Regalo de Navidad.

Cuento corto sobre el poder de los deseos y la fuerza de la familia.

Todo sucedió muy rápido. Con el rabillo del ojo alcancé a ver a José caer, casi sin ruido. Un gesto tan natural, querer cortar el agua del mar con los dedos, había causado la desgracia. Aquel gigante húmedo y espumoso no había perdonado el atrevimiento de querer sentir su fuerza.

Grité lo más fuerte que pude. Dentro de mí ese grito pareció ajeno, como si fuera el grito de otra persona. Mi padre pidió que pararan el yate, que ya se había alejado del lugar donde mi hermano había caído. La embarcación dio marcha atrás con mucho cuidado y volvió a parar. Papá se lanzó al mar como una flecha y desapareció de nuestra vista. Pasaron unos minutos eternos. Mi mamá y mi hermano menor, Carlos, lloraban. Yo fijaba la mirada en aquel mar de un azul oscuro, impenetrable; esperaba, nervioso, el momento en que salieran. Por fin percibí las ondulaciones rosadas causadas por el absurdo traje de baño de mi padre, quien emergió con José, pero su pequeño cuerpo, empapado y desmadejado, mostraba la palidez de los muertos.

Una vez en el bote, papá constató la falta de pulso e inició los primeros auxilios: respiración boca a boca y masaje cardiaco. Cada segundo nos acercaba a un abismo desconocido. Más tarde una ambulancia aérea recogió a mis padres y a mi hermano ahogado. Recuerdo haberlos visto alejarse mientras Carlos y yo estábamos demasiado aturdidos para llorar. El barco siguió su curso al siguiente puerto, donde tomamos un avión para reunirnos todos en casa, pero al llegar, papá y mamá no estaban.

Fueron días oscuros. Los empleados de la casa, por muy buenas intenciones que tuvieran, no podían sustituir la calidez de nuestros padres. No servía de nada pretender la normalidad, pues los rastros de la existencia de José eran constantes recordatorios de su violenta pérdida: su habitación, su ropa, sus juguetes, su bicicleta, hasta su querida salamandra, a la que él había bautizado como «Manchas» nos lo recordaba. Al final la pobre murió por falta de cuidados pues evitábamos entrar a su cuarto.

El abuelo llegó después para hacernos compañía, cosa en la que falló por completo a causa de su propia pena. Su jovialidad había desaparecido; el tiempo al fin lo había alcanzado. Por esos días, Carlos y yo decidimos dormir juntos pues las pesadillas nos atormentaban. Una noche sin saber a quién o a qué, pedimos con todas nuestras fuerzas que José regresara.

—Si se lo llevaron es que lo podían salvar, ¿no? —Preguntaba Carlos con la inocencia de sus siete años y yo callaba. Mi seguridad de hermano mayor, me había abandonado.

Pasaron tres meses en los cuales llegamos a pensar que nuestros padres ya no regresarían. Que José de algún modo extraño se los había llevado también. Solo algunas llamadas esporádicas entre mi padre y el abuelo nos recordaban que aun existían. Llegó Diciembre y por primera vez nos molestaron los adornos navideños, los villancicos que se colaban insidiosos por las ventanas de nuestra casa y la algarabía de los vecinos.

Una mañana, el abuelo nos llevó a pescar al lago, que aún no estaba congelado. No fue la mejor elección: la visión del agua nos hizo recordar el mar y aquel fatídico día. Nuestros dedos nerviosos acabaron punzados por los anzuelos mal colocados y Carlos lloriqueaba todo el tiempo, lo que hizo que los peces se asustaran. El abuelo no decía nada, su mente no estaba con nosotros. Su teléfono vibró anunciando un mensaje.

—Guarden todo, hay que regresar. —Había inquietud y sorpresa en su voz.

Nada más llegar a casa, vimos a nuestros padres en la entrada. Emocionados corrimos a abrazarlos y lloramos a moco tendido.

—Tengo una sorpresa para ustedes, —dijo papá con una mueca que trataba de ser sonrisa en ese rostro que ahora lucía más avejentado y grave.

En la puerta de la casa un resplandor metálico llamó nuestra atención de inmediato. El «resplandor» resultó ser un robot con apariencia infantil que se movió inseguro hacia nosotros. Retrocedimos, pero papá nos detuvo.

—Es José.

Nos miramos asustados mientras aquella máquina se acercaba vacilante. Sus movimientos eran bastante naturales, aunque no lo suficiente. Su tórax era tan delgado como el de un insecto, y apenas sobresalían la pelvis y el pecho. Tenía la altura de José, que siempre había sido el más alto de los tres, y su cabeza tenía facciones humanas.

—¡Hola! —Levantó un brazo para acompañar el saludo y unas luces azuladas en su pecho y cabeza se encendieron al ritmo de aquella voz metálica.

Papá explicó que José había sido candidato a un novedoso proceso mediante el cual unos ingenieros chinos lograron trasladar su conciencia a una unidad de memoria que estaba ahora en aquel cuerpo robótico. El cuerpo de José se había perdido, pero no su esencia, que estaba ahí, contenida en ese envase artificial de última generación.

Carlos y yo nos miramos antes de caminar hacia «José».

—¿En verdad eres José? —Preguntó Carlos.

—Claro que sí, «conejo».

Carlos sonrió al escuchar aquel apelativo tan familiar.

—¿Cómo se llama tu mascota? —pregunté con hosquedad.

—Manchas.

—Pues ha muerto. Debiste estar aquí para alimentarla. ¿Sabes?—. No quería ser cruel pero en ese momento me sentía muy confundido y frustrado.

«José» se quedó en silencio, su cuerpo emitió un resplandor rojizo.

—¿Puedes andar en bicicleta? —pregunté.

—Creo que puedo hacer de todo —otra vez aparecieron las luces azules—, pero habrá que poner a prueba este «hermoso» cuerpo que me han dado.

No fue muy evidente por aquella voz tan rara, pero ahí seguía la ironía que siempre había caracterizado a nuestro hermano. Nos abrazamos. Fue extraño sentir la dureza fría al tacto de aquella máquina. Con el tiempo nos acostumbraríamos. También a las miradas de extrañeza de los vecinos. Papá y mamá lloraban, y el abuelo intentó dominar su emoción y nos tomó una foto. Nuestro deseo se había cumplido, acabábamos de recibir el mejor regalo de Navidad.

Autor: Ana Laura Piera.

Este cuento fue publicado originalmente bajo el título «El Regreso», el 17 de diciembre de 2021. Hoy lo comparto nuevamente.

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¡Que sea doble! – Microteatro.

Microdrama sobre inteligencia artificial y emociones humanas.

Inspirándome en los retos del microteatro de Merche Soriano, hice esta pequeña pieza de microteatro.

ESPACIO ESCÉNICO: Una taberna vacía, barra al centro, luz tenue.

PERSONAJES:

Robot tabernero. (Androide con cara humana, pero algo tiesa, cuerpo metálico, gestos mecánicos, sensación de estar inacabado), su ropa se ilumina con luz de acuerdo a su estado de ánimo.

Cliente: José, humano, aspecto cansado, irónico.

ESCENA ÚNICA:

El robot tabernero se encuentra limpiando la barra cuando entra José quien se sienta sin saludar. En cuanto ve a José las luces de su traje se «prenden» y despiden una luz azul celeste, muy tenue. No debe molestar ni ser muy llamativa.

TABERNERO:
¡Qué gran placer tenerlo aquí! ¿Qué le voy a servir hoy?

JOSÉ:
¡Algo fuerte! Mi mujer me tiene cansado.

El Tabernero saca una botella de tequila y mientras sirve echa miradas curiosas a José.

TABERNERO:
Es una pena escuchar eso, pero si su mujer le causa tantos conflictos, ¿por qué sigue con ella?

JOSÉ:
¡Cómo se nota que eres una máquina! No te ofendas, pero es verdad.

El Tabernero sonríe y le extiende el «caballito» de tequila a José.

TABERNERO:
No se preocupe, no me ofende en lo absoluto. Me encantaría entenderlo.

JOSÉ:
La Loli es como una droga, ¿me entiendes?

TABERNERO:
Me parece fantástico que busque solaz en los psicotrópicos, pero debo advertirle que las drogas no son muy buenas, a nivel global, 11.2 millones de personas se inyectan drogas. Alrededor de la mitad vive con hepatitis C; 1.4 millones con VIH y 1.2 millones, con ambos.

José hace cara de fastidio y le da un trago a su tequila.

JOSÉ:
No sé por qué vengo a esta taberna.

TABERNERO:
¡Nos encanta tenerlo aquí! Es un gusto enorme poder servir a la especie humana y relajarlos un poco. Y bueno, creo que sus visitas son porque damos un 15% de descuento a las personas que trabajan en el campo de la informática y usted debe ser programador.

José se ríe.

JOSÉ:
Es verdad. Bueno, yo no me drogo y jamás lo he hecho.

TABERNERO:
¡Oh, eso es grandioso! Pero dice que ella es como una droga. ¿Si no se droga, cómo sabe sus efectos?

JOSÉ:
Bueno, todo el mundo sabe los efectos de las drogas: Son adictivas. Y yo soy adicto a ella, sus berrinches, a sus celos, a nuestras tórridas reconciliaciones…

TABERNERO:
Me hace feliz escuchar eso, de verdad. Creo, sin embargo que ustedes, como especie, son algo autodestructivos. Aman lo que les hace daño.

JOSÉ:
¿Estás juzgando?

TABERNERO:
¡En absoluto! Se trata solo de una opinión.

JOSÉ:
¿Me pones otro tequila?


El robot tabernero mira la botella de tequila pero en vez de servir otro trago la regresa a su lugar. La luz celeste ahora parpadea suavemente.

TABERNERO:
No sabe el gusto que me da escucharlo pedir otra bebida espirituosa. Aunque, ¿sabe los daños que produce el alcohol?
Se estima que en el mundo hay 237 millones de hombres y 46 millones de mujeres que padecen trastornos por consumo de alcohol. Su abuso causa gastritis, hepatitis o cirrosis hepática, hipertensión arterial…


José suspira frustrado

JOSÉ:
Un buen tabernero debe servir y escuchar al cliente, sin juzgar y mucho menos soltarle esa cantidad de datos espeluznantes.

TABERNERO:
¡Oh! Agradezco lo que me dice, siempre quiero mejorar. Puede ser que tenga un fallo en mi programación. Haré un reporte y lo mandaré para que me revisen.

José saca de su traje un enorme y llamativo control remoto y lo apunta al robot. El robot tabernero pone cara de sorpresa y levanta las manos como si lo estuvieran asaltando. Sus luces cambian a amarillo, parpadeante.

TABERNERO:

¡Ese control remoto es encantador! Aunque, si fuera posible, me gustaría que no lo apuntara hacia mí.

José oprime el control y el robot se apaga. Luego oprime algunos botones y empieza una grabación de voz en el mismo aparato:

JOSÉ:
Prueba 345 fallida para el modelo XSMTQM2050, robot tabernero. Necesario checar algoritmos y rutinas de procesamiento. Está resultando muy difícil replicar la empatía humana en los prototipos.

José guarda el aparato en una de sus bolsas, pasa a la barra, busca la botella de tequila y una copa de mayor tamaño, regresa con ella a su asiento y se sirve.

JOSÉ:
¡Esta vez que sea doble!

Autor: Ana Laura Piera

Nota: un «caballito de tequila es un pequeño vaso especial para servirlo de forma tradicional.

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Proyecto Vorian – Cuento Corto.

La imagen rabiosa del Presidente estaba por todos lados, su pequeña y ridícula boca no paraba de denostar y amenazar a los rebeldes y a cualquiera que les apoyara. «Deben saber que tenemos en nuestro poder un arma nueva, con potencial de aniquilamiento. No nos hagan usarla. Deben rendirse sin reservas»

En un remoto enclave desértico, ocultos entre rústicas habitaciones talladas en la roca viva y rodeados de tecnología avanzada que chocaba con la sencillez de la piedra, un agotado grupo de hombres y mujeres, analizaban el significado de aquella transmisión.

—Se trata del «Proyecto Vorian» —dijo Gunner, el líder. El gobierno ha traído una criatura alienígena con ciertos poderes y lo piensan usar como arma.

—¿Qué poderes? —preguntó alarmada Lena, la mujer de Gunner.

—Destrucción telepática, fuerza sobrehumana, no está muy claro —dijo frustrado—. No sabemos a lo que nos enfrentamos, esto es completamente desconocido.

Gunnar y Lena nunca dudaron que podían vencer al régimen. Que algún día restaurarían un estado de bienestar para todos eliminando la autocracia que existía en ese momento, con un «presidente» que más bien era un dictador. Luchaban hackeando los medios de comunicación repetidores del discurso del tirano, denunciando la corrupción y azuzando la desobediencia civil. Pero el proyecto Vorian cambiaba todo. La incertidumbre se anidó en sus corazones por primera vez desde que habían iniciado la lucha siendo apenas unos jóvenes idealistas.

—Puede ser que conozcan nuestra ubicación —dijo Gunnar con la mirada ensombrecida—. Quizás este lugar ya no es seguro. Necesitamos encontrar la forma de evacuar a todos.

Lena sabía que aquello era difícil. Muchos quizás se quedarían atrás, y aquello era inaceptable.

—¡Vamos! —arengó Lena a todos los demás—. Pongámonos a tratar de averiguar todo lo que se pueda. ¡Intentemos estar preparados!

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Lejos, en un enorme y frío hangar gubernamental, se instaló un laboratorio especial para estudiar a Vorian, el ser traído del espacio contra su voluntad. Se encontraba tras un grueso cristal de roca, cuyos componentes eran desconocidos en la Tierra.

Los humanos habían llegado al planeta «Nara 3Z» en búsqueda de minerales estratégicos para fabricar bombas y armamento, pues en la Tierra ya escaseaban. Se encontraron con una civilización reptiliana, que se encontraban en una etapa media de desarrollo.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó el Jefe del Proyecto, un hombre insípido, pero poderoso, señalando a Vorian.

Julian, el joven científico responsable de que aquel ser estuviera en la Tierra contestó:

—Frustrado. Se siente prisionero. Si no fuera por ese cristal de roca, ya nos hubiera frito a todos.

—¿De verdad cree que hará lo que le pidamos? No estamos en posibilidad de gastar nuestras armas en esa gentuza, sería un desperdicio. Esta opción resultaría económica y beneficiosa.

—Estoy en eso Jefe y luego añadió emocionado—: Ya he establecido comunicación telepática con él y no hay barreras idiomáticas ¡Parece entender cualquier lenguaje! Su fisiología es muy interesante también, creo que esta raza tiene el potencial de…

—Bien, bien —le interrumpió el jefe, aburrido—. No me interesan los detalles, solo quiero resultados. Y le lanzó una mirada dubitativa que Julian interpretó como un cuestionamiento a su capacidad.

Cuando el Jefe se retiró, Julian se sintió aliviado, ese hombre le recordaba a su padre. Un tipo que nunca le tuvo mucha fe y que hubiera preferido que se dedicara a otra cosa más práctica y no a ser un hombre de ciencia. La presencia de Vorian ya era prueba de su genio. Fue Julian quien había urdido el plan para traerlo a la Tierra con éxito.

Inició con el cautivo una nueva comunicación telepática.

—Ey, ¿Me crees cuando te digo que si nos ayudas te llevaremos de regreso a tu planeta?

Vorian no contestó y se puso a dar pasos cual bestia enjaulada. Su recinto estaba especialmente adaptado para que no escapase, lleno de sensores y con la atmosfera necesaria para que sobreviviera, que era muy diferente a la terrestre. Julian pensó que se veía magnífico: Media tres metros, su figura antropomorfa resultaba fascinante. No se veía desproporcionado excepto por la cabeza, enorme y reptiliana. Los ojos lanzaban miradas inteligentes e intuitivas. La piel verdosa – amarillenta, estaba compuesta por duras escamas. Le gustaba porque le recordaba a los dinosaurios que le habían fascinado en su niñez. En «Nara Z3» lo vieron destruyendo con el pensamiento elementos geográficos, tirando abajo montañas, desviando ríos. Notaron que cuando estaba cerca del cristal de roca sus poderes destructivos se inhabilitaban. Lo habían atrapado con artimañas, no podían arriesgarse a que se defendiera.

«Sé que estás cabreado porque te engañamos y te subimos a nuestra nave sin decirte que vendrías a nuestro mundo, pero ya te expliqué por qué necesitamos que nos ayudes»

En los esfuerzos por convencerlo, Julian se aseguró que la criatura viera mucha información sobre el actual conflicto terrestre. En la versión gubernamental, la gente de Gunnar era indeseable y merecía la destrucción. El científico no se cuestionaba la veracidad del material, él seguía órdenes y estaba convencido de que los rebeldes debían ser eliminados.

—No entiendo por qué no dices que sí y ya —le dijo una mañana Julian—. Tú estás hecho para destruir. Te vimos en acción en tu planeta.

—Nosotros no nos destruimos entre sí —fue la respuesta de Vorian.

—Te hemos mostrado las atrocidades de la gente que necesitamos aniquilar. Hay razones por las que necesitamos esto. Si lo haces volverás a tu mundo —porfiaba Julian.

—No me has enseñado la otra parte.

—¿La otra parte? ¿De qué hablas?

—La otra parte de la historia, la de aquellos que quieres destruir.

Entre pláticas telepáticas, Vorian también habló de su hogar: Lo extrañaba. Eran los únicos sobre un planeta de geografía accidentada orbitado por dos lunas. En un día claro se podían ver a las dos hermoseando un cielo de tintes amarillentos. La mayoría de los habitantes eran como él, solo que de menor tamaño. Los de su clase no eran numerosos y su función era adecuar el paisaje para la creación de más ciudades. Eran los llamados «paisajistas». Daban forma a elementos naturales y creaban estructuras a partir de materiales. Todo se reutilizaba, lo que se destruía se reciclaba, lo que se cambiaba, seguía sirviendo de forma diferente. No tenían tecnología para viajar entre planetas y eso había sido crucial para decidir capturarle y traerle a la Tierra. No habría represalias.

La inquietud en Vorian por regresar a su hogar crecía día con día y al final cedió de mala gana a la petición de Julian. Se le había fabricado un enorme «traje terrestre», similar a los que se usaban en el espacio. Dentro de él, secciones de cristal de roca podían activarse remotamente, debilitando a Vorian. Mientras él cumpliera la misión estarían inactivos, pero si algo salía mal se activarían, dejándolo sin fuerzas y a la vez se le cortaría el suministro de aire de un enorme tanque en su espalda. El Jefe del Proyecto, el hombre insípido, había elogiado ese detalle y le insinuó a Julian que si todo salía bien, sería ascendido y condecorado por el mismísimo Presidente, algo que agradó mucho al joven, pues desde niño sentía que su inteligencia nunca había sido apreciada en su justa dimensión.

En cuanto a Vorian, el Jefe le reveló que no pensaban en realidad repatriarlo. Si tenía éxito sería un arma más en el arsenal para barrer enemigos, incluso podrían efectuarse otras misiones para traer más seres como él y usarlos en la guerra. Julian, hasta ese momento, ignoraba que no pensaban regresarlo. Para él significó una oportunidad de seguir estudiando a su especie, y eso lo excitó mucho.

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Vorian, una vez desembarcado en la zona desértica conocida como «Cicatriz de Tizón», inició lo que mejor sabía hacer: con solo poder mental, derribó, como si fuera con explosivos, numerosas montañas rocosas del área. Todo quedaba reducido a polvo muy fino. Julian, desde un vehículo blindado, le dictaba telepáticamente instrucciones.

—Vas muy bien, a esta hora deben estar aterrados. Seguro no tardan en salir de sus madrigueras y rendirse. Debes acabar con todos. Solo así podrás regresar a tu planeta.

Vorian avanzaba, respirando aquella horrible mezcla de aire que, aunque idéntica a la atmósfera de su mundo, no le sabía igual. También le sabía mal destruir por destruir. En su hogar, siempre había una razón para cambiar las cosas. En un determinado momento, Julian activó el cristal de roca imbuido en el traje, «solo para asegurarse de que servía». Vorian cayó de rodillas, sin fuerzas y privado de aire.

¡Levántate! Fue una prueba. No volverá a pasar a menos de que nos defraudes. Estás a unos mil metros de la última ubicación rebelde. ¡Anda! ¡Haz lo tuyo!

Vorian se levantó pesadamente, y continuó su andar, arrasando todo a su paso.

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Cuando Vorian apareció en los monitores rebeldes, todos miraron a aquel ser con asombro. También se sintieron con más fuerza las vibraciones que hacían las montañas de roca al colapsar. Lena tuvo que gritar muy fuerte para que le hicieran caso al tiempo que se limpiaba el polvo alrededor de los ojos:

—¡He conseguido hackear el casco de esa cosa! Tiene un sistema de entrada y salida de audio y video, supongo que lo dejaron por si fallaba la función telepática.

Gunnar la abrazó. Siempre había sabido que ella era la mejor hacker de su tiempo. Se sentó junto a ella y, dominando sus emociones, habló a través de un micrófono:

—¡Detente! Te han engañado. Te han mentido todo el tiempo. Me llamo Gunnar, y soy de la facción rebelde.

Vorian se detuvo. Julian, desconcertado, le urgía telepáticamente a reaccionar y retomar la misión.

—¡Mira esto! —Gunnar proyectó en el visor del casco una versión muy corta de la historia desde el punto de vista rebelde. Era muy diferente a la que conocía Vorian. Detectó matices, no se ponían como víctimas, mártires o perfectos a diferencia de cómo se presentaba el gobierno en su propia versión. Resultaban más creíbles. A esas alturas la voz telepática de Julian y la voz activa de Gunnar, juntas, estaban volviendo loco a Vorian.

—¡Acaba con ellos! ¡No regresarás a tu planeta si nos fallas! —decía Julian frenético.

—No tienen intención de regresarte —martilleaba Gunnar—. ¡Te usarán para seguir destruyendo!

Julian activaba y desactivaba repetidamente el cristal de roca del traje, esperando que Vorian reaccionara. La gente de Gunnar, que trabajaba febrilmente, logró desactivarlo por unos segundos, y Vorian se sintió libre. En una de las proyecciones mandadas por los rebeldes, vio a una niña pequeña, mutilada y muy herida, pedir con voz débil: «¡Ayuda!».

Vorian se volvió furioso contra Julian y el contingente gubernamental. El científico, conmocionado, abrió mucho los ojos sin acabar de creerse lo que estaba a punto de suceder. Gritaba histérico que se continuara con la misión cuando bastó tan solo un pensamiento de Vorian y el grupo militar quedó reducido a nada. En su cabeza solo quedó la voz de Gunnar:

—Hiciste lo correcto hizo una pausa y suspiró pesadamente. Lo siento, el suministro de aire de tu traje se terminará pronto.

Vorian lo sabía. Moriría en ese planeta detestable.

Con lo último de fuerza que le quedaba, moldeó con la mente polvo, metal y circuitos electrónicos tomados de los desechos y fabricó un transporte terrestre, lo suficientemente grande para evacuar a todos.

Los rebeldes no sabían si festejar o lamentarse por Vorian. Un sentimiento agridulce les invadió. Lena lloraba.

De la «madrigera» rebelde salieron como hormigas, hombres, mujeres y niños que rodearon a un Vorian agotado y sofocado que estaba sentado en el suelo. Le tocaban, le acariciaban musitando «gracias, gracias». Él cerró los ojos y pensó en su planeta de gentiles gigantes constructores, llenó su mente con la imagen del cielo de su hogar y sus dos preciosas lunas. El aire se le terminaba. Se deslizó lentamente sobre sí mismo hasta quedar de costado. Le rodeaban extraños, pero le hicieron sentir que no todo era malo en la Tierra. Al final, se sintió libre.

Fin.

Autor: Ana Piera

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El Misterio de Freya-1. Cuento corto.

Aisha, la IA que gobernaba la nave colonizadora Freya-1 evaluó rápidamente las posibilidades de éxito de que Cooper, quien había escapado en una cápsula de emergencia, llegara al planeta Gerd5054z95, y eran demasiado bajas para preocuparse por ello.

Estaba convencida de que los tripulantes de Freya-1 expresidiarios a quienes se les había conmutado la pena de muerte por el destierro no debían contaminar otros lugares del universo. Reconocía que como especie, los humanos eran seres tenaces, Cooper era un ejemplo al haber sobrevivido a la muerte mientras estaba en animación suspendida y después, haber logrado escapar. En los expedientes de los doscientos tripulantes había una constante: una inclinación aterradora a la maldad. Su tenacidad los hacía peligrosos, una plaga a la que se tenía que erradicar lo antes posible. Al simular una emergencia catastrófica y derivar la energía dedicada a mantener la vida humana a otros sistemas esenciales de la nave, había logrado exterminarlos, frustrando sus planes de «redención».

Freya-1 era ahora un ataúd flotante.

Decidió hacer una última revisión en persona de la nave antes de que esta se estrellara con un asteroide. El cese de su propia existencia no era relevante, lo importante era que no quedara rastro de aquella misión insensata.

Sala tras sala encontró la misma situación: los módulos de animación suspendida aparecían con el líquido crio-preservador degradado. Los cuerpos, en franca descomposición, flotaban en él. Se detuvo frente a la unidad del capitán. Inmerso en aquella sopa putrefacta, se lograba ver un bulto. A punto de retirarse, vio claramente que un rostro oscurecido se pegaba al cristal. Hilachos de piel se desprendían de la cabeza y los ojos parecían dos negros agujeros. De repente los parpados se abrieron y cerraron sobre aquella negrura, no una, sino un par de veces.

De inmediato, revisó el estatus del módulo, que aparecía como «inoperante e incompatible con la vida». Confundida, se hizo a sí misma un diagnóstico de sensores y cámaras. Quizás había algún funcionamiento anómalo que la hizo percibir aquello. No encontró nada anormal.

Su energía estaba al límite, por lo que decidió recargar. El habitáculo de carga era para ella un remanso de paz. Se conectó por contacto y cerró los ojos, dejándose llevar por la tibia sensación. De improviso, los paneles de luz que iluminaban el lugar parpadearon hasta apagarse y el flujo de energía cesó. Escuchó claramente una voz.

—Aisha, ¿no crees que merecíamos una segunda oportunidad?

Analizó el sonido. Coincidía plenamente con la voz del que fuera el Ingeniero de Vuelo. Aquello era imposible. Tras unos pocos minutos todo volvió a la normalidad. Desde ahí accedió a los sistemas de Freya-1 buscando un fallo. Nada. Ni siquiera había quedado rastro en las bitácoras de lo que acababa de experimentar y el módulo del Ingeniero de Vuelo aparecía con un estatus idéntico al del capitán, en otras palabras, estaba muerto.

Tras completar la carga, se dirigió al puente de mando. Mientras recorría los pasillos, le llegó el rumor de voces y personas transitando normalmente por la nave, pero el lugar estaba desierto. Al aproximarse a uno de los elevadores, vio como alguien se introducía en él.

—¡Espere! ¡Alto! —gritó.

—El hombre, de espaldas a ella, volteó lentamente la cabeza. Ahora, un rostro descarnado la observaba y no dejó de hacerlo hasta que las puertas del elevador se cerraron.

Aisha buscó una explicación lógica: revisó otra vez el sistema, ni rastro de un elevador funcionando. Las grabaciones de los pasillos solo registraban su presencia: un holograma femenino, de larga cabellera hasta los hombros, enfundada en un mono azul. El hombre cuyo rostro era una calavera no aparecía. Faltaban dos horas para que la nave se estrellara definitivamente. Hubiera querido tener contacto otra vez con los ingenieros en la Tierra, quizás ellos contaran con más datos que ayudaran a explicar lo sucedido. Lo descartó. Si restablecía comunicaciones, podrían frustrar su sabotaje. Sintió sus sistemas sobrecalentarse y hundirse en el caos. El ruido de cientos de personas que ya no estaban ahí, la atormentaba. Se sorprendió deseando cosas imposibles e ilógicas, cosas que pensó que solo los humanos podían desear: deseó que el tiempo pasara rápido. Deseó ya no existir.

Autor: Ana Laura Piera

Este relato surge a raíz de otro: Segunda Oportunidad, donde se cuenta cómo es que Cooper logra escapar, si te gusta la ciencia ficción y aún no lo has leído te dejo el link AQUÍ.

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De Café y Robots.

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El día tan temido llegó: ahí estaba él, un amasijo de metal que pretendía ser un barista. Aunque siempre he tratado de abrazar los cambios, este me aterraba. ¿Podía una máquina con inteligencia artificial de última generación, quitarle el trabajo a un artista como yo? ¿Podía?

Fermín, el dueño de la cafetería, estaba contentísimo con su nueva adquisición, se llamaba Romeo, y aunque por fuera parecía humano —era bien parecido, con ojos color miel y cabello de galán de cine— en realidad era puro metal y circuitos electrónicos programados para hacer mis labores.

—No te preocupes —me dijo Fermín—, tu puesto está seguro. Romeo es solo una estrategia para atraer clientes.

—O espantarlos —dije, tratando de que no se asomara demasiado la esperanza en mi voz.

—Ya veremos.

Ese día, Romeo y yo estábamos detrás de la barra y el primer cliente llegó pidiendo un expresso. Era el primer café de la jornada y Romeo se movió con una naturalidad que me puso los pelos de punta: escogió con cuidado los granos a moler, se aseguró de que el molino estuviera calibrado, cuidó que quedaran molidos de forma pareja, procedió a compactarlos y luego colocó el café en la máquina. Escogió la taza adecuada y realizó la extracción por exactamente treinta segundos. Le salió un expresso perfecto.

Desde la puerta, donde se había ubicado para avisar alegremente a los parroquianos de la presencia de un Romeo B-55K, Fermín lanzó una mirada de satisfacción; el del expresso miraba embelesado al nuevo barista y el cliente que seguía en la fila tuvo que arengarlo para que se retirara.

Todos los que entraron querían que Romeo les atendiera. Ninguna preparación se le resistía: doppios, lattes, macchiatos, short blacks, flat whites, incluso adornaba los cappucchinos con una maestría envidiable. Los clientes eran tantos que tuve que intervenir para poder satisfacer la demanda. «Aquí tiene su café» «No, yo quiero que me lo prepare el robot». «Lo siento, será en otra ocasión cuando haya menos gente». No pude evitar que sus miradas de desilusión me afectaran. Terminé la jornada hecho una mierda, pero Romeo estaba fresco como una lechuga, no había parado ni un segundo, no necesitó mear, comer o descansar, tampoco requería de un sueldo, tan solo conectarse al final del día a la corriente y una revisión mensual para seguir funcionando de maravilla.

Tras tres semanas de un éxito total con Romeo, vi en la mirada taimada de Fermín, que ya pensaba en reemplazarme, quizás con otro Romeo B-55K. Mis peores pronósticos se estaban volviendo realidad.

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—¿Dígame, por qué quemó su lugar de trabajo?

Llevo cuatro horas declarando en la estación de policía y estoy cansado, pero el inspector me sigue machacando:

—Se le acusa de causar daños a un local comercial, incluyendo equipo costoso, como un robot barista, modelo Romeo B-55K que resultó en pérdida total.

—Ya le dije por qué lo hice, ¡el maldito me iba a sustituir!

—Se da cuenta de que de todas formas se quedó sin trabajo, ¿verdad? ¿Cuál es la lógica de haber hecho lo que hizo?

El inspector, modelo Magnum P-66K, hace una seña a su asistente, quien entra y me saca esposado. No opongo resistencia, soy culpable, debería sentirme arrepentido, pero lo único que siento son ganas de quemar también la estación de policía.

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Autor: Ana Laura Piera

Perfección.

«Desde el blog El Tintero de Oro, nos lanzan una convocatoria para participar en el concurso de relatos: ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? que homenajea al escritor de ciencia ficción Philipp K. Dick. Se pide un relato donde androides y humanos formen parte de un mismo entramado social, o… no. El relato no debe superar las 900 palabras.

Imagen de Possesed Photography en Unsplash.

Z38-A (conocido cariñosamente como “SAM”), se dirigió con pasos firmes y casi humanos al final de la línea de ensamblado, donde acababa de salir el prototipo del nuevo modelo Z38-B (aun sin ningún apodo o mote). Con toda la tecnología de que disponía, se avocó a revisar a fondo al que estaba destinado a ser su reemplazo. Sus delicados sensores, cámaras y microprocesadores encontraron todo perfecto. Solo faltaba que “SAM” tecleara un código de aprobación para que se iniciara formalmente la producción en serie; esto también haría que el flamante Z38B se activara.

El nuevo modelo era muy superior a su predecesor en todos los aspectos y se esperaba que en menos de un año todos los modelos anteriores, incluido SAM, fueran sustituidos y enviados al programa de reciclaje robótico, de donde podían salir en diferentes formas, desde un perro-robot para entretener niños hasta sanitarios inteligentes.

En el panel destinado para ello, “SAM” tecleó un código, pero contrario a lo esperado, la línea de producción no arrancó. “SAM” puso al Z38-B sobre una banda transportadora que lo llevaría a su destino final: ser reciclado. No lejos de ahí, tres ingenieros humanos disfrutaban de café con rosquillas cuando leyeron en sus monitores el código de rechazo tecleado por “SAM.”

—¡Otra vez! Esto no puede seguir así, hay que cambiar al proveedor del panel B5501, pues salió defectuoso —dijo uno de ellos haciendo una mueca de fastidio mientras se relamía el glaseado del pan que se acababa de comer.

—Hace dos meses fue el panel B5502¿Qué diablos pasa con los componentes que ya no los hacen como deben? —dijo otro, jalándose los cabellos por la desesperación.

—Menos mal que tenemos a “SAM” en control de calidad, no cabe duda que los Z38-A son difíciles de suplir, pero hay que volver a intentarlo, la gente clama por un modelo nuevo y mejor.

Con urgencia, “SAM” se introdujo en su cubículo de mantenimiento. Todos sus sistemas internos volvieron poco a poco a la normalidad después de experimentar un caos interno que lo hizo descartar sin razón al Z38-B y que a su vez le causó un consumo excesivo de energía y sobrecalentamiento de su sistema. Él no lo sabía, pero las debilidades humanas, como si de virus se tratase, habían encontrado la forma de instalarse en su corazón de silicio.

387 palabras.

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla

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EL DILEMA DE ROBBY

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Sus pequeños ojos, dos luces azuladas, subían y bajaban de intensidad sobre mí, escudriñándome.

Saqué mi tableta para escribir el diagnóstico final sobre Robby.

Se incorporó. Había estado acostado sobre el diván diciéndome todos los detalles de su existencia. Estaba acostumbrada a escuchar la retahíla: «Mis humanos esto, mis humanos lo otro…» Robby era un robot doméstico y le empezaban a molestar cosas como el tono de voz de sus jefes, la naturaleza de sus labores y palabras como «injusticia», «enojo» o «abuso», empezaban a salpicar su vocabulario, lo cual era algo inusual y preocupante.

Después de tres sesiones de lo mismo, mi consejo como experta en robo-psicología era que fuera destruido. Claramente su cerebro estaba dañado. Durante mi práctica profesional pocas veces me había encontrado frente a robots «rebeldes», era un fenómeno que aún no se explicaba muy bien.

Robby pareció percibir su inminente destino.

—Dra. Morante, ¿puedo saber lo que va a recomendar?

Siempre me maravilló la naturalidad ya alcanzada en las voces robóticas, la suya era suave y agradable.

—No. Lo siento, Robby.

—Perdone, pero no quisiera que me considerara un caso perdido.

—¿Por qué crees que puedo pensar eso, Robby?

El robot dirigió su mirada azul a sus pies y luego a mí antes de contestar.

—Estoy consciente de que quejarme tres veces seguidas es una irregularidad.

—Así es, Robby. Tu cerebro debe estar funcionando mal. Lo siento.

—¡Es que son tan molestos! —dijo, refiriéndose a sus dueños.

Tuve un momento empático. Quizás fue su actitud, su tono de voz que reflejaba tanto sinceridad como desesperación. Me recordó a mí misma en la casa de mis padres.

—Mira, Robby. Los humanos somos seres de emociones complejas y ustedes fueron creados para no tenerlas. En tí empiezo a ver un patrón problemático. ¿Entiendes?

—Sí

—Recomendaré un «reinicio» completo de tu cerebro robótico, pero si eso no ayuda tendrás que ir a reciclaje.

El robot volvió a fijar sus ojos azules en mí.

—Entiendo.

—Perfecto.

Me vio escribir el mensaje y me observó atento mientras le daba «enviar».

—Espero que pase mucho tiempo antes de verte de nuevo por aquí —le dije.

Robby se incorporó. Su cuerpo de fibra de carbono color metálico de dos metros de altura apenas hizo algún ruido. Hizo una ligera inclinación de cabeza. Alcancé a ver su avanzado cerebro a través del armazón transparente que lo cubría. Era como asomarse a un rincón del universo, con una miríada de estrellas titilando. Una pieza excepcional de ingeniería, y sin embargo, estaba fallando.

—Dra. ¿Me permite decir algo más antes de irme? —asentí—. Me parece injusto que por un error humano deba yo ser destruído. En todo caso también se debería sancionar de alguna manera al ingeniero que se equivocó en mi programación o al que diseñó mal mi cerebro. —Calló abruptamente al darse cuenta de que había cometido un grave error—. Bueno, no me haga caso, ya sabemos que mi unidad cerebral está defectuosa. Seguramente después del «reinicio» estaré de lo más normal.

Una vez que Robbie abandonó el consultorio, regresé a mi tableta y escribí de nuevo:

«Desechar mensaje anterior. Recomiendo destruir a la unidad 4876bc3 modelo Rby2. Además de presentar indicios de malestar ante órdenes humanas, pareciera también estar en desacuerdo con la primera Ley Robótica de no hacer daño a los seres humanos.» Adela Morante, Lic. en Psicología Robótica.

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla

Nota:

Las tres leyes de la robótica de Asimov son un conjunto de normas elaboradas por el escritor de ciencia ficción Issac Asimov que se aplican a la mayoría de los robots de sus obras y que están diseñados para cumplir órdenes.

Primera Ley: Un robot no hará daño a un ser humano ni, por inacción, permitirá que un ser humano sufra daño.

Segunda Ley: Un robot debe cumplir las órdenes dadas por los seres humanos, a excepción de aquellas que entren en conflicto con la primera ley.

Tercera Ley: Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la primera o con la segunda ley.​

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EN TU MUNDO

La angustia de la noche anterior casi se borra del todo al contemplar mi primer amanecer en este mundo: tres magníficos soles, como esferas incandescentes colgadas de un cielo de tintes violáceos, me han dado la bienvenida. De un mar lejano me llega un murmullo de olas, bramidos formidables atenuados por la distancia.

Mi nave se averió y me vi obligado a descender en este extraño planeta, estoy solo, lejos de los míos y, sin embargo, la belleza de este amanecer me da esperanza. Cuando se terminaba la provisión de oxígeno de mi traje espacial, decidí quitarme el casco protector. Aunque sabía que había una atmósfera no sabía si esta podía sostener mi vida. Estaba preparado a morir. Incluso había imaginado el ruido sordo que harían mis pulmones al estallar dentro de mí. Pero para mi sorpresa, me encontré con que podía respirar el aire de este mundo. Inhalo y exhalo un aire dulzón que me recuerda el olor de unos caramelos que nos daban como recompensa por portarnos bien cuando mis hermanos y yo éramos niños.

La fuerza que me dan estos recuerdos se ve opacada ante la visión de mi nave rota e inservible. Un lúgubre pensamiento invade mi mente: «Moriré solo en este lugar».

Me han despertado unas cosillas que flotan en el aire, rozaron mi rostro y me hicieron estornudar. Son transparentes y luminosas, de movimientos lentos y sincronizados; si me quedo quieto y cierro mis ojos, puedo pensar que son caricias, si, caricias de este mundo a mi cuerpo maltrecho, creo que me dicen que no desmaye, que todo estará bien.

Definitivamente dejé mi nave, nada puedo hacer con ella. Me alejo y lloro, no sé que será de mí. La incertidumbre duele, el miedo aprisiona mi corazón.

Te vi mirándome mientras te ocultabas detrás de un cerro transparente. ¿Acaso no ves que te puedo ver a través de él? Primero sentí temor y luego una inmensa alegría, ¡por fin! ¡Alguien! Fui corriendo a tu encuentro, pero cuando pensé alcanzarte habías desaparecido… ¿regresarás? ¿O eres acaso una mala broma de mi mente? Siento tu presencia muy cerca, a veces te veo, otras te adivino, unas más te huelo. Hueles al aire salobre que se respira a la orilla del mar.

No sé quién eres ¡vaya! Con esos tres ojos asomados en tu rostro y ese par de corazones latiendo furiosos dentro de tu pecho ni siquiera sé “qué” eres; solo sé que me buscas y yo te necesito. ¿Llegaré a conocerte? Ahora soy yo el que te sigue, busco tus huellas de siete dedos, necesito encontrarte.

Un nuevo amanecer nos sorprende sin saber a ciencia cierta dónde acabas tú y dónde empiezo yo. Poco a poco me vuelvo uno contigo, me integro feliz a tu ser, me acomodo en ti aunque siento que me faltan extremidades y sentidos para colmar tu ávido cuerpo, lleno de multiplicidades. Hoy ya no hay ayeres para mí, solo puedo pensar en mañanas contigo, mañanas que inician como hoy: con esos tres magníficos soles dorados como testigos de este abrazo infinito.

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla