El Espejo de Tezcatlipoca

Relato fantástico.

Mi propuesta para el concurso de El Tintero de Oro, que este mes homenajea al escritor Terry Pratchett. Se trata de hacer un relato donde haya un elemento mágico o fantástico que cree mas caos que ventajas.

Tiempo de lectura: 3 minutos.

Un mes antes de la Navidad del 2025, los hermanos Estela y Antonio Aguilera encontraron un objeto prehispánico en el Cerro Alto: era una pieza circular de obsidiana negra, se veía opaca y en algunos lugares la cubría una pátina blanquecina. Su abuelo Braulio les dijo emocionado que se trataba del «espejo de Tezcatlipoca».

—Tezcatli… ¿Qué? —preguntó Estela, de ocho años abriendo mucho los ojos.

—Fue uno de los dioses más poderosos de la antigüedad. Era caprichoso y voluble, también se le conocía como «Espejo Humeante»

—¿Y estás seguro de que éste es su espejo? —preguntó Antonio, que a sus diez años era un chiquillo muy avispado.

—¡Sí! —dijo Braulio con tal vehemencia que los niños ya no se atrevieron a cuestionarlo. El viejo les hizo prometer que guardarían el secreto.

En los días que siguieron, Braulio y sus nietos se dedicaron a pulirlo, mezclaron ceniza volcánica con agua y lo frotaron hasta que surgió un reflejo negro brillante, casi metálico. Les contó que el espejo era mágico: mostraba el futuro, revelaba cosas ocultas y conectaba con lo invisible. Era un objeto peligroso en manos equivocadas y por ello les pidió que no le contaran a nadie sobre el hallazgo.

Cuando el espejo alcanzó el brillo final, Braulio lo envolvió en una franela.

—¡Pero abuelo! —se quejó el niño— ¿No es el momento de usarlo?

—¡Yo quiero saber si seré doctora! —dijo Estela torciendo los labios con desagrado.

Braulio fue inflexible, el espejo se guardaría en un lugar «seguro».

Una noche, los niños no se aguantaron, pues querían saber si Panchito, su guajolote preferido sería el destinado a la cena de Navidad.

Sacaron el espejo del ropero del abuelo y lo sustituyeron por un plato de cerámica con las mismas dimensiones. Se fueron al corral donde tras unas pacas de paja lo destaparon. Antonio lo sostuvo y preguntó. Su hermanita cruzaba los dedos, ambos esperaban que no fuera Panchito. Del objeto se desprendió una neblina juguetona que los tomó de sorpresa. Luego, la negrura de la obsidiana dio paso a una imagen nítida, pero no era Panchito, era una gran olla de la cocina, de la cual salían despedidos para todos lados los tamales que se cocinaban en ella. Antonio envolvió el espejo de nuevo.

—¿Qué fue eso? —dijo Estela.

—Creo que cenaremos tamales en Navidad, lo cual es extraño, pero, ¡Panchito se salvará!

Al otro día, su mamá estaba preparando tamales para comer y la imagen mostrada por el espejo se hizo realidad: tamales dulces, de cerdo y de mole con pollo saltaban por los aires. Algunos se escapaban de sus envoltorios de hoja de maíz y se estrellaban contra las paredes y el piso. El abuelo se contorsionaba cómicamente al intentar atraparlos en el aire. Los gritos de ambos atrajeron a los niños, quienes al ver la escena intercambiaron una mirada cómplice que no pasó desapercibida para Braulio.

Más tarde, le preguntaron al espejo si Estela sería doctora, pero de nuevo el espejo mostró otra cosa: el pueblo, arreglado para Navidad. Había un gran árbol en la plaza y las casas estaban adornadas. La gente comía su cena navideña y se intercambiaban regalos.

—¡Este espejo no sirve! —dijo Estela enfadada.

Al otro día el pueblo apareció engalanado para Nochebuena. Su madre cocinaba la tradicional cena y afortunadamente no era Panchito la víctima elegida.

—¡Pero no puede ser! ¡Aún falta como un mes! —dijo Antonio.

Esa noche el pueblo celebró la Navidad adelantada. Después del intercambio de regalos, los niños corrieron al corral.

—Antonio, ¿qué hemos hecho? —preguntó Estela.

—Lo sé, esto da miedo. Creo que ya no debemos hacerle preguntas al espejo, puede ser peligroso. ¡Debemos contarle al abuelo!

Braulio llevó el espejo al Cerro Alto y lo volvió a enterrar. En manos infantiles causaba caos, y no quería averiguar lo que sucedería en manos de personas malintencionadas. Ese año, el pueblo celebró Navidad dos veces, muchas familias que ya habían gastado en la primera celebración, no pudieron celebrar como acostumbraban. Panchito no se libró de su suerte.

—Y yo me quedé sin saber si seré doctora —dijo Estela.

—Es mejor así, el futuro se va forjando en el presente, no podemos manipular al destino para que nos revele lo que pasará —dijo Braulio.

—Sin contar con que el espejo es impredecible, como su dueño original. Nada de lo que nos dijera sería confiable —agregó Antonio.

—¡Yo creo que sí seré doctora, y de las buenas! —dijo la niña.

Y al mismo tiempo, en las entrañas del Cerro Alto, el espejo de Tezcatlipoca esperaba, paciente y sombrío, a que alguien lo encontrara de nuevo.

Autor: Ana Laura Piera.

770 palabras.

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El enano y la mariposa de luz.

En su blog, Lidia Castro nos reta a hacer un relato de no más de cien palabras, inspirado en la imagen, que incluya el elemento del dado: «enano minero» y opcional, que aparezca algo relacionado con el cinematógrafo.

Atrapada en una bombilla sin filamento, la mariposa de las minas brillaba con furia. Zimri, el enano minero, la miraba fascinado: su luz proyectaba sombras danzantes sobre su pared desnuda. «No tengo nada que envidiarles a los parisinos con su cinematógrafo» —pensaba mientras la mariposa iluminaba su soledad. El resplandor fue menguando y Zimri temió perder su espectáculo. Una mañana la encontró muerta. Enfermo de tristeza, comprendió que la verdadera función estaba en la mina: allí las mariposas volaban libres y centelleaban como constelaciones. Nunca más volvió a encerrarlas en bombillas.

98 palabras.

Autor: Ana Piera

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Tortuga celeste.

Microrrelato de fuego, estrellas y tradiciones.

Mi propuesta para el microrreto de El Tintero de Oro: un relato de no más de 250 palabras inspirado en una constelación.

Tiempo de lectura: 2 minutos.

Las noches eran más frescas y Ah Kin, envuelto en su manta de algodón, aguardaba la aparición de la tortuga celeste, como llamaban los mayas a la constelación de Orión. Su hija Ix Muyal, de cuatro años, le preguntó:

—¿Qué buscas, ta?

—La señal para iniciar los ritos de cosecha. Son tres luces brillantes, que forman parte de «la tortuga». Representan las tres piedras del fogón del universo y de ellas surge el dios del maíz, pero este año ya se tardó.

En la milpa, el padre observaba el equilibrio ancestral: al frijol trepando al maíz, la calabaza cubriendo la tierra. Todo parecía en orden, menos el cielo.

Ix Muyal y su padre caminaron hacia el cenote sagrado con ofrendas: granos secos y pozol con miel. El sendero entre la selva estaba lleno de murmullos, aroma de copal y plegarias. Los sacerdotes repetían: “Hay que recordar el mito”.

De regreso, Ah Kin narró cómo la tortuga nadaba en el océano primigenio, sosteniendo el mundo sobre su caparazón. Ix Muyal, notó las piedras del fogón de su vivienda desalineadas. Las acomodaron.

—Quizá la tortuga no podía nadar y el dios seguía dormido —dijo esperanzada.

—Nuestro fuego es muy humilde como para que los dioses se fijen, hija.

Pero esa noche, los gritos de júbilo de Ah Kin anunciaron el regreso de la tortuga.

Desde entonces, Ix Muyal se asegura de que las piedras del hogar estén alineadas. Sabe que los dioses también toman en cuenta los gestos pequeños.

249 palabras.

Autor: Ana Piera.

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Nueva Vida – Cuento corto.

Mi propuesta para el VadeReto del mes de Junio, que nos pide un relato optimista y esperanzador inspirado en la imagen de unas palomas, puedes dar clic para verla aquí.

Un día una anciana excéntrica se fue a vivir a una cabaña abandonada ubicada en un bosque templado. Sus posesiones más valiosas eran una varita mágica y un palomar con algunas cuantas palomas. Aislada de todos y acompañada de las aves, la mujer, que en realidad era una maga poderosa venida a menos, a veces se ponía a lanzar encantamientos sin ton ni son. De esa forma algunas partes de la foresta quedaron hechizadas con resultados variados. También, al morir ella, uno de sus tantos hechizos locos había dejado una paloma mágica e inmortal: Corina.

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Carlitos se dio cuenta de que había perdido a Timy y Moly cuando ya llevaban más de la mitad de camino a casa.

—¡Noooooooo! ¡Timy y Moly se quedaron en el campamento! —gritó con todas las fuerzas que un niño de cinco años y buenos pulmones es capaz. Los padres de Carlitos se miraron preocupados y la hermana mayor se quedó mirando fijamente a su padre que iba al volante, pues temía lo peor. ¡Y lo peor para ella pasó! El hombre dio un brusco viraje y emprendieron el largo camino de regreso. Hayas, sicómoros, robles y demás les miraban burlones al pasar. La hermana adolescente reclamaba la decisión, mientras su hermano menor lloraba solo un poco menos desconsolado.

Al llegar al sitio del campamento, esperaban encontrar a Timy, el oso de felpa café y a Moly, la osa de felpa blanca y nariz ligeramente mayor que la de Timy. Ambos tenían en los carrillos, unos botones que simulaban ser mejillas sonrosadas. Los juguetes no se veían por ningún lado y Carlitos entró en crisis y tuvieron que retomar camino entre berridos y ataques de pánico además de innumerables «¡Se los dije!» de la hermana. De nada servía que le prometieran al histérico chiquillo que le iban a comprar otros, él solo quería a su Timy y Moly. ¿Pero, qué había pasado con ellos?

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Para empezar, no se llamaban así, sino: Ángelo y Donatella. Ambos habían visto incrédulos cómo se olvidaban de ellos pensando que formaban parte de la basura del campamento. Una vez que la camioneta partió, Donatella tomó la mano temblorosa de Ángelo y empezaron a caminar alejándose del sitio y de los senderos frecuentados por los campistas.

—¿Estás loca? —dijo el osito, mirando hacia atrás, esperando ver la camioneta de vuelta.

—¿No te das cuenta Ángelo? ¡Somos libres! —al decir esto las mejillas sonrosadas de Donatella se pusieron rojas como manzanas.

Ángelo parecía preocupado y no muy convencido de que la libertad era lo que más les convenía.

—Si no regresan por nosotros, iremos al verdadero vertedero de basura —dijo ella, y ahí sintió que su compañero dejó de resistirse.

Ambos caminaron mucho metiéndose en un bosque denso y pronto llegaron a la vera de un río de poca profundidad y anchura.

—¿Nos bañamos? ¡Hace tanto que no tomamos un baño! —dijo la osita mientras Ángelo trataba de detenerla.

—¡El agua está fría! —gritó—. ¡No puedes! ¡No debes! Y, ¿si nos descomponemos?

—¡Tontito! —dijo Donatella con más de la mitad de su rechoncho cuerpo en el río. ¿No te acuerdas de que nos metían en la bañera? Más de una vez nos olvidaron ahí más de lo debido. No pasa nada.

Ángelo dio unos cuantos pasos vacilantes, pero al final terminó metido en el riachuelo.

—No está mal —dijo, y por primera vez en ese día sus mejillas se pusieron rojas.

Se habían puesto a jugar, nadando, flotando y aventándose agua a la cara cuando el semblante demudado de la osa hizo que el Ángelo volteara en la dirección que ella miraba. Lo que había era un oso, pero uno de verdad, enorme, de pelaje café oscuro que los miraba con interés desde el otro lado.

—¡Nos comerá! —gritó el osito aterrado.

—Los osos de verdad no comen osos de peluche —dijo Donatella—. ¡Quedémonos quietos!

Pero el formidable animal caminó curioso y se detuvo frente a ellos. Al lado de los ositos parecía una colosal y peluda montaña.

—¿Y bueno, qué tenemos aquí? —dijo con voz profunda.

—¿Cómo es que habla? —cuchicheó Ángelo.

—Nosotros tampoco deberíamos poder hablar… ni caminar por nuestra cuenta, ni recordar —dijo Donatella, y se veía muy confundida, parecía que era la primera vez que pensaba en eso.

El oso real bajó la cabeza hacia ellos:

—¿Quieren volverse osos de verdad?

Los ositos se miraron uno al otro muy asombrados.

—¿Es posible eso? —dijo Donatella emocionada.

—Sí, pero antes debo decirles que su familia regresará por ustedes. Si quieren estar con ellos deben volver al lugar donde estaban; ahora, si desean volverse osos de verdad solo díganlo y sucederá.

—Yo ya no quiero ser el capricho de Carlitos —dijo la osa convencida.

—Yo… yo… —Ángelo trastabillaba —yo no quiero separarme de ti. Prefiero mil veces estar contigo que con Carlitos, que es muy voluble —el osito llevó su pequeña garra a su abdomen, donde estaba la huella de un tijeretazo que había sido remendado torpemente.

El oso levantó una pata y por un momento los ositos pensaron que iban a acabar estampados contra el lecho del río, pero lo hizo con una delicadeza tremenda, deteniéndose a solo centímetros de sus pequeñas cabezas. Luego lanzó un sonoro gruñido que hizo temblar al par de amigos. En ese momento oyeron un suave aleteo, una hermosa paloma, enteramente blanca y de ojos amarillos-anaranjados, apareció y voló alrededor de ellos.

—¿Corina, puedes darte prisa? —dijo el oso grande—. Mi pata se está cansando.

La paloma comenzó a volar más rápido alrededor y los ositos experimentaron un aumento de tamaño, su frío interior de borra mojada, se sintió cálido, mientras sangre, huesos y músculos se iban formando en sus cavidades internas. Al final Corina bajó la intensidad y terminó parándose en la nariz de Bart, que así se llamaba el oso grande.

—¡Buen trabajo Corina!

—De nada grandote, ya sabes que siempre estoy lista para lo que se ofrezca. ¿Los llevarás contigo?

—¡Claro! Este par ya forman parte de mi familia. Les enseñaré la vida de los osos de verdad y aprenderán todo lo necesario para prosperar en libertad.

Corina se alejó volando, y Bart guio a Ángelo y a Donatella hacia su nueva vida. Iban excitados y muy felices.

Autor: Ana Piera.

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Transmutación – Microrrelato.

Mi participación en el reto de Lidia Castro «Escribir Jugando» del mes de Diciembre. Consiste en hacer un relato de no más de cien palabras inspirados en la carta, donde aparezca el elemento del dado (caperucita) y opcional algo relacionado con esta localización «observatorio».

Un cuervo robó el libro de la Caperucita Roja y desde el aire lo lanzó a tierra. Se desprendieron todas sus letras, que buscaron de nuevo su lugar, pero algo había cambiado, el lobo habitaba ahora la piel de la niña y ella la del lobo.

La abuelita vio todo desde su observatorio. Fue y tomó con ternura la mano del lobo, lo llevó a su casa donde le confeccionó vestidos y le enseñó a comer delicadamente con ese hocico tan grande. La Caperucita rondó la casa por mucho tiempo, lamentándose de su suerte y comiendo bayas y pan.

100 palabras incluyendo título.

Autor: Ana Piera

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La Cerdita que Soñaba – Microrrelato.

Mi participación en el reto de Febrero de Lidia Castro Navás en su blog «Escribir Jugando». Reglas: Hacer un relato de no más de cien palabras inspirado en la imagen, que incluya la runa alguiz y opcional: que mencione algo relacionado con molinos de viento.

El hada se asomó al chiquero* donde un grupo de cerditos dormía. Una cerdita soñaba con un caballo blanco y un arcoíris mientras sus hermanos lo hacían con bellotas. Decidió el hada ponerle al cuello la runa alguiz de protección y siguió su camino. Un día, con la runa al cuello, la cerdita se escapó y se internó en el bosque. Con cada paso que daba se iba transformando en una niña. Le salió al paso el caballo blanco de sus sueños, y montada en él se fue al Reino de Los Molinos de Viento donde fue muy feliz.

99 palabras sin incluir el título.

Autor: Ana Laura Piera.

*chiquero: en México, lugar donde se guardan los cerdos. Porqueriza.

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Horizontes Compartidos

Mi aportación para el VadeReto del mes de Enero, con el tema «horizontes compartidos» e inspiración en esta imagen:

En el patio de recreo de la escuela, reinaba el sol, y explotaban los gritos, las risas y el sudor. El ruido de las pelotas rebotando en las paredes y en el piso hacían difícil la conversación y tuve que subir la voz para que mi amiga Pilar me escuchara:

—Alberto no puede ser hijo de la maestra Cristina, si es negrito y ella es blanca. Además, es bien raro, no habla. Míralo, se la pasa en un rincón del patio sin hablar con nadie. Tampoco es muy inteligente, tiene malas calificaciones, ¡y eso que es hijo de una maestra!

Las cejas de Pilar se arquearon de una forma rara y su mirada inquieta me hizo voltear. ¡Ahí estaba Cristina! Ella había oído toda mi retahíla. Su mirada era una mezcla de enojo y tristeza, movió la cabeza desaprobatoriamente y se alejó. Pilar rio histéricamente y yo sentí mortificación. Lo siguiente que pasó fue que mi madre me dijo que yo estaría yendo a la casa de la maestra unas cuantas tardes a hacer tareas allá. A pesar de mis reclamos dejó en claro que no había forma de evitarlo.

La primera tarde Cristina no mencionó el penoso incidente del patio del colegio, lo cual agradecí. Tampoco hice tarea, nos puso a Alberto y a mí a hacer unas galletas. Yo leía la receta mientas Alberto sacaba todos los ingredientes. Luego fue su turno de leer las instrucciones mientras yo hacía la mezcla.

—A…gre…gar los hue…vos.

Alberto no leía muy bien y empezó a pasarla mal. Así que a mitad de la preparación propuso que cambiáramos de nuevo los papeles y para mi sorpresa vi que era bastante hábil para cocinar. Al final nos reímos mucho pues acabamos los dos con harina por todos lados. Tenía una risa hermosa y sus ojos negrísimos transmitían mucho cuando estaba feliz. Fue agradable conocerlo un poco más.

La siguiente tarde Cristina nos puso a hacer, ahora sí, la tarea. Fue evidente que Alberto necesitaba ayuda extra, la maestra me pidió que lo apoyara y yo lo intenté. Traté de explicarle una multiplicación que al final entendió, aunque con muchos trabajos. Sentí bonito cuando pudo hacerla, por él y por mí que se la había explicado.

Los días pasaron demasiado rápido y llegó el fin del «castigo». Esa tarde me animé a disculparme por lo que yo había dicho en el patio de la escuela y Cristina me abrazó.

—Sé que tienes dudas sobre si Alberto es mi hijo y te voy a responder —me dijo—, efectivamente no es hijo mío, yo lo adopté. No sabemos nada de las personas que lo trajeron al mundo, pero yo lo escogí. Es un privilegio poder escoger a quien será tu hijo, los padres naturales no pueden hacer eso. Es verdad que tiene algunos desafíos intelectuales, pero está trabajando duro en eso. Me gustaría que los chicos de la escuela fueran más amables con él.

Por días la respuesta de la maestra dio vueltas en mi cabeza, también extrañé la compañía de ambos por las tardes, pero Alberto y yo seguimos frecuentándonos. En la escuela lo presenté con algunos de mis conocidos y se volvió parte de nuestro grupo de amigos.

Hoy Alberto es mi esposo, una moderna prueba de ADN reveló que sus ancestros vienen de Senegal. Sus problemas de aprendizaje se subsanaron con el tiempo y hoy es un exitoso chef. Mi suegra me inspiró a ser maestra. Entre nuestros planes está el adoptar un niño o niña, y si tenemos hijos propios, espero que alguno sea como Alberto, de tez oscura, pelo rizado y que tenga una mirada limpia y generosa como la de él.

Autor: Ana Laura Piera

Mi relato en Masticadores Sur

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Promesa – Microrrelato.

Mi participación en «Escribir Jugando» del mes de Octubre. Se trata de hacer un microrrelato de cien palabras inspirado en la imagen de abajo, que incluya el elemento del dado: «estrella» y opcional, que aparezca algo relacionado con la «pólvora».

Atormentado por las pesadillas, Denahi acudió a su sabia hermana, Wakanda, ella sabría qué hacer.

Esa noche, ambos niños construyeron con ramitas secas un cuerpo, un híbrido de humano y animal. Los últimos toques los dio Wakanda, pues Denahi temblaba. Con la pólvora robada al viejo jefe, incendiaron la figura y Denahi balbuceó:

«Te expulso de mi mente, te condeno al vacío»

Un aullido de lobo mezclado con un grito retumbó muy fuerte para luego decrecer mientras el fuego devoraba al monstruo.

Abrazados, vieron una estrella fulgurante, una promesa de paz.

93 palabras incluído el título.

Autor: Ana Piera

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Te invito a que visites el blog de Lidia Castro Navás, hay un montón de cosas interesantes y también puedes participar de sus retos. Para ir al blog da clic AQUí

Nina y Pepe – Microrrelato.

Mi participación en el VadeReto de Agosto. Un relato inspirado en una escultura.

Escultura: Los niños del parque Genovés, Cádiz.

—¿Has visto de qué forma se mojan esos chicos? —preguntó Nina divertida.

—¡Sí! ¡No traen sombrilla, como nosotros! —contestó Pepe.

—Es verdad. ¡Apenas puedo creer que el Creador no se los dio!

Nina tenía la cabeza metida bajo el paraguas que sostenía Pepe, gracias a él, ambos estaban muy bien guarecidos de la copiosa lluvia que caía en ese momento empapándolo todo. Tras varios días sin precipitaciones y en medio de un calor infernal, aquella lluvia era una bendición para las plantas, los árboles y los demás seres que precisan del agua para vivir.

—Deben tener un Hacedor muy olvidadizo o descuidado.

—A ver Pepe… ¿Su Creador no es el mismo que el nuestro? —preguntó ella, intrigada. El niño no cambió la dirección de su mirada, ni volteó a ver a Nina, pero esta, de alguna manera, supo que lo había enfadado.

—Nina ¿Es que acaso tienes tan mala memoria? ¿No recuerdas sus manos amorosas moldear nuestros cuerpos con ternura, primero en arcilla, y luego vaciar sobre nosotros ese líquido caliente que al final nos proporcionó la firmeza necesaria? ¿No ves que nos incluyó este magnífico paraguas para evitar que nos mojemos y que también nos protege del sol inclemente. ¡Nuestro Creador es superior al suyo!

Nina calló, ponderó las palabras de Pepe. ¿Eran palabras? ¿Las había acaso escuchado? Pensó que más que escucharlas, las había sentido.

—Mira Pepe, su Creador no les habrá dado paraguas, mas les dio algo, por lo que tú y yo suspiramos, aunque no lo reconozcamos.

Pepe lanzó un resoplido de fastidio, pero Nina continuó:

—Les regaló fuerza para mover sus piernas y trasladarse de un lado a otro. Les dio movimiento. ¡Lo que tú y yo daríamos por poder movernos! Ir a donde nos plazca.

El guardó silencio un buen rato.

—¿Pepe?

—Debo reconocer que quisiera poder hacer eso. —Su voz al principio se sintió muy apagada. Su mirada estaba fija, como siempre, en algún punto del parque. Luego subió de tono y dijo con vehemencia:

—Pero a la vez sé que nuestra existencia, así como estamos, es importante.

—Explícamelo que no lo entiendo.

—Nina, ¿No has visto las miradas de nostalgia que la gente nos avienta? Les recordamos algo valioso para ellos. Quizás esa fue la intención de nuestro Padre al hacernos. Que le recordáramos a la gente algo que han olvidado.

Nina no dijo nada. Su barbilla seguía apoyada en el hombro de su compañero, igual que cuando fueron concebidos en el vientre de arcilla.

—Tienes razón —dijo al fin. En ese momento, una pequeña niña, destilando lluvia, se acercó a la estatua y aprovechando el paraguas sostenido por Pepe, se refugió del chaparrón, riendo a carcajadas, mientras sus hermanos, a lo lejos, le hacían señas y la instaban a unírseles de nuevo.

Los dos niños de bronce guardaron silencio y solo se escuchó el ruido de la gotas de agua al caer y las risas que les llegaban, como jirones, en medio de la pequeña tormenta. Nina ya no quiso agregar nada. Aunque pudiera, jamás abandonaría a Pepe, pero deseó que tan solo un ratito, pudiera bajarse del pedestal donde se encontraban, jugar con esos chicos y empaparse de lluvia.

Autor: Ana Laura Piera

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UNA NUEVA OPORTUNIDAD

Las manitas acariciaron el regordete y peludo cuerpo. Trazas de polvo se quedaron adheridas en sus dedos, pero ni lo viejo o polvoriento le importaba. La niña aceptó el regalo y lo abrazó con fuerza.

Hacía treinta años que el afelpado bulto no sentía un abrazo así. Recordaba su vida envuelta en una niebla causada por el tiempo: Primero estuvo a la vista de mucha gente, sintió muchas manos acariciarlo; cada una de ellas dejó en él huellas de grasa y suciedad. Escuchó expresiones de ternura, berrinches y regaños. Finalmente alguien lo llevó a casa. Recordaba un vuelo largo. Supo que había cambiado de país, pues tras el vuelo la gente hablaba diferente. Terminó en un cuarto de hospital como regalo para una recién nacida. Una muerte prematura le robó a la que estaba destinada a ser su primera dueña. Se quedó solo en una habitación de bebé, adornando una cuna vacía. Algunos meses pasaron y a la cuna llegó un pequeño bultito llorón que le haría compañía. Al final serían dos hermanas las que jugarían con él y le dirían :»El Oso» o «El Osito».

Fueron días felices: «El Oso» tomó té y galletas, jugó a «la casita» y fue anfitrión de muchas reuniones. Con el tiempo esas agradables celebraciones se fueron espaciando cada vez más y terminó olvidado en un rincón. Nuevamente la soledad lo envolvió, pero el oso era muy paciente y nunca perdió la esperanza. Pasaron treinta años.

—Se llamará Lulú —dijo la pequeña.

—Pero es un «oso» de peluche; no una «osa» de peluche —dijo su hermano, un par de años mayor, con ese aire de autoridad que suelen tener los hermanos mayores.

—No me importa. Se llamará Lulú —dijo la niña con un tono de voz que no daba lugar a dudas.

En la cochera de la casa la última guardiana de Lulú, una de las dueñas originales, dio las últimas recomendaciones a los adultos.

—No olviden pasar por la tintorería, debe tener mucho polvo.

Su nueva propietaria la abrazaba con fuerza, y Lulú sintió que a su pequeño corazón de borra regresaba un calorcillo conocido que la iba llenando toda. Supo con certeza que su vida nuevamente tendría sentido. Además, por fin se habían dado cuenta de que era una osa y no un oso. Se sintió plena y feliz. Lista para nuevas aventuras.

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla

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