De Café y Robots.

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El día tan temido llegó: ahí estaba él, un amasijo de metal que pretendía ser un barista. Aunque siempre he tratado de abrazar los cambios, este me aterraba. ¿Podía una máquina con inteligencia artificial de última generación, quitarle el trabajo a un artista como yo? ¿Podía?

Fermín, el dueño de la cafetería, estaba contentísimo con su nueva adquisición, se llamaba Romeo, y aunque por fuera parecía humano —era bien parecido, con ojos color miel y cabello de galán de cine— en realidad era puro metal y circuitos electrónicos programados para hacer mis labores.

—No te preocupes —me dijo Fermín—, tu puesto está seguro. Romeo es solo una estrategia para atraer clientes.

—O espantarlos —dije, tratando de que no se asomara demasiado la esperanza en mi voz.

—Ya veremos.

Ese día, Romeo y yo estábamos detrás de la barra y el primer cliente llegó pidiendo un expresso. Era el primer café de la jornada y Romeo se movió con una naturalidad que me puso los pelos de punta: escogió con cuidado los granos a moler, se aseguró de que el molino estuviera calibrado, cuidó que quedaran molidos de forma pareja, procedió a compactarlos y luego colocó el café en la máquina. Escogió la taza adecuada y realizó la extracción por exactamente treinta segundos. Le salió un expresso perfecto.

Desde la puerta, donde se había ubicado para avisar alegremente a los parroquianos de la presencia de un Romeo B-55K, Fermín lanzó una mirada de satisfacción; el del expresso miraba embelesado al nuevo barista y el cliente que seguía en la fila tuvo que arengarlo para que se retirara.

Todos los que entraron querían que Romeo les atendiera. Ninguna preparación se le resistía: doppios, lattes, macchiatos, short blacks, flat whites, incluso adornaba los cappucchinos con una maestría envidiable. Los clientes eran tantos que tuve que intervenir para poder satisfacer la demanda. «Aquí tiene su café» «No, yo quiero que me lo prepare el robot». «Lo siento, será en otra ocasión cuando haya menos gente». No pude evitar que sus miradas de desilusión me afectaran. Terminé la jornada hecho una mierda, pero Romeo estaba fresco como una lechuga, no había parado ni un segundo, no necesitó mear, comer o descansar, tampoco requería de un sueldo, tan solo conectarse al final del día a la corriente y una revisión mensual para seguir funcionando de maravilla.

Tras tres semanas de un éxito total con Romeo, vi en la mirada taimada de Fermín, que ya pensaba en reemplazarme, quizás con otro Romeo B-55K. Mis peores pronósticos se estaban volviendo realidad.

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—¿Dígame, por qué quemó su lugar de trabajo?

Llevo cuatro horas declarando en la estación de policía y estoy cansado, pero el inspector me sigue machacando:

—Se le acusa de causar daños a un local comercial, incluyendo equipo costoso, como un robot barista, modelo Romeo B-55K que resultó en pérdida total.

—Ya le dije por qué lo hice, ¡el maldito me iba a sustituir!

—Se da cuenta de que de todas formas se quedó sin trabajo, ¿verdad? ¿Cuál es la lógica de haber hecho lo que hizo?

El inspector, modelo Magnum P-66K, hace una seña a su asistente, quien entra y me saca esposado. No opongo resistencia, soy culpable, debería sentirme arrepentido, pero lo único que siento son ganas de quemar también la estación de policía.

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Autor: Ana Laura Piera

ANIS O CAFE

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Cipriano sorbía su anís lentamente, le gustaba mojar sus labios con el dulce licor y luego pasar su lengua por ellos. Todas las tardes sacaba su botella de Chinchón y se sentaba en su sillón favorito en la terraza de su cabaña. Mientras paladeaba el licor, miraba el volcán. Le fascinaban los cambios que “Don Goyo”, que era como llamaban los lugareños a la noble montaña, presentaba: en ocasiones aparecía envuelto en un manto níveo y otras aparecía sin nieve y exhalando humo como si estuviera fumando.

La esposa de Cipriano a veces se sentaba con él, ella prefería un licor de tequila que le mandaban desde Guadalajara. Ambos disfrutaban sus respectivas bebidas y de cuando en cuando, el silencio era interrumpido por un diálogo entre ellos, que casi siempre era precedido por un aroma que parecía surgir de la nada.

—Cipriano, ahí esta otra vez tu mamá. Cipriano hacía una respiración profunda llenando sus pulmones con el aroma a nardos que se percibía en el ambiente.

— Sí, es mi mamá —decía convencido—, cuando huele a vainilla es la tuya.

—Hace mucho que no viene mi mamá —decía Refugio compungida.

—Estos muertos caprichosos, mira que venir a manifestarse con olores. Yo siempre había pensado que los espíritus no tenían olor.

—Son los misterios de la muerte, viejo.

Se quedaban en silencio los dos, reflexionando en su propia mortalidad.

—Cipriano dile a tu madre que su olor ya me está mareando.

—Seguro ya te escuchó, a ver si no se enoja.

—El que peor huele es tu hermano Facundo, ese olor a flores mustias es muy desagradable. Me pregunto si a ellos les gusta nuestro olor… Bueno, supongo que sí porque si no, no estarían viniendo donde los vivos ¿verdad?

Cipriano asintió —¿Sabes mujer? Cuando me muera me gustaría oler a anís o a café recién hecho ¿Y tú?

—Tal vez a canela, me encanta.

A veces, si la plática se ponía buena se servían otra copa.

—Si todos los espíritus tienen un olor particular, ¿a qué olerá Dios?

—Mujer pues no sé… tal vez en él se concentren todos los olores del mundo y no huela a nada en particular.

—Ustedes los hombres no tienen mucha imaginación, yo pienso que tal vez huela a algo que no existe en este mundo, un olor celestial, algo que solo puedes conocer si eres un espíritu.

El olor a nardos se intensificó como si la madre de Cipriano quisiera dar su versada opinión sobre el tema.

—Una cosa es segura, a veces los muertos huelen mejor que los vivos —dijo Refugio convencida—, ahí está Román el que nos trae los víveres semanales, ese huele a pescado podrido.

Cipriano rio de buena gana.

—Tú me encantas como hueles mujer.

—No empieces…

—Anda, vamos a la cama, todavía falta mucho para que estemos muertos.

—No, no, a nuestra edad no deberíamos, y luego con todos nuestros muertos alrededor…

—Estás loca, no me vengas con eso.

Luego los dos viejos entraban lentamente a su cabaña y en su alcoba, juntos, inventaban olores exquisitos que los muertos envidiaban. Después, satisfechos, continuaban con su plática.

—Mujer, ¿en verdad quieres oler a canela?

—No sé… Fíjate que últimamente me gusta el olor de mi prima, la Magda, ¿te acuerdas de ella? La que murió de parto. A veces viene y trae un olor a jazmín que me agrada mucho.

—Sí, recuerdo a Magda. Bueno pues yo sigo prefiriendo el anís, o si no, el olor a café recién hecho.

—Olerás muy rico.

—Se me está antojando olerte otra vez.

—¡Ay Cipriano! No empieces de nuevo…

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla

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