Río

Cuento corto de lealtad y terror.

Mi propuesta para el VadeReto de noviembre: hacer un relato de terror «clásico».

Cuando salí de mi casa la noche era tibia y serena. El resplandor plateado de la luna llena iluminaba mis pasos. Rumbo al cementerio, metí mi mano en uno de los bolsos de mi saco hasta encontrarme con la cajita de madera que contenía las cenizas de Río. Mi tío le había puesto ese nombre porque decía que ese perro, con su energía inagotable, era como un torrente, siempre fluyendo, siempre en movimiento.

Habían pasado semanas desde su muerte y yo ya no quería dilatar más el cumplir la promesa hecha a su dueño de reunirlos. Conforme me iba acercando al panteón se levantó un aire frío y endemoniado que cortaba la piel como cuchillo. Los árboles crujían protestando por aquellos embates helados. Jirones de nubes negras ocultaron la luna sumiendo todo en la casi total oscuridad. «¡Qué mala suerte!» Estuve a punto de darme la vuelta y regresar a casa, pero la cajita de madera parecía quemarme la mano, obligándome a seguir.

A esa hora de la noche, el vigilante del cementerio estaría dormido, no me haría preguntas incómodas. Tampoco habría miradas indiscretas de personas que me vieran enterrando a Río, lo cual estaba prohibido. ¡Hasta podrían quitarme las cenizas y multarme! Saqué una pequeña linterna de bolsillo y me adentré en el camposanto buscando la lápida de Andoni Riera.

Seis años antes, yo había estado presente en su funeral, junto con su perro, y por ello había estado seguro de que podía encontrar la tumba, pero ahora dudaba. De repente, la luna llena se despojó de su sudario de nubes e iluminó todo con su luz blanquecina, en ese momento, un aullido rasgó la noche y me heló la sangre: ¡un lobo! No había pensado en la fama que tenía el lugar de ser guarida de lobos. Tenía que darme prisa.

Ayudado por la luna, me pareció ver más adelante lo que buscaba: un monumento de granito gris, de líneas puras, sin más ornamentos que una simple cruz. Me acerqué, ¡ahí estaba el nombre de mi tío! Saqué con dedos trémulos la cajita con las cenizas y cavé rápidamente un hueco en la tierra. Otro aullido, esta vez más cercano, hizo que me detuviera en seco. Se oía como la fusión de un grito humano y el aullido de un lobo. Temblando, coloqué la cajita en el hueco y la cubrí lo mejor que pude.

Los bramidos iracundos de la criatura se escuchaban muy cerca. Una sombra abominable se proyectaba sobre las tumbas, el aire olía a piel y excrementos de animal. Yo buscaba la salida frenético, pero parecía que estaba en un laberinto y que cada paso me adentraba más en él. La intensidad de su asqueroso olor me indicaba su cercanía. Me escondí detrás de una lápida y lo escuché pasar, olfateando el aire y deteniéndose justo donde yo me encontraba. Salí corriendo, queriendo escapar de lo que fuera que me estaba persiguiendo; una tumba recién cavada se atravesó en mi camino y caí de bruces. Sentí una respiración pesada sobre mí. Al voltearme, vi a un licántropo que me miraba ávido desde el borde de la fosa: era unas tres veces más alto que un hombre normal, su pelaje era espeso, negrísimo, y estaba erizado por la rabia. Su mandíbula, enorme y grotesca dejaba ver unos colmillos amarillos y babeantes. Levantó la cabeza y aulló una última vez a la luna antes de hacer amago de abalanzarse hacia mí. Fue entonces cuando, como una exhalación gaseosa, Río saltó por encima y se prendió del cuello de aquel ser repugnante. Río no era carne, sino más bien, una ráfaga helada que había logrado detener al monstruo. Este se revolvía furioso de un lado a otro buscando sacárselo de encima. Me incorporé y aprovechando los minutos que el perro me había regalado, corrí hasta traspasar la verja, y con el corazón en la boca, seguí corriendo. No me detuve hasta llegar frente a mi casa, abrir la puerta y cerrarla detrás de mí. Fue entonces cuando me invadió una sensacion de alivio sin igual y pude musitar «gracias, Río».

En la jornada siguiente, mientras tomaba café, pensé que volvería en otra ocasión al cementerio a visitar a Andoni y a Río, pero sería de día, ¡nunca más de noche! Supe con certeza que el torrente que había sido Río en vida, en realidad nunca se había detenido, había fluído hasta el final para cuidar de mí.

Autor: Ana Piera.

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FRÍO DESPERTAR

Photo by Veit Hammer on Unsplash

Las veredas son angostas, a los lados hay pequeños jardines bien cuidados y extrañas edificaciones, pequeñas para ser casas. La luz proviene de faroles viejos que a duras penas alejan las tinieblas.

Siento frío y no sé bien por qué estoy aquí. Me acerco a una pareja, son un hombre y una mujer, ella lo sostiene a él que parece sumido en un sueño muy profundo. En el rostro de ella se ve una gran aflicción, pienso en hablarle, pero me arrepiento, ¡se ve tan triste!, así que sigo caminando.

Más adelante, el sendero dobla y desemboca en una calle muy amplia bordeada de altos cipreses que parecen gigantes oscuros y vigilantes. Me encuentro enormes cúpulas, arcos y ventanales por los cuales me asomo, sin poder ver nada. Solo escucho el eterno eco de los sueños y se percibe el olor de los recuerdos. Hay un joven parado frente a uno de estos singulares edificios, es bello, su cara también refleja una tristeza melancólica, mira hacia abajo, como con pesar. Quisiera hablarle, pero temo incomodarlo.

A ratos me encuentro con estas personas. Una mujer hincada abraza una cruz, paso a su lado y siento que su mirada me sigue, pero no estoy segura. ¿Quién me dirá donde estoy? Todos los que veo están en posturas extrañas, algunos tienen los ojos hacia el cielo como preguntándose cosas, otros ven hacia el suelo, como queriendo encontrar la respuesta en la tierra. Manos en el pecho, brazos levantados, hombres y mujeres semi-acostados, como dormidos, como en un sueño dulce y triste a la vez. Veo una niña muy pequeña sentada sobre unos escalones, su pelo le cae en cascada sobre los pequeños hombros y sonríe. Me acerco y me siento junto a ella, la toco, pero está fría y rígida: es de piedra. Asustada, me levanto y me alejo. Corro.

Nadie me ayuda, ni los ángeles de alas extendidas y ojos manchados. Ya no sé si son lágrimas o es el tiempo que destila por sus ojos. Todos tan fríos, tan solemnes, estoy a punto de llorar y gritar de desesperación cuando alguien me toma de la mano. La sensación es de una piel áspera y callosa, pero tibia. Aprieta mi mano en la suya y ese calor me reconforta. Por su andar cansino adivino que es un hombre viejo, su rostro esta semi-oculto con una capa. Parece conocer este laberinto a la perfección. Caminamos en silencio. Advierto que regresamos a la vereda donde inicié mi peregrinaje. Hay una chica que no había visto antes, tiene una flor en la mano, como ofrendándola al cielo, está recostada sobre una pared en la cual hay algo escrito, tiene los ojos cerrados. El lugar es bastante reciente, hay flores frescas, el hombre señala las letras, es un nombre… Mi nombre. Suelta mi mano y me da un golpecito en la espalda, como animándome a entrar. Comprendo

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla