Con filo propio: El proyecto de Ameyalli.

Historia de una creadora mexica.

7 minutos de lectura.

El mercado de Tlatelolco bullía de actividad como una gran colmena: gente enzarzada en regateos, «tamemes» o cargadores surtiendo mercancía de todos los rincones del imperio. Cacareo de gallinas, gorjeos de otras aves, ladridos de perros, movimiento de liebres, iguanas y otras criaturas. Puestos con mantas, pieles, arte plumario, cerámica… Los colores vibrantes de las frutas y las verduras colmaban la vista. Ameyalli pasó como una exhalación por la avenida de los chiles secos y el picor le llenó las fosas nasales trayéndole de regreso recuerdos desagradables que la alteraron aún más. Llegó a su puesto hecha una furia. Sin decir palabra, acomodó sus navajas de obsidiana sobre una manta en el piso. Su amiga de la infancia, Yaretzi rodeada de vasijas de cerámica le preguntó qué le pasaba.

—Tuve un pleito con Ichtaca. Mira que haberle puesto un nombre que significa «el que escucha» cuando en realidad no escucha a nadie.
—Cálmate y dime exactamente qué pasó.
—Le conté a mi marido sobre un diseño nuevo de daga y se rio de mí el muy cretino.
—¿Un diseño nuevo? — Yaretzi se veía sorprendida.
—¿Has visto cómo las navajas fatigan y además nos cortan fácilmente la piel? Yo creo que hasta al mismísimo Tlatoani se le cansa la mano y se hiere de tanto estar sacando corazones de los sacrificados. Bueno, me puse a pensar en eso y creo que cambiando algunos detalles quedaría mejor.

Yaretzi la miró con una mezcla de admiración y temor.

—Suena… fascinante, pero ¿no es algo que está más allá de nuestro rol femenino?
—¡Te pareces a Ichtaca! —dijo Ameyalli con un bufido.
—No lo tomes a mal. ¿Recuerdas cuando de niñas jugamos a que éramos guerreros y tu padre nos castigó?
—Sí. Ordenó a mamá que quemara chiles para que nos ardieran los ojos y la garganta. ¿Eso qué tiene que ver?
—Siempre fuiste rebelde, yo te seguía en tus locuras, pero nada bueno salía de todo eso. ¿No crees que puedes meterte en problemas ahora por hacerte la inventora?
—¡No entiendes nada! —exclamó Ameyalli y ya no le dirigió la palabra a Yaretzi el resto de la jornada
.

En casa, dibujó sobre unos trozos de tela sus ideas. Pensaba en una empuñadura de madera con una curva para adaptarse a la palma de la mano, también un labrado de grecas, con forma de relámpago, que condujeran fuera la sangre y el sudor y evitaran que la navaja se resbalara. El ángulo del filo debía estar un poco inclinado para facilitar el corte. Lo más importante era un pequeño y mejorado reborde en la base para evitar accidentes al empuñar. Mientras trabajaba en ello, recordó a su madre que la conminaba a obedecer y a respetar las tradiciones, pero eso era difícil para ella, que siempre andaba poniendo a prueba los límites de su mundo.

Se pasó la tarde trabajando la obsidiana. Era muy hábil golpeándola hasta desbastarla y lograr el diseño que tenía en mente. Se sentía como aquella piedra negra: dura y frágil a la vez, dándose de golpes contra un mundo que no le ponía las cosas fáciles. Ichtaca llegó de trabajar y la miró molesto, pero se acercó para ver los prototipos que ella tenía listos. «No están mal»—pensó, pero se guardó de decir nada.

—Anda hombre, tú ayúdame a hacer las empuñaduras. Ahí hay varios trozos de madera de pino y encino, fíjate en los diseños que tengo pintados acá.

Él se negó rotundamente. Le dijo que nadie se iba a interesar en un cambio, hasta era posible que lo interpretaran como una falta de respeto. En el fondo él reconocía que la idea era buena, pero una mujer no debía meterse en cuestiones masculinas. Ameyalli sintió sus labios temblar de coraje y cuando él pidió la cena lo ignoró y siguió trabajando. Él se quedó frustrado y preocupado, pues conocía la obstinación de su mujer.

Dos días después, ella se encontraba en la casa comunal donde se reunía el consejo de ancianos, que consituía la autoridad interna del calpulli, o barrio. El grupo de hombres, vestidos con coloridas prendas de algodón a diferencia de las personas comunes que usaban telas más ásperas y adornados con joyas y plumas, apenas se dignó escuchar a Ameyalli, que ponía a su consideración el poder vender el nuevo modelo de cuchillo.

—¿Dónde está tu marido?—preguntó el «hermano mayor», Mázatl.
—¿Qué tiene que ver él en esto? —dijo ella desafiante
. Es mi idea.
—Hay necedad en tus palabras mujer. Pide sabiduría a los dioses y no vuelvas.

Las palabras de Mázatl hicieron que se le atorara una enorme pelota en la garganta. ¿Cómo podían ser tan ciegos? ¿Desestimar una idea solo porque no venía de un hombre? Regresó por donde vino, rumiando sus pensamientos.

Ichtaca fue duramente amonestado por no controlar a su esposa. Para los ancianos, no era el lugar de una mujer querer cambiar algo que había funcionado desde los albores de la civilización mexica. Algo tan sagrado y masculino, que era capaz de humillar enemigos arrancando su corazón para ofrecérselos a los dioses. Ella solo debía elaborarlos, no repensarlos. Avergonzado y dominado por la ira, Ichtaca la golpeó, exigiéndole que parara aquella locura. No era la primera vez que le ponía una mano encima, pero sí la primera que le dejó un ojo morado. Ameyalli no sabía qué le dolía más, si el maltrato o la continua falta de apoyo. A pesar de todo, no se amilanó y decidió continuar con su proyecto.

Un día vio a uno de los sacerdotes del templo curioseando entre los puestos. Era fácil reconocerlo: Llevaba una tilma o capa de algodón negra, adornada con símbolos religiosos. Traía el cabello largo y enredado, anudado por la espalda. Su cuerpo olía al humo de copal y ocote usados en los rituales; los brazos y piernas estaban cubiertos totalmente de las cicatrices dejadas por púas de maguey o navajas utilizadas en la ceremonia de autosacrificio. Le acompañaba un séquito de importancia. «Es ahora o nunca»—pensó la artesana. Sustituyó los cuchillos tradicionales por los suyos, y cuando el sacerdote pasó, le llamaron de inmediato la atención. Sin verlo a los ojos, y en actitud sumisa, ella le ofreció de regalo dos de estas piezas innovadoras. El hombre hizo señas a uno de sus acompañantes para que las tomaran y se alejó sin decir palabra. Ameyalli se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración y exhaló, aliviada. Notó el silencio y el espanto de la gente en los puestos aledaños. Yaretzi la miraba con preocupación. Un sudor frío le recorrió el cuerpo y notó su corazón acelerado. «¿Qué había hecho?» Al final todo el mercado se enteró. El suceso llegó a oídos de los ancianos, quienes decidieron castigar al matrimonio. La pena sería demoler su casa y condenarlos a la esclavitud.

Cuando Ichtaca conoció la suerte que les deparaba, daba de gritos insultando a Ameyalli:

—¿Qué lograste con tu desobediencia mujer? ¡Solo traernos dolor y desolación!

Le pegó de nuevo, cuidando no dañarla demasiado. Ahora ambos tenían un valor como esclavos y si ese valor se viera afectado, él sería castigado con la muerte.

La noche previa al castigo, ella no pudo dormir por el dolor físico, pero también por reflexionar en lo injusta que era la sociedad mexica con las mujeres. Miró a su esposo, que sollozaba en su petate, como un niño. Tal vez debió hacerle caso. Se le escapó un suspiro hondo, denso. Observó sus propias manos marcadas por el filo de la piedra volcánica: no eran manos de esclava, sino de creadora. Sintió una punzada en el estómago, temía la dura vida que le esperaba. ¿Estaba arrepentida? Buscó en su corazón y la respuesta era que no. Ella no había hecho nada malo. Agradeció a los dioses no haber tenido hijos y decidió encarar el futuro con toda la entereza posible. A pesar de ello, no pudo evitar romper en llanto, como Ichtaca.

Al otro día, ambos, con las manos atadas por detrás y bajo la severa mirada de dos guardias, miraron con tristeza a los ancianos y al grupo de hombres que tiraría su hogar. En eso se oyó una voz autoritaria que gritaba «¡Alto!». Era un emisario del sacerdote, pidiendo la presencia de Ameyalli en el palacio.

Nada la habría preparado para lo que siguió después: la llevaron a los jardines reales. Era un lugar bellísimo, lleno de huertas y árboles frutales. Un aroma dulce flotaba en el ambiente. De lejos le llegó un fuerte y espeluznante sonido que no supo identificar.

—Eso fue el rugido de uno de los jaguares del zoológico. No temas. —la voz detrás de ella era suave y modulada.

Un guardia le hizo señas para que se volteara con la vista en el suelo y se arrodillara. No podía ver al dueño de la voz, pero intuyó que podía ser el sacerdote o el mismísimo Tlatoani. Le sobrevino un temblor de cuerpo que a duras penas controló.

—Fuiste impulsiva y desafiante— la persona que hablaba hizo una pausa que a la mujer se le antojó eterna y ominosa—, sin embargo, tu diseño nos agradó. Creemos que los dioses te inspiraron y… no serás castigada.

Ameyalli permaneció mirando al suelo, aliviada y esperando escuchar algo de nuevo. Cuando tímidamente alzó la cabeza y miró, no vio a nadie. Luego la llevaron fuera de los jardines.

Días después un juez falló a su favor en la petición de divorcio de Ichtaca por maltrato físico, acorde a las leyes mexicas.

Al enterarse Yaretzi que su compañera de juegos infantiles había sido designada la proveedora oficial de cuchillos del palacio, se arrepintió de dudar de ella y su admiración creció. Reconoció que ella misma no habría tenido la fuerza y valentía que tuvo Ameyalli.

En poco tiempo todos, en las ciudades gemelas de Tenochtitlán y Tlatelolco, usaban el nuevo modelo. Unos pochtecas, comerciantes que pasaron por ahí, lo llevaron a otras partes del imperio. Al final, aquella hábil artesana había logrado cortar su destino con filo propio.

Ana Piera.

Extensión del imperio mexica con sus provincias tributarias en el tiempo de la conquista española, 1519.

Reflexión en «Reflexópolis» Ciudad de Pensamientos.

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Lo que no pudo ser. Cuento corto.

Mi participación para el reto conjunto VadeReto y Alianzara del mes de Noviembre, (el mes del terror). Este reto tiene como título «El Espacio», refiriéndose al lugar donde sucede la historia y que debe de influir en todos los aspectos de la misma.

No pude reprimir un grito tan entusiasta que despertó a mi mujer, ella me lanzó una mirada asesina, eran las 4.00 a.m.

—Lo siento cariño, ¡encontré el medio motor 1600 de reemplazo para la combi! Está en un depósito de autos chocados.

—¡Cierra ese maldito iPad y deja dormir! —dijo, dándome la espalda.

Si algo me enorgullecía especialmente, era esa combi Deluxe 1968. Había sido el auto familiar en mi niñez y mi padre solía llevarnos en ella a acampar. (Una actividad que siempre sufrí y de la que no podía escapar). Mi hermano mayor, Julián, solía burlarse diciendo que yo le tenía «alergia a la naturaleza» o que era «un cobarde» y bueno, razón no le faltaba, siempre preferí la ciudad al campo, este último me daba desconfianza, prefería mil veces quedarme en casa y hojear revistas sobre autos, mi pasatiempo favorito. Mi hermano acabó heredándola, pero en una ocasión en que necesitó dinero, se la compré. Poco a poco me fui deshaciendo de todas las modificaciones que me traían malos recuerdos: techo elevable, sillón cama, mesa plegable, cortinas, etc. Se trataba de un modelo clásico, construido en Alemania y quería dejarla totalmente original, sin rastro de su pasado campista.

Emprendí el viaje a media mañana, prometiendo regresar al día siguiente. Mi Camaro 1969 salvó la distancia que me separaba del medio motor en exactamente cuatro horas y media. Llegué al lugar que marcaba el GPS un poco antes de las cinco de la tarde.

El depósito estaba rodeado de un muro rústico de ladrillo asediado por ortigas, cardos y otros tipos de maleza. Estaba algo alejado de la ciudad más cercana y ubicado sobre la carretera. Muy a mi pesar, estacioné el auto en una franja de terreno angosta y peligrosamente pegada al acotamiento. Me bajé y caminé buscando la puerta de acceso. Cada paso que daba producía una desagradable nube de tierra muy fina que se depositaba en mis inmaculados zapatos deportivos blancos. Rodeé el lugar hasta dar con un enorme portón metálico. Toqué varias veces y grité hasta que después de diez minutos, escuché a alguien detrás de la puerta metiendo una llave con parsimonia. La puerta se abrió con un crujido que evidenciaba abandono. Frente a mí apareció un hombre mayor de pelo y bigote completamente blancos y desaliñados, con aspecto soñoliento.

—Vengo por el medio motor 1600 de combi que anuncian en internet. Mandé un mensaje.
—No sé nada de eso, amigo.
—¿Cómo? ¡Aquí está el anuncio y el mensaje que envié! —saqué el móvil para mostrarle, pero para mi mala suerte en aquellos parajes no había señal.
—Puede pasar y buscarlo, creo que hay una al fondo. Siga el sendero principal.
—Ok —contesté molesto.
—Yo ando siempre por aquí. Soy Anselmo abrió la boca, como a punto de decir algo más, pero no lo hizo.

El hombre se alejó con paso cansino, y un par de veces volteó a verme, luego se metió en una oficina ruinosa.

El lugar era enorme, reinaba el polvo y una suciedad grasienta lo impregnaba todo. Vehículos de todo tipo, la mayoria siniestrados y en muy mala condición estaban acomodados sin mucho orden. Más de una vez, mientras lo recorría, me pregunté si los ocupantes de tal o cual unidad, habían sobrevivido, claramente en algunos casos, eso parecía imposible. Recuerdo una vieja camioneta Toyota Corona 1969 blanca, muy maltrecha, que parecía haberse volteado. Por un hueco grande en el cristal estrellado de una de sus ventanas me asomé a la cabina. En el interior había manchas ominosas sobre la tapicería y en el techo vi «algo» pegado; parecía un pequeño papel arrugado y seco de color café claro, cubierto de pelos negros. Tardé un poco en darme cuenta de que se trataba de piel humana con cabello adherido. Me alejé muy impresionado.

«Al fondo», había dicho el tal Anselmo, y yo caminaba y caminaba por el sendero principal, rodeado de aquella desolación y el bendito «fondo» parecía inalcanzable. ¿Tan grande era ese sitio? La luz transitaba ya de la tarde a la noche. Con seguridad tendría que echar mano de la linterna del móvil.

Noté que ahora me encontraba en la parte más antigua del depósito y que los autos ahí tendrían muchísimo tiempo, quizá décadas. ¿Por qué nadie los había reclamado? Los espacios entre ellos se habían reducido considerablemente. Deseaba encontrar ya la combi, revisar que el motor me sirviera y largarme.

El silencio se interrumpió por el sonido de un claxon agudo que me sobresaltó. Provenía de un viejo Renault 4 1963, que de por sí había sido un modelo pequeño, pero este, con su parte posterior comprimida como acordeón, se veía diminuto. «Debe ser la batería, quizás un falso contacto» —pensé. El Renault aullaba cada vez más fuerte y a intervalos más cortos, conforme me iba acercando, pero al pasar yo frente a él, enmudeció. Por curiosidad, abrí la cubierta del motor y me invadió el desconcierto, pues no tenía batería, ni máquina, ni nada, era solo un cascarón. Me fui de ahí tratando de pensar en una explicación sin encontrar ninguna que fuera lógica. Me embargó una sensación de desasosiego.

Si quería evitar que me pillara la noche, debía darme vuelta ya, pero no quería irme con las manos vacías. De repente vi a alguien caminando entre los autos, primero supuse que era Anselmo, sin embargo, el hombre iba vestido con un mono azul de mecánico y al viejo lo había visto portando mezclilla y camisa blanca. Quizás sería algún trabajador del lugar.

—¡Ey! ¡Ayuda!

El tipo no se inmutó y fui tras él, aunque eso implicó salirme del sendero principal y meterme de lleno en el laberinto de autos malogrados.

—¡Espere! ¡Necesito ayuda!

Ahora los autos estaban acomodados todavía más juntos y apenas se podía circular entre ellos, podía ver la espalda del hombre, quien se movía con sorprendente facilidad. Yo seguía gritándole y siguiéndole a duras penas, con mi ropa rozando las sucias carrocerías y recogiendo aquel asqueroso y añejo polvo. Vi que adelante estaba ya la pared perimetral de ladrillos. El hombre tendría que detenerse, sin embargo, su cuerpo atravesó el muro y ya no le vi más. Se me heló la sangre. Temblando y sudando frío, intenté regresar al sendero principal, pero ya no lo encontré.

Con la noche encima, mis pasos se volvieron frenéticos, ya no me importaba encontrar la camioneta, solo quería salir de ahí. Se escuchaban ruidos extraños, desde los normales crujidos de los metales al cambiar la temperatura, hasta débiles sollozos y quejidos que salían del interior de las tristes unidades por las que iba yo pasando. Percibí olor a gasolina quemada y algunas chatarras aparecían envueltas en humo. Desde su interior se oía el golpeteo de manos desesperadas, y gritos horripilantes de gente quemándose y queriendo salir. Sentí angustia y mi corazón y respiración se aceleraron. ¡Aquel lugar estaba lleno de fantasmas!

Luego de un giro, me tope con la combi. ¡No podía creerlo! ¡Por fin tenía delante el objeto de mi deseo! Traté de calmarme, respiré hondo aquel aire enrarecido y me concentré. Estaba entera y parecía no haber estado involucrada en ningún accidente. Coincidía en año con la mía, y a juzgar por la poca pintura original que le quedaba, alguna vez tuvo el mismo color azul pálido. No tenía ya la puerta corrediza y desde afuera se podía ver el arruinado interior. Sin pensarlo mucho, subí a ella.

—Papá, no quiero.

La combi familiar recorría lentamente la carretera que serpenteaba en medio del bosque. Yo tenía frío.

—Deja de ser un mariquita —dijo Julián, quien estaba en el asiento del copiloto —no volteó hacia mí, pero yo imaginaba su mirada burlona. Lo odié con todas mis fuerzas en ese momento.

Detesto estos viajes, prefiero quedarme en casa. ¿Por qué me obligan?

La camioneta llegó al lugar donde solíamos pararnos a acampar. Mientras mi padre y Julián preparaban todo para dormir, mi deber era recoger leña seca para la fogata.

—Asegúrate de que no estén húmedas como la otra vez —dijo mi padre sin voltear a verme.

Por experiencia sabía que de nada servía protestar. Con una linterna en la mano, un saco para guardar la madera y una navaja suiza en el bolsillo, me aventuré en los alrededores. Era noche cerrada y yo tenía miedo, temblaba de pies a cabeza, pensaba en animales salvajes, en caerme o perderme. Alguna vez escuché a mamá cuestionar a su marido sobre aquellos paseos, pues yo tenía apenas 11 años y ningún gusto por el campismo o la vida al aire libre. Él contestó que aquellas excursiones fortalecerían mi carácter.

Traté de darme prisa recogiendo la madera que encontraba. Al levantar un leño noté una humedad pegajosa en mi mano, alumbré con la linterna; era un líquido viscoso y rojizo. Casi de inmediato, sentí que una gota me caía en la frente. Dirigí la luz hacia arriba, de un pino colgaba un cuerpo humano que se balanceaba y chorreaba sangre. Grité como un poseído, solté el saco y traté de regresar a toda velocidad al campamento. Alguien me alzó violentamente mientras corría, perdí la linterna y sentí una mano pesada y rasposa sobre la boca.

Como despertando de un trance, y siguiendo una corazonada, miré el piso desnudo de la camioneta, busqué en un rincón una «X» que alguna vez, ocioso y sin que me vieran, hice, levantando la parte plástica y rasguñando el metal con mi navaja suiza. Ahí estaba, ennegrecida por el tiempo, pero aún se veía. Bajé sintiéndome muy confundido. Encendí la linterna de mi móvil y fui a la parte de atrás para abrir la tapa del motor. Frente a mí tenía un viejo 1600, envuelto en un sudario de óxido. Alguien se me acercó por detrás y extrañamente no me sobresalté. Dirigí la luz hacia él, era Anselmo. Observé con detenimiento su ropa: el pantalón de mezclilla era ahora un guiñapo y la camisa blanca estaba desgarrada y tenía manchas de sangre; su cara, del lado izquierdo, era una masa sanguinolenta.

—¡Lo encontró! ¡Bueno, siempre lo encuentra!— dijo, y su rostro deformado esbozó una media sonrisa.
—Sí dije, recordando que no era la primera vez que me encontraba en ese lugar.

—Yo ya estaba aquí cuando la trajeron dijo refiriéndose a la combi. Encontraron gente muerta dentro —hizo una pausa mientras yo digería la información—. Amigo, regrese a «su ciudad» y siga soñando la vida que no tuvo —su respiración era entrecortada y dificultosa—. En una de esas se le «olvida» este sitio tan malo, aunque he de confesarle que aunque usted nunca me recuerda, siempre me da mucho gusto verle.

Autor: Ana Laura Piera

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Mejores que Nosotros – Cuento Corto.

Mi participación en el reto del blog Alianzara, de la compañera Cristina Rubio, quien nos propone escribir una historia a partir de un título (de canción, de libro, película), y que no debe superar las 900 palabras. Yo he escogido «Mejores que Nosotros» que es una serie futurista de Netflix que recomiendo muchísimo. Mi relato nada tiene que ver con la serie, solo me inspiré en el título.

En la casa de Palma, había una abundancia de luz natural gracias a enormes ventanales que la dejaban entrar a todos los rincones. En medio de esa exuberancia lumínica, desde tiestos que estaban regados por todo el lugar, unas curiosas criaturas emitían suspiros y vocalizaciones placenteras mientras se bañaban en esa luz tibia. Monstera, la invitada de Palma, las miraba fascinada. Las había de diferentes tonalidades, desde casi blanquecinas, pasando por el amarillo y diversos tonos de naranja, hasta colores más oscuros, como el café o el negro.

—¡Qué extrañas! ¡No son verdes! ¿Hasta dónde crecen? ¿Cómo se llaman?

Desde la cocina, Palma respondió:

—No crecen mucho, apenas unos 15 o 20 centímetros. Cuando corona la cabeza, lo demás sale rápido y termina el crecimiento en cuanto los pies se afirman en la tierra. Se llaman «gente». Es una especie muy poco común y todavía estoy aprendiendo sobre ellas.

—¿Gente? ¡Qué nombre tan aburrido!

—El nombre quizás es aburrido, pero ellas no contestó acercándose a su amiga. Cuando están felices, cantan, si tienen tristeza, lloran, a veces pelean y hacen rabietas unas con otras. Por eso «las tengo juntas, pero no revueltas», como dice el dicho.

Monstera fue hacia una maceta de piedra donde crecía una figura delgada y pálida. Solo la cabeza, coronada por una larga cabellera rubia, y parte del cuerpo, hasta el pubis, se encontraban fuera de la tierra.

—Es una hembra. Aún falta que le crezcan las piernas. ¿Te gusta? —preguntó Palma—, si quieres puedes tocarla, verás cómo abre sus ojos, son azules como los zafiros. Es muy dulce.

—Me llama la atención, mas no me atrevo a tocarla, ya ves que tengo manos enormes y torpes, no quisiera lastimarla.

Palma iba y venía de la cocina al comedor con un ritmo cadencioso y grácil, que agitaba su verde melena como un abanico, mientras disponía todo para el almuerzo.

—¿Se te ha muerto alguna?

—Hasta ahora no. Siempre procuro darles todo lo que necesitan, agua, alimento y atención, incluso platico con ellas. Alguna vez tuve una problemática, me increpaba desde su maceta, era un macho, parecía muy desgraciado aquí y lo regresé al vivero, ahí le buscaron una nueva casa.

—Hiciste bien, son seres vivos y merecen respeto.

—Así es, nunca abandonaría a ninguna. Si se enferman, las llevo al médico y las cuido, si salgo de vacaciones, me preocupo de que alguien venga a atenderlas.

—Suena a mucho trabajo —dijo Monstera mientras se sentaba frente a un plato de suculento sustrato enriquecido con humus y minerales—. ¿Tú crees que si el mundo fuera al revés y ellas fueran quienes nos tuvieran que cuidar lo harían con tanto esmero?

—La verdad, no lo sé, me gustaría creer que sí, aunque no tiene caso pensarlo. El mundo es como es dijo Palma mientras se llevaba una cuchara copeteada de sustrato a la boca.

—Perdona que insista con el tema, Palma, ¿con todos los cuidados posibles, cuánto llegan a durar?

—Son longevas, aunque ignoro qué tanto. Me han dicho que al final de su vida, empiezan a ponerse arrugadas y blandas, sus cuerpos se vencen, los cabellos se vuelven blancos por completo, o se caen. Dejan de responder a los estímulos, luego se quedan dormidas sobre la tierra y ya no despiertan. Nunca me ha pasado afortunadamente. El más viejo que tengo es el que está cerca de la ventana, ¿lo ves? —dijo señalando una figura de color canela, erguida y con las dos piernas firmemente puestas sobre la tierra, tenía cabellos grises y a pesar de notarse la edad en su rostro, aún se veía fuerte. Percibió que le miraban y volteó hacia ellas, levantó una mano y saludó sonriendo.

—¿Y cómo se reproducen? —preguntó Monstera y Palma ya estaba un poco fastidiada de tanta pregunta.

—Eso no lo sé. Nunca se me ha reproducido una en casa. Siempre las traigo del vivero. ¿No probarás la comida?

—¡Oh, sí! Esto se ve de primera. ¡Comamos!

661 palabras.

Autor: Ana Piera.

Serie futurista de netflix, me basé en el
título.

Nota: Yo sé que muchas personas aman a sus plantas, y las cuidan y las miman, pero sospecho que es un porcentaje muy pequeño de población. Tengo la impresión (puedo estar equivocada), que las plantas normalmente son dejadas atrás en cuanto a cuidados, comparadas con otras cosas.

Publicada en Masticadores.

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