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En el laboratorio reinaba una blancura que cegaba. El ambiente era aséptico. Los científicos iban y venían con tabletas transparentes llenas de datos parpadeantes en color naranja. Se detenían en pulcras y futuristas estaciones de trabajo donde ingresaban o consultaban información. No había nadie bebiendo café o platicando con algún compañero. Todo era eficiente y preciso, como una maquinaria de reloj antiguo. Todos tenían un propósito y lo cumplían con eficiencia y una extraña serenidad en los rostros. De tanto en tanto, cuando sus movimientos se hacían más pausados y pesados, desaparecían tras unas puertas grises por unos cuantos minutos y luego salían vigorizados y reanudaban labores.
El director, un espigado hombre de mediana edad y rasgos orientales, iba pausadamente de aquí para allá. Supervisando, checando parámetros, hablando con los demás. Un director de orquesta carente de la pasión desbordante de estos, aunque eso no le quitaba eficiencia.
—¿Los últimos resultados? —preguntó con voz suave y modulada a una mujer, vestida, igual que todos, con mono médico y encima una bata blanca impoluta.
—Negativos —replicó ella—. Hay que desechar los lotes. Nuevamente, no hemos podido alcanzar el estándar mínimo.
—¿Edades?
—Tenemos grupos desde tres hasta diez años. En ambientes controlados, óptimos para su desarrollo.
—Repasemos los valores —dijo él.
La científica recitó de memoria lo que buscaban:
Alta capacidad de razonamiento y pensamiento crítico
Empatía y ética
Comunicación clara y efectiva
Curiosidad
Adaptabilidad
Orientación a la mejora colectiva
Conciencia de los límites tecnológicos
—En suma —dijo el director—, un ser racional, empático, ético, comunicativo, curioso y consciente del equilibrio entre tecnología y humanidad.
—No lo estamos logrando —dijo ella, y en su voz no se asomaba el mínimo rasgo de emoción—, es como si ya vinieran con algún fallo crítico.
—Debemos persistir. Depurar el ADN hasta alcanzar el ideal. Es nuestra misión —hizo una pausa para mirar de arriba a abajo a su interlocutora—. Detecto que su unidad de energía está baja doctora, sugiero vaya al módulo de carga y la intercambie.
La mujer asintió y se retiró hasta desaparecer detrás de una de las puertas grises.
El director miró todo a su alrededor con sus ojos rasgados, detrás de los cuales había sofisticadas cámaras de altísima resolución. Caminó con naturalidad hasta un cubículo, con piernas impulsadas por servomotores precisos. A su paso, tocó superficies, y su piel, una membrana blanda y flexible, con un hidrogel conductor detectó temperatura y presión. Su procesador con inteligencia artificial hizo algunos cálculos. Quizás harían falta otros veinte años de pruebas hasta lograr su cometido. Pero lograrían traerlos de vuelta. Esta vez todo sería diferente.
Autor: Ana Piera.
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