
Nadie hubiera podido imaginarlo. Las personas pasaban y la veían sentada, dando de comer a los pajaritos. Las aves eran atrevidas y se montaban sin miedo en esas manos de dedos arrugados y de uñas amarillentas. Era la confianza que daba una eternidad de relacionarse. Volaban hasta su pelo descuidado y descolorido y ahí se quedaban un rato, queriendo hacer un nido en su cabeza. Ella metía la mano en las bolsas del viejo abrigo y sacaba con torpeza pedazos de pan seco que desgranaba con lentitud para luego lanzarlos con dificultad. Las aves se dirigían cual flechas aladas a las migas del piso, y otras veces, comían directamente de sus manos temblorosas.
Persiguiendo cada quien sus propios asuntos, los transeúntes a veces alcanzaban a mirarla de reojo, con repugnancia. Ofendidos por la pobreza y temerosos de su vejez, que les recordaba su propio destino. Algunos le aventaban algunas monedas desde lejos, que caían entre las migajas. Ella, sin embargo, no pedía nada. Los ignoraba y dirigía su mirada cansada tan solo a las avecillas.
Ninguno recordaba el parque sin ella, parecía formar parte de él, día y noche, como las bancas, los árboles o las fuentes. Sus orígenes inciertos a veces se discutían en las tertulias, donde se servía café o chocolate caliente y pasteles recién horneados.
¿Cómo iban a saber?
Una noche, el pequeño pueblo se remeció como nunca. La gente dejó la tibieza de sus lechos, y salió espantada a la calle para enfrentar un nuevo horror: las casas se derrumbaban, los árboles, heridos, yacían desgajados, con sus raíces expuestas.. La anciana del parque paseaba por las calles llenas de escombros, pero ya no era una anciana, era una figura femenina alta, enfundada en un traje hecho de piel humana. Su rostro recordaba al de una diosa sombría y tenebrosa. Los pajarillos eran ahora aves monstruosas, de grandes garras y enormes picos que pasaban sacándole los ojos a la gente. Una risa diabólica flotaba por las calles mezclándose con los lamentos y los gritos de miedo. Una neblina negra y densa fue envolviéndolo todo.
Nadie pudo haberlo previsto, ninguno jamás lo adivinó.
Autor: Ana Piera.
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