La receta por Ana Laura Piera — MasticadoresMéxico

Una colaboración más para el blog «Masticadores» (el relato se termina de leer en su sitio). Muchas gracias, me encantaría me dejaran sus comentarios ya sea aquí o en Masticadores.

Habiendo fallecido mi marido y yo con problemas económicos, me presenté en el pueblo de «Los Ranchos», lugar de origen de su familia, para reclamar la receta del famoso ponche de granada que elaboraba su ya anciano tío Héctor. Cuando bajé en la estación de autobús, la humedad y […]

La receta por Ana Laura Piera — MasticadoresMéxico Editor: Edgardo Villarreal

https://bloguers.net/literatura/cuento-la-receta/

La «Invasión»

Propuesta literaria inspirada en La Guerra de Los Mundos de H.G. Wells. Visita el blog de El Tintero de Oro en caso de que te interese participar y saber más de la vida y obra de este gran maestro de la ciencia ficción. Te dejo con mi relato:

Llegaron cuando al planeta le empezó a fallar el pulso. Cambios nunca antes vistos en el movimiento polar de la Tierra hizo de los terremotos y erupciones el pan de cada día. El clima enloqueció. En medio de la devastación, las estaciones de radio, TV e internet que aún funcionaban dieron cuenta de su aparición: Una escuadra de gigantescas naves alienígenas iba entrando en la exosfera terrestre.

Las señales emitidas por las naves confundieron a los científicos que intentaban dar una respuesta a lo que estaba sucediendo. No hubo consenso: unos decían que esos seres venían a salvarnos y otros creían que venían a terminar con lo que quedaba de la raza humana y del planeta. Yo era de los primeros. Para mí, la visión de esas naves alargadas, con sus cambios de luz de rojo a verde, significaba una advertencia de peligro seguida de un aviso de salvamento. ¡Si tan solo hubiéramos sido mayoría los que pensábamos así! Al penetrar las naves en la troposfera, los gobiernos mundiales enviaron una miríada de misiles y aviones-caza para contrarrestar el «ataque». Los pocos que sobrevivimos lo supimos después: los extraterrestres venían en una misión de rescate pues la Tierra estaba condenada.

Tendido en la blanca superficie, estoy a punto de iniciar lo que ellos llaman: «asimilación». Gor-Mir me lo explica lo mejor que puede, tratando de hablar con naturalidad a pesar de los tonos guturales que emite su garganta. Todo su ser despide luz de diferentes colores, ahora que me habla lo hace emitiendo un suave resplandor azulado.

—En este momento te conviertes en uno de nosotros. No usarás ya tu sistema vocal salvo para emergencias, pero podrás entender los pensamientos. Se hará un trasplante de corazón, la mejor mitad humana se quedará y la otra será sustituida con una mitad de tejido cardiaco-cerebral propio de nuestra raza. No te preocupes, la unión será armoniosa. Tu imagen seguirá siendo bípeda, pero te añadiremos un par extra de brazos y ojos para que te asemejes exteriormente más a nosotros.

—¿La Tierra? —pregunto con apenas voz y noto que su luz cambia de azul a gris.

—Su decisión de usar armas nucleares contra nosotros, más los cataclismos naturales, la han destruido por completo. Lo que queda de ella vaga en el universo, algunos pedazos están siendo atraídos por la gravedad de cuerpos celestes de mayor tamaño y otros están encaminándose al cinturón de asteroides que hay entre Marte y Júpiter. Rescatamos a todos los humanos que pudimos, lo siento, no son muchos.

La superficie donde me encuentro empieza a vibrar y a emitir un haz de luz blanca enceguecedora que me envuelve. Yo siento que «trabajan» en mí, mas no hay dolor. La voz de Gor-Mir no me abandona, pero ahora la escucho en mi mente, tranquilizándome: «Fuerza hermano. Ojalá fueran más. Tan solo son un puñado, pero ahora son parte de nosotros. Bienvenidos».

Suena en mi cabeza la sonata «Claro de Luna», de Beethoven. Escucho a Gor-Mir decir algo sobre lo hermosa que es.

Presiento que estaremos bien.

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla

https://bloguers.net/literatura/la-invasion-relato-corto/

La Cuenta Maldita – Cuento Corto

Paco estaba harto de contar los días. Las matemáticas nunca se le habían dado muy bien que digamos. Su mujer, Flor, solo sonreía ante la discalculia crónica de su esposo.

—¡Ay, Mujer! ¿Hace cuanto que fuimos con Abelardo y Estela? ¿Habrán pasado ya los 14 días?

Flor recordaba que después de mucho tiempo se habían atrevido a visitar a sus grandes amigos. Todo había sido en un ambiente controlado, al aire libre y con cubrebocas. Eso sí, a la hora de los brindis se los tuvieron que quitar y después de varios tragos cada uno, la distancia se fue acortando hasta que acabaron abrazados, cantando y llorando a moco tendido por el añorado reencuentro.

—Llevamos 12, pero creo que a estas alturas puedes relajarte. No nos contagiamos del bicho.

—¡Alabado sea Dios! Esta zozobra es insoportable, debemos cuidarnos más. —Y se pasaba nerviosamente la mano por la calva mientras negaba con la cabeza. —Esto de estar contando los días es un suplicio.

Otro día llegaron los nietos, a quienes Flor abrió a pesar de las protestas de su marido. Entraron los chiquillos en tropel y los gemelos se fueron a colgar de las piernas de Paco y Flor recogió a la más pequeña, abrazándola y llenándola de besos.

Minadas sus defensas, él no tuvo más remedio que alzar a los gemelos en brazos, mirando a su mujer con cara de angustia. Los dos niños le jalaban las barbas con manos húmedas y le babeaban los cachetes mientras decían emocionados: «¡Abuelito, abuelito!»
Pasaron una tarde preciosa sorbiendo helado, dibujando y escuchando las peripecias de los tres niños. Después, cuando vinieron a recogerlos sus padres, Flor tenía preparada una cena familiar. En cuanto todos se fueron, Paco se acabó un bote de desinfectante en spray pasándolo por toda la casa.

—¡Basta, Paco! ¡No sé que sea más peligroso, el bicho o estos químicos! —dijo Flor malhumorada mientras ambos esperaban en el jardín a que la aséptica nube se asentase y pudieran entrar de nuevo.

Después de darse un baño a conciencia Paco comenzó a contar…

—Es que es el cuento de nunca acabar mujer…

—Son los tiempos que nos han tocado vivir viejo. Pero tranquilo, ya estamos vacunados. ¿De algo ha de servir el piquete no? ¡Y fue tan bueno ver a la familia!

—Estamos tomando demasiados riesgos. No está en mis planes morir asfixiado y con el culo al aire en el hospital. —dijo mientras una mueca de horror se instalaba en su rostro.

—Eso no va a pasar. ¡No seas tan dramático! Seguiremos cuidándonos lo más que podamos.

Otro día fueron a la compra semanal y en la fila para las cajas una mujer tosió. Paco ya no quiso seguir y dejó el carrito con todas las cosas en la tienda; en su huida se iba poniendo gel hasta en el trasero y salió arrastrando a la sorprendida Flor.

—¿Te has vuelto loco Paco?
—¡Tosió! ¡Tosió!, ¿no te diste cuenta?
—¡Hombre! ¡Que traía cubrebocas y nosotros también! Ahora ya es mejor visto tirarte un pedo que toser. A veces uno tose Paco, y no quiere decir que traigas el bicho.

Pero Paco no durmió esa noche y empezó a contar…

—Ya no me acuerdo cuántos días van desde lo de la tienda.
—Estás muy paranoico. ¿Y sabes? no me ha agradado nada que ahora la compra nos la manden a la casa. Mandan lo que quieren y no lo que uno les pide.
—Paco pareció no escucharla.

—Necesito un calendario. ¿Cuántos van? Creo que diez, no… once. ¿Sabes mujer, tengo pesadillas donde entro a un lugar concurrido y yo ando sin cubrebocas? ¿No te pasa a ti?

Los ronquidos de Flor le indicaron que esta ya estaba durmiendo y no había atendido a su diatriba. Entonces Paco se puso a contar utilizando todos los dedos de su cuerpo, de repente se equivocaba y volvía a empezar.

Al otro día el buen Paco no despertó. El doctor dijo que se lo había llevado un infarto por el estrés.

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla

https://bloguers.net/literatura/la-cuenta-maldita-cuento-corto/

Quetzalpilli por Ana Laura Piera — MasticadoresMéxico

Este cuento ya lo había publicado en mi blog. Fue merecedor de un reconocimiento por parte de El Tintero de Oro en su XXVII edición. Si ya lo leíste y te gustó, te pido que lo apoyes en Masticadores, si aún no lo has leído te invito a que lo hagas y me dejes tu opinión.

Quetzalpilli parecía un bultito color canela en medio de su cuna. Sus rasgos indígenas eran muy armoniosos y el negro de sus ojos tenía el brillo de la piedra de obsidiana. Resultó ser un niño fuera de lo común. A los tres meses yo lo vi moviendo de forma […]

Quetzalpilli por Ana Laura Piera — MasticadoresMéxico Editor: Edgardo Villarreal

EL ÁLBUM.

El deficiente aire acondicionado del interior de la tienda de antigüedades ofrecía un ligero respiro al asfixiante calor del verano. La encargada me vio entrar y apenas reparó en mí. Se encontraba puliendo una vieja tetera ennegrecida; sudando copiosamente, sonreía como maníaca cada vez que lograba arrancarle destellos plateados con un viejo trapo.

Agradecí el ligero cambio de temperatura y dejé que mi mirada vagara por el lugar: había ropa usada que aún conservaba el olor de sus antiguos propietarios, cuadros antiguos, libros y otros objetos acomodados de forma caprichosa, sin orden ni lógica. Cosas desechadas llorando su abandono. A veces en este tipo de lugares uno encuentra verdaderas joyas, como la exquisita figura de lladró de una chica cuya falda cabalgaba alegre sobre el viento y cuyo precio significaba una verdadera ganga.

Vi un álbum en una repisa polvorienta, semioculto detrás de unas botellas de vidrio antiguas. Llamó mi atención por la cubierta, forrada de hojas vegetales y cortezas dispuestas como un rompecabezas. Pasar los dedos por las texturas era un deleite, mas otra sorpresa aguardaba dentro: pegadas en las páginas del burdo, pero hermoso papel artesanal, había primorosas escenas invernales pintadas en acuarela. Se trataba de paisajes nevados, árboles cuyas ramas se doblaban con el peso de la nieve, pintorescas viviendas cuyos techos aparecían cubiertos de blanco. Las manos que habían pintado esos cuadros diminutos o se habían preocupado por coleccionarlos en aquel original álbum quizás ya no existían, pero quedaba constancia de ellas a través de él. A veces los objetos nos trascienden y nos representan, en este caso solo un alma hermosa pudo haber creado tanta belleza. Tomé ese tesoro entre mis manos y me dirigí a pagar. Temí que en el último instante la mujer me negara aquella adquisición diciendo: «disculpe, esto es un error y este álbum no ha sido desechado ni olvidado, tiene dueño y no está a la venta», pero indiferente, recibió mi dinero y siguió peleándose con la tetera.

Salí y me sumergí de nuevo en la calurosa tarde. El sol inclemente caía como una pesada hacha y las personas intentaban paliar su malestar en las terrazas donde bebían cerveza y sorbían helados. Caminé con el álbum bajo el brazo y sentí que extrañamente el calor cedía, pero también percibí el peso de las miradas de sorpresa y envidia al pasar frente al gentío. Un hombre con la camisa pegada al cuerpo por la humedad se abalanzó sobre mí y me arrebató el álbum. El opresivo calor me envolvió de repente. Vi al ladrón alejarse corriendo y comencé a correr también para alcanzarlo, pero el tipo se paró en seco y observó el álbum de arriba a abajo con desesperación para después tirarlo al suelo en un arranque de frustración. Fui a recogerlo e inmediatamente sentí un frescor invernal. De aquel álbum se desprendía para mí una sensación de frío e increíblemente de sus páginas se derramaban ¡copos de nieve! Lo levanté sobre mi cabeza: mis hombros se cubrieron de blanco y mis pestañas parecían alas de pájaro en medio de una nevada.

Me alejé riéndo como un niño, llevando el invierno conmigo en medio de esa tarde infernal.

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla

https://bloguers.net/literatura/el-album-relato-corto/

Cantando Bajo La Lluvia – Microrrelato

Reto: escribir un micro de 250 palabras como máximo, inspirado en el título de una película. ¡Ojo! Digo inspirado en el título no que guarde relación con la película que eso sería muy aburrido. Si quieres participar te invito a que visites el blog de El Tintero de Oro.

A continuación va mi relato, acuérdate que no tiene nada que ver con la película:

Parados en medio de aquella selva de verdor perenne, con la opresiva humedad pasando la lengua por nuestros cuerpos rotos esperábamos la señal del comandante. Era él un hombre de baja estatura y mirada cruel que se paseaba entre nosotros exhibiendo en su rostro una mueca de satisfacción.

No era muy frecuente que nos sacaran de las celdas en grupo. Miré de reojo a los demás: parecíamos espantapájaros obscurecidos y deshilachados por el tiempo. Reconocí con dificultad a Sanders a White y a Thompson. Había uno con la cara tan hinchada que parecía un globo sanguinolento a punto de explotar. Imposible saber de quién se trataba, pero adiviné que los gritos de dolor que inundaron la noche habían sido suyos. Vi también a los soldados norvietnamitas cercándonos, listas sus armas en caso de negarnos a los caprichos de nuestro atormentador.

Sobre nuestras cabezas el cielo comenzó a resquebrajarse y un viento insidioso se levantó y nos lanzó arena a la cara hasta que el cielo se derramó y cortinas de agua nos envolvieron.

El comandante se apresuró a colocarse bajo un tejado y como si fuera un ceremonioso director de orquesta comenzó a mover sus manos lentamente haciendo semicírculos… La señal.

Absurdamente abrimos todos nuestras bocas … cantando bajo la lluvia.

212 palabras.

https://bloguers.net/literatura/cantando-bajo-la-lluvia-microrrelato/

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla

EL CURANDERO

Reto: inventar una historia que se desarrolle en el interior de un avión.

da Clic en la imagen para que te enteres de qué va el reto en el blog de Jasc Net: Acervo de Letras.

Los ojos desorbitados de Matías Ek y el temblor incontrolable de su pequeño cuerpo me indicaron que sería difícil meterlo en la avioneta que nos llevaría desde el aeropuerto de Tuxtla Gutiérrez hasta la Ciudad de México.

—Cálmate Matías. Ya habíamos hablado de esto, tú sabes la importancia de que este aparato nos lleve a la capital. Te prometo que nada nos va a pasar —le dije en un tono tranquilizador, pero él me lanzó una mirada furibunda desde sus ojillos rasgados. Corrió hacia los hangares en un vano intento de escape, mas los soldados del gobierno lo agarraron y pronto se encontraba de regreso, maldiciendo, tomado de los brazos y con los pies pataleando furiosos a centímetros del suelo.

—Dr. Torres, no va a haber otra forma mas que meter a este cabrón a la fuerza —dijo uno de los soldados.

Había conocido a Matías Ek tres meses atrás cuando me llegaron informes de un curandero chiapaneco que trataba con éxito graves casos de coronavirus con medios tradicionales. Mucha gente de la ciudad de Tuxtla Gutiérrez hacía la peregrinación a la sierra para que los curase. La receta para el tratamiento estaba en su cabeza y los ingredientes del remedio en la maravillosa diversidad de la Reserva de la Biosfera El Triunfo, en la sierra madre del estado de Chiapas. Ahí existe una selva en la parte más baja y un bosque nuboso en la parte alta, donde la neblina es constante y el lugar se revela como un sitio místico. Por sesenta días los dos recorrimos ese mundo de niebla persistente mezclado con la cubierta vegetal de bosques de pino y encino; recogiendo muestras de plantas, flores, cortezas hongos y musgos. En una ocasión que se me antojó un sueño, tuve oportunidad de observar el vuelo del esquivo e iridiscente Quetzal, y todas las noches nos acompañó el ulular de los monos que llega a ser tan fuerte que hiela la sangre. También, felinos como el jaguar y el puma nos acechaban aunque no los viéramos. Ante mi evidente nerviosismo Matías Ek solo sonreía y movía la cabeza como diciendo: «esta gente citadina» mientras metía en su alforja los preciados componentes.

Ahora los roles habían cambiado, Matías se internaría en mi mundo, que empezaba en esa frágil avioneta a la que él le tenía tanto terror pues no entendía cómo aquel pájaro metálico podía elevarse del suelo. No lo hubiera hecho pasar por la experiencia, pero como dije antes, la receta de la cura se encontraba en su memoria y teníamos que repetir todo el proceso en un laboratorio. Me dolió la rudeza con que los soldados lo introdujeron en el viejo Lockheed. Cuando el aparato comenzó a moverse Matías comenzó a llorar y después, al elevarse en el cielo daba gritos de espanto, se retorcía en su asiento y se jalaba con desesperación los lacios cabellos mientras sus ojos destilaban lágrimas de miedo y coraje. Le ofrecí un poco de mezcal que primero rechazó, pero una vez que logró tomar un sorbo quiso más y eso logró calmarlo. Sentí pena por él, pero me reconfortaba ver la caja que contenía los ingredientes recolectados para la cura. Con suerte podríamos replicar la receta y sintetizar los ingredientes activos para no tener que sacarlos del bosque. Muy pronto el mundo tendría un tratamiento para la plaga, muy necesario dado que las vacunas ya no funcionaban ante las últimas mutaciones del virus.

Por fin aterrizamos en la Ciudad de México. Matías ni se dio cuenta pues había vaciado por completo la botella de mezcal y dormía profundamente. Esta vez lo sacamos con todo el cuidado posible y lo llevamos a un hotel confortable donde se repondría del susto. El remedio estaba a salvo en ese reservorio de sabiduría ancestral que era su mente. Estaba seguro de que lograríamos nuestro objetivo y me prometí a mí mismo que la nueva droga rendiría homenaje a Matías Ek llamándola Ekicina.

Sonreí al pensar en la odisea que sería llevarlo de regreso en avión a su hermoso mundo de bosque y niebla.

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla

También en https://bloguers.net/literatura/el-curandero-relato-para-va-de-reto/

El privilegio de los difuntos por Ana Laura Piera

Imagen tomada de Unsplash

El intenso frío me pegó como patada de mula; después fui consciente de la tierra, una tierra granulosa y húmeda que me envolvía cual mortaja. “Ni siquiera fui digno de una caja”, pensé. Abrí la boca y quise gritar de indignación y toda esa tierra se precipitó a mis […]

El privilegio de los difuntos por Ana Laura Piera

QUETZALPILLI

Este relato salió ganador del reconocimiento El Tintero de Bronce.

Quetzalpilli parecía un bultito color canela en medio de su cuna. Sus rasgos indígenas eran muy armoniosos y el negro de sus ojos tenía el brillo de la piedra de obsidiana. Resultó ser un niño fuera de lo común. A los tres meses yo lo vi moviendo de forma extraña sus manitas, como si el aire fuera tierra y quisiera moldearlo, se formó un pequeño remolino que se soltó por la casa levantando objetos: un cenicero, un bolígrafo y el libro de mi madre. Sentí mi cabello moverse por las ráfagas que levantaba, de repente el remolino perdió fuerza: el cenicero acabó golpeando a mi padre, el bolígrafo se clavó en una pared y el libro quedó deshojado por la estancia. Alicia corrió para recoger a su hijo y se encerró en su habitación antes de que alguien tuviera tiempo de quejarse por el incidente.

Alicia era mi abuela que, tras siete noches de sueños extraños con un indio muy viejo que le hablaba en una lengua desconocida, en la octava increíblemente recuperó la juventud y también dio a luz a un bebé. Tras escuchar berridos, corrí a su habitación y lo que vi no lo olvidaré jamás: sobre su cama estaba una atractiva mujer de aspecto familiar que me miraba con una mezcla de espanto y sorpresa. De sus magníficos senos manaba un río de leche, y entre sus piernas ensangrentadas se asomaba un recién nacido, unido aún a ella por el cordón umbilical. Alicia lo nombró Quetzalpilli que en náhuatl significa «Hijo del Quetzal».

A todos en casa nos costó trabajo aceptar la nueva realidad de la abuela, que ya no lo era, sino una sobrina de mi madre que había llegado a vivir con nosotros y acababa de dar a luz. «¿Y Doña Alicia?» preguntaban las vecinas. «La abuela se marchó al pueblo». Esa versión acallaba unas sospechas y levantaba otras, pues las vecinas chismosas se escandalizaron de que mi madre aceptara a una joven en la casa sabiendo el tremendo donjuán que era su marido. Y tenían razón. A mi padre se le encendió un apetito voraz por Alicia, la piropeaba, le pellizcaba el trasero, la miraba lascivamente y todo frente a mi madre. Una noche lo sorprendimos queriendo entrar a la habitación donde dormían Alicia y su hijo, pero la cerradura se puso inexplicablemente al rojo vivo y le quemó la mano. Dejó de molestarla, o eso pensamos, hasta el incidente de las culebras.

Alicia me contó que papá había querido darle un beso a la fuerza en la cocina. Fue entonces cuando el piso perdió firmeza y en su lugar había un mar de culebras color agua sucia, tallándose y enredándose unas con otras. Yo estaba en el jardín y entré al oír los gritos ahogados de mi padre a quien las culebras ya habían casi cubierto por completo. Curiosamente, alrededor de Alicia no había ninguna. De repente, desaparecieron todas excepto dos, Quetzalpilli blandía una en cada mano y sonreía.

Después de eso mis padres discutían siempre. Él quería correr a Alicia y a su hijo, ella le reclamaba su actitud. Una noche, además de los usuales gritos, oímos golpes y lamentos. Salimos al pasillo, Alicia llevaba al niño en brazos. Nos pusimos frente a la habitación principal para escuchar mejor. Quetzalpilli —que por esa época ya caminaba— hizo ademán de que lo bajaran al suelo. Con una seriedad y determinación que no correspondían a su edad, extendió un brazo y la puerta se abrió de golpe a pesar de estar con el seguro. Vimos a mi padre a punto de soltarle un puñetazo a mamá que ya estaba malherida y en el suelo. El niño levantó su mano y papá se elevó también, como tirado por una cuerda invisible hasta que quedó casi en el techo. Algo le impedía gritar, pero pataleaba fuertemente y sus ojos parecían querer salírsele de las órbitas. De repente Quetzalpilli movió la cabeza hacia un lado y la triste marioneta se esfumó, exactamente como las culebras, unos días antes.

No crean que lo extraño, todos estamos mejor sin él, pero tengo curiosidad de saber a dónde lo mandó el niño. También me gustaría conocer cuál es la misión de Quetzalpilli en este mundo. Creo que cuando pueda hablar se lo preguntaré. Mientras tanto estoy seguro de que seguirá sorprendiéndonos.

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla

La idea del personaje de Quetzalpilli lo inspiró un cuento mío, previo, titulado: El Sueño.

LA HERENCIA

Photo by Melinda Gimpel on Unsplash

Ángel se levantó y salió del despacho que había sido de su madre azotando la puerta. Fue tal el portazo, que de la media docena de máscaras africanas, traídas directamente de Costa de Marfil, que colgaban de la pared, cuatro se cayeron y dos se quedaron observando la escena con ojos vacíos y muecas extrañas. Alrededor de la mesa de juntas, las caras largas y ceños adustos de Esteban, Marina y el Lic. Mateos contrastaban con la satisfacción de Clemente y Ester.

A veces las lecturas de testamentos acaban en discordia, dijo el Lic. Mateos al tiempo que se levantaba pesadamente. Tendrán que asesorarse legalmente muchachos. Ángel ya dejó en claro que va a impugnar. Puede ser un pleito largo, mientras se resuelve, las casas no se pueden tocar, ni el dinero de las cuentas bancarias. Me pongo a sus órdenes, ya saben que su mamá, Doña Cristina siempre me tuvo mucha confianza.

Esteban, solícito, acompañó al licenciado mientras le hacía preguntas legales. Marina se quedó un rato más levantando las máscaras que se habían caído y pasó sus dedos por el borde roto de una de ellas. Suspiró. Se vio a sí misma, a Esteban y a Ángel, siendo niños, correteandose alegremente alrededor de aquella misma mesa mientras su madre les urgía a salir del despacho para que ella pudiera continuar trabajando en los negocios familiares. Dirigiéndose a la puerta no pudo evitar preguntarse lo que pensaría ella de verlos ahora, peleando por la herencia.

En cuanto Marina salió, Clemente dijo muy orondo: Creo que te gané querida hermana. Y con los dedos se acariciaba el bigote grueso y poblado tan de moda en tiempos de la Revolución Mexicana.

Ester, muy tiesa y distinguida, sonrió con tristeza. Tenías razón, y yo que ya me había resignado a compartir la casona con Ángel y su loca familia.

¡Ni lo mande Dios hermana! Esa gente es insoportable. Pero al menos sabemos que no nos molestarán por un buen tiempo. Entonces, ¿Jugamos cartas o qué?

Pues sí, mientras esperamos a que llegue. No sé como le vamos a decir todo lo que pasó.

¡Por Dios Ester! pues las cosas como son, a veces creemos que tenemos la familia perfecta y no es así, dijo Clemente sentándose a la mesa y repartiendo cartas.

Jugaron con manos frías y transparentes, con miradas vacías y obscuras. Rieron con risas mudas y al terminar Clemente se fue flotando a seguir con sus asuntos. Ester seguía esperando a su hermana Cristina. “Nosotros los muertos deberíamos dedicarnos tan solo a descansar. A ver cómo se va a tomar este disgusto. Ya se tardó, pero yo sé que va a llegar. Siempre volvemos.”

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla.

Si gustas dejar algún comentario, ¡Bienvenido! los leo y respondo todos. Gracias por pasar.

https://bloguers.net/literatura/la-herencia-cuento-corto/