La Cita.

Mi participación para el VadeReto del mes de Marzo. Este mes se parte de una invitación a cenar bastante misteriosa y donde se deben cumplir ciertas condiciones. Te invito a que visites el blog Acervo de Letras.

Me pareció extraño que en el restaurante Al Rashid la única persona presente fuera el concierge. A esas horas el lugar siempre estaba lleno de gente rica cenando o tomando alguna copa. El concierge me saludó por mi nombre y me dijo que me esperaban. Llena de nervios lo seguí hasta una de las zonas más exclusivas del lugar y señaló una mesa para dos personas, donde ya aguardaba quién me había enviado la invitación. Hasta antes de ese momento no sabía nada de esa persona, si era hombre o mujer, joven o viejo…

—¡Bienvenida! Siéntate. ¿Todo bien? Su voz tenía un acento extraño, pero era amable y cálida. Se había levantado para recibirme.

—Sí, sí —contesté aliviada al comprobar que se trataba de un hombre agradable. Tenía tez aceitunada y un cuerpo fuerte y proporcionado. Llevaba una barba de candado muy cuidada e iba vestido con una túnica larga del color del desierto que lo hacía ver muy elegante. Complementando su atuendo, tenía un pañuelo cuadrado en la cabeza, sujetado por una cuerda negra. «Debe ser un ejecutivo de negocios del medio oriente» —pensé, y supuse que la invitación sería para hacerme alguna propuesta laboral. Las expectativas que yo tenía eran más de índole romántica pero ahora lo veía improbable y me sentí algo desilusionada. Lo que siguió no me lo esperaba: frente a mí, y de la nada, aparecieron varios platos con comida exótica, primorosamente presentada. También varias copas llenas de diferentes vinos y licores. Abrí mucho los ojos y él me miró complacido.

—¿Te agrada?

Solo acerté a mover mi cabeza afirmativamente mientras trataba de asimilar lo que acababa de ver. ¿Un acto de magia? Por mi mente pasó la idea de salir corriendo pero mi intuición me decía que me quedara.

—Te preguntarás por qué te mandé esa invitación. ¿Qué tal la caligrafía? ¡Una belleza! Las personas han perdido muchas cosas y una de esas es la caligrafía, que revela mucho de quien la escribe. Asentí torpemente.

—Bueno, te escribí y te invité acá porque te has olvidado de mí.

—¿Cómo? —tenía en mi mano una copa de vino que ya acercaba mis labios, pero la bajé inmediatamente a la mesa.

—¿Te conozco?

Por toda respuesta señaló el libro elegido por mí para esa cita: en la portada de color rojo un genio imponente salía de la lámpara de Aladino. Su cuerpo era negro y sus rasgos y contorno estaban en dorado. Había sido un regalo de mi abuela cuando cumplí diez años y que por mucho tiempo fue mi libro de cabecera y en el que me refugiaba cuando los gritos de mis padres al pelear alcanzaban niveles insoportables.

—¿Acaso eres…? —No terminé la frase y me llevé las manos a la cabeza, pues no podía creer lo que estaba pensando.

El hombre sonrió ampliamente, dejando ver una hilera de dientes demasiado blancos.

—¡Bravo! Te acordaste, aunque tuve que ayudarte un poco. ¿Y la flor? En mi invitación te pedía que trajeras un libro y una flor que fueran especiales para ti.

Abrí el libro y le mostré un jazmín seco al que el tiempo que llevaba entre las páginas le había robado su belleza original, dejándolo amarillento y quebradizo, pero bello igualmente a pesar de esos cambios. De pequeña leí que era una flor procedente de Arabia y me había parecido apropiado que reposara en aquel compendio de historias orientales.

—¡Sabía que los traerías! ¿Puedo ver la dedicatoria? Sé que hay una.

¡La dedicatoria! Mi abuela escribió una dedicatoria que estaba al revés y solo se podía leer si la leías reflejada en un espejo. Le mostré la página. Yo sabía de memoria lo que decía: «Para mi querida nieta. Que nunca le falten buenas historias»

—¡Hermoso! Últimamente, no ha habido buenas historias en tu vida, ¿verdad? —sus ojos me miraron con bondad y su voz se hizo suave y tersa, como una caricia—. Sí, tu corazón está triste. Creo que sufres de un «exceso de realidad».

Era verdad. La vida adulta con sus desazones y su ritmo frenético me había apartado de la fantasía y me había robado tiempo para perderme en mis libros. La invitación que había llegado a mi casa decía que sería «la oportunidad de mi vida» y que «no me arrepentiría al acudir». ¿Acaso el propósito de la cita era tan solo una amable invitación a retomar la lectura? Como si leyera mis pensamientos me dijo:

—No se trata solo de leer. Tienes que recordar cómo era emocionarte con lo que lees. Te lo mostraré.

En menos de lo que toma un parpadeo, ya no nos encontrábamos en el restaurante, el hombre ya no parecía un jeque árabe, sino un verdadero genio de Las Mil y Una Noches, con vestimenta más sencilla y con la parte inferior de su cuerpo desvanecida en un humo blanco y denso. El viento pegaba en mi cara y alborotaba mi cabello. Me di cuenta de que me encontraba encima de una alfombra voladora. Lancé un grito de placer.

—Esa cara que traes ahora es la que me gustaría verte siempre —dijo.

—¿A dónde vamos?

—Visitaremos cada una de las historias del libro y luego te llevaré a casa.

—Son muchas historias…

—Es mucho lo que hay que sanar —dijo, y nos perdimos los dos durante «mil y una noches».

Autor: Ana Laura Piera.

Mi relato en la revista digital Masticadores Sur.

https://bloguers.net/votar/AnaPiera68

https://bloguers.net/literatura/la-cita-cuento-corto

Horizontes Compartidos

Mi aportación para el VadeReto del mes de Enero, con el tema «horizontes compartidos» e inspiración en esta imagen:

En el patio de recreo de la escuela, reinaba el sol, y explotaban los gritos, las risas y el sudor. El ruido de las pelotas rebotando en las paredes y en el piso hacían difícil la conversación y tuve que subir la voz para que mi amiga Pilar me escuchara:

—Alberto no puede ser hijo de la maestra Cristina, si es negrito y ella es blanca. Además, es bien raro, no habla. Míralo, se la pasa en un rincón del patio sin hablar con nadie. Tampoco es muy inteligente, tiene malas calificaciones, ¡y eso que es hijo de una maestra!

Las cejas de Pilar se arquearon de una forma rara y su mirada inquieta me hizo voltear. ¡Ahí estaba Cristina! Ella había oído toda mi retahíla. Su mirada era una mezcla de enojo y tristeza, movió la cabeza desaprobatoriamente y se alejó. Pilar rio histéricamente y yo sentí mortificación. Lo siguiente que pasó fue que mi madre me dijo que yo estaría yendo a la casa de la maestra unas cuantas tardes a hacer tareas allá. A pesar de mis reclamos dejó en claro que no había forma de evitarlo.

La primera tarde Cristina no mencionó el penoso incidente del patio del colegio, lo cual agradecí. Tampoco hice tarea, nos puso a Alberto y a mí a hacer unas galletas. Yo leía la receta mientas Alberto sacaba todos los ingredientes. Luego fue su turno de leer las instrucciones mientras yo hacía la mezcla.

—A…gre…gar los hue…vos.

Alberto no leía muy bien y empezó a pasarla mal. Así que a mitad de la preparación propuso que cambiáramos de nuevo los papeles y para mi sorpresa vi que era bastante hábil para cocinar. Al final nos reímos mucho pues acabamos los dos con harina por todos lados. Tenía una risa hermosa y sus ojos negrísimos transmitían mucho cuando estaba feliz. Fue agradable conocerlo un poco más.

La siguiente tarde Cristina nos puso a hacer, ahora sí, la tarea. Fue evidente que Alberto necesitaba ayuda extra, la maestra me pidió que lo apoyara y yo lo intenté. Traté de explicarle una multiplicación que al final entendió, aunque con muchos trabajos. Sentí bonito cuando pudo hacerla, por él y por mí que se la había explicado.

Los días pasaron demasiado rápido y llegó el fin del «castigo». Esa tarde me animé a disculparme por lo que yo había dicho en el patio de la escuela y Cristina me abrazó.

—Sé que tienes dudas sobre si Alberto es mi hijo y te voy a responder —me dijo—, efectivamente no es hijo mío, yo lo adopté. No sabemos nada de las personas que lo trajeron al mundo, pero yo lo escogí. Es un privilegio poder escoger a quien será tu hijo, los padres naturales no pueden hacer eso. Es verdad que tiene algunos desafíos intelectuales, pero está trabajando duro en eso. Me gustaría que los chicos de la escuela fueran más amables con él.

Por días la respuesta de la maestra dio vueltas en mi cabeza, también extrañé la compañía de ambos por las tardes, pero Alberto y yo seguimos frecuentándonos. En la escuela lo presenté con algunos de mis conocidos y se volvió parte de nuestro grupo de amigos.

Hoy Alberto es mi esposo, una moderna prueba de ADN reveló que sus ancestros vienen de Senegal. Sus problemas de aprendizaje se subsanaron con el tiempo y hoy es un exitoso chef. Mi suegra me inspiró a ser maestra. Entre nuestros planes está el adoptar un niño o niña, y si tenemos hijos propios, espero que alguno sea como Alberto, de tez oscura, pelo rizado y que tenga una mirada limpia y generosa como la de él.

Autor: Ana Laura Piera

Mi relato en Masticadores Sur

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