Mi participación para el VadeReto del mes de Abril 2023. Condiciones: escribir un relato inspirado en la palabra «perdida (o perdido)», como requisito se pide que se intercalen tres palabras «raras», inventadas, o de uso poco frecuente, en mi caso he puesto tres palabras «raras» del idioma italiano.

Llega la noche y con ella, las horas más agradables de esta difícil travesía. Liberados del sol inclemente y aliviados del intenso calor diurno, podemos por fin echarnos a descansar encima de alguna esterilla puesta sobre la cubierta. Hay poco espacio disponible en medio de los cuerpos fatigados de otros compañeros y bultos con sus pertenencias personales, pero siempre hay un hueco para dormir. Es hora de olvidarnos un poco de la sed y el hambre mientras paseamos nuestras miradas por las estrellas.
Los ruidos que hace el viento jugando con las velas, los crujidos de la madera y el golpeteo de las olas en el casco normalmente nos arrullan, pero hoy pocos duermen. Escucho jirones de conversaciones hechas en voz baja, de repente alguien levanta la voz mientras otros le hacen callar mediante siseos desesperados. Y es que una mezcla peligrosa de enojo y miedo se pasea por la cubierta. A estas alturas de la travesía ya deberíamos de haber avistado tierra, mas no es así. Con nuestro pan agusanado a punto de terminarse y lo que nos queda de agua a nada de pudrirse, hay preocupación.
El día que vi por primera vez la Nao Santa María no pude dejar de exclamar: «¡Sovramagnificentissimamente!» (¡Mucho más que magníficamente!), admirado del tamaño y gallardía de la nave, —antes solo había estado a bordo de carabelas, que son más pequeñas—. Sin embargo, desde que puse un pie en ella, no he dejado de sentir que algunas cosas ya las he vivido. Cuando veo al capitán general, Ruy González salir de su camarote con el astrolabio y el cuadrante a hacer sus mediciones, tengo la certeza de que si se me diera la oportunidad, yo sabría usar esos instrumentos a pesar de nunca haberlos tenido en mis manos. Solo yo sé leer la mirada gris del capitán, una mirada llena de perplejidad al darse cuenta de que los resultados no coinciden con sus proyecciones. Su actitud me recuerda algo, y no sé precisar de qué se trata. Todo esto me llena de inquietud y de angustia, me siento perdido y fuera de lugar.
Con el nuevo día inician otra vez las penurias, pero esta vez hay un rayo de esperanza: hemos logrado avistar aves y los ánimos de todos mejoran notablemente, ¡la tierra debe estar cerca!
A ratos me abstraigo de mis labores marineras y tengo visiones; hay una en especial que se repite: Somos observados por personas cuyo cuerpo desnudo tiene el color de la canela y cuyas cabezas están coronadas por extraños y coloridos tocados de plumas. Otro genovés llamado Luca Canessa me saca violentamente de mis ensoñaciones: «¡Cazzo! (¡joder!), ¿qué diablos te pasa?».
La noche del 11 de octubre la inquietud no me deja descansar, es como si tuviera una premonición. Después de medianoche, un grito que no me sorprende, rasga las tinieblas. Desde La Pinta, una de las carabelas que conforman nuestra pequeña flota, el vigía ha gritado «¡Tierra! ¡Tierra!», y todos, «precipitevolissimevolmente», (frenéticamente), impulsados por un invisible resorte, nos hemos levantado a otear el horizonte; oscura y magnífica, la silueta de lo que parece ser por fin la costa de las Indias aparece ante nuestros cansados ojos.
Ruy González salió eufórico de su camarote y los marineros, al verle, caen de rodillas ante él, le besan las manos. Yo miro las mías y siento que esos besos fueron para mí en otro tiempo. Que hubo otra vida donde yo fui él. «Colón, no pongas esa cara de idiota que hemos encontrado tierra, ¡estamos salvados!», me grita Luca con una sonrisa de oreja a oreja y yo solo alcanzo a devolverle una media sonrisa en medio de mi confusión.
Autor: Ana Laura Piera
