver cómo se va a tomar este disgusto. Ya se tardó, pero yo sé que va a llegar. Siempre volvemos.”

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla.

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