Con filo propio: El proyecto de Ameyalli.

Historia de una creadora mexica.

7 minutos de lectura.

El mercado de Tlatelolco bullía de actividad como una gran colmena: gente enzarzada en regateos, «tamemes» o cargadores surtiendo mercancía de todos los rincones del imperio. Cacareo de gallinas, gorjeos de otras aves, ladridos de perros, movimiento de liebres, iguanas y otras criaturas. Puestos con mantas, pieles, arte plumario, cerámica… Los colores vibrantes de las frutas y las verduras colmaban la vista. Ameyalli pasó como una exhalación por la avenida de los chiles secos y el picor le llenó las fosas nasales trayéndole de regreso recuerdos desagradables que la alteraron aún más. Llegó a su puesto hecha una furia. Sin decir palabra, acomodó sus navajas de obsidiana sobre una manta en el piso. Su amiga de la infancia, Yaretzi rodeada de vasijas de cerámica le preguntó qué le pasaba.

—Tuve un pleito con Ichtaca. Mira que haberle puesto un nombre que significa «el que escucha» cuando en realidad no escucha a nadie.
—Cálmate y dime exactamente qué pasó.
—Le conté a mi marido sobre un diseño nuevo de daga y se rio de mí el muy cretino.
—¿Un diseño nuevo? — Yaretzi se veía sorprendida.
—¿Has visto cómo las navajas fatigan y además nos cortan fácilmente la piel? Yo creo que hasta al mismísimo Tlatoani se le cansa la mano y se hiere de tanto estar sacando corazones de los sacrificados. Bueno, me puse a pensar en eso y creo que cambiando algunos detalles quedaría mejor.

Yaretzi la miró con una mezcla de admiración y temor.

—Suena… fascinante, pero ¿no es algo que está más allá de nuestro rol femenino?
—¡Te pareces a Ichtaca! —dijo Ameyalli con un bufido.
—No lo tomes a mal. ¿Recuerdas cuando de niñas jugamos a que éramos guerreros y tu padre nos castigó?
—Sí. Ordenó a mamá que quemara chiles para que nos ardieran los ojos y la garganta. ¿Eso qué tiene que ver?
—Siempre fuiste rebelde, yo te seguía en tus locuras, pero nada bueno salía de todo eso. ¿No crees que puedes meterte en problemas ahora por hacerte la inventora?
—¡No entiendes nada! —exclamó Ameyalli y ya no le dirigió la palabra a Yaretzi el resto de la jornada
.

En casa, dibujó sobre unos trozos de tela sus ideas. Pensaba en una empuñadura de madera con una curva para adaptarse a la palma de la mano, también un labrado de grecas, con forma de relámpago, que condujeran fuera la sangre y el sudor y evitaran que la navaja se resbalara. El ángulo del filo debía estar un poco inclinado para facilitar el corte. Lo más importante era un pequeño y mejorado reborde en la base para evitar accidentes al empuñar. Mientras trabajaba en ello, recordó a su madre que la conminaba a obedecer y a respetar las tradiciones, pero eso era difícil para ella, que siempre andaba poniendo a prueba los límites de su mundo.

Se pasó la tarde trabajando la obsidiana. Era muy hábil golpeándola hasta desbastarla y lograr el diseño que tenía en mente. Se sentía como aquella piedra negra: dura y frágil a la vez, dándose de golpes contra un mundo que no le ponía las cosas fáciles. Ichtaca llegó de trabajar y la miró molesto, pero se acercó para ver los prototipos que ella tenía listos. «No están mal»—pensó, pero se guardó de decir nada.

—Anda hombre, tú ayúdame a hacer las empuñaduras. Ahí hay varios trozos de madera de pino y encino, fíjate en los diseños que tengo pintados acá.

Él se negó rotundamente. Le dijo que nadie se iba a interesar en un cambio, hasta era posible que lo interpretaran como una falta de respeto. En el fondo él reconocía que la idea era buena, pero una mujer no debía meterse en cuestiones masculinas. Ameyalli sintió sus labios temblar de coraje y cuando él pidió la cena lo ignoró y siguió trabajando. Él se quedó frustrado y preocupado, pues conocía la obstinación de su mujer.

Dos días después, ella se encontraba en la casa comunal donde se reunía el consejo de ancianos, que consituía la autoridad interna del calpulli, o barrio. El grupo de hombres, vestidos con coloridas prendas de algodón a diferencia de las personas comunes que usaban telas más ásperas y adornados con joyas y plumas, apenas se dignó escuchar a Ameyalli, que ponía a su consideración el poder vender el nuevo modelo de cuchillo.

—¿Dónde está tu marido?—preguntó el «hermano mayor», Mázatl.
—¿Qué tiene que ver él en esto? —dijo ella desafiante
. Es mi idea.
—Hay necedad en tus palabras mujer. Pide sabiduría a los dioses y no vuelvas.

Las palabras de Mázatl hicieron que se le atorara una enorme pelota en la garganta. ¿Cómo podían ser tan ciegos? ¿Desestimar una idea solo porque no venía de un hombre? Regresó por donde vino, rumiando sus pensamientos.

Ichtaca fue duramente amonestado por no controlar a su esposa. Para los ancianos, no era el lugar de una mujer querer cambiar algo que había funcionado desde los albores de la civilización mexica. Algo tan sagrado y masculino, que era capaz de humillar enemigos arrancando su corazón para ofrecérselos a los dioses. Ella solo debía elaborarlos, no repensarlos. Avergonzado y dominado por la ira, Ichtaca la golpeó, exigiéndole que parara aquella locura. No era la primera vez que le ponía una mano encima, pero sí la primera que le dejó un ojo morado. Ameyalli no sabía qué le dolía más, si el maltrato o la continua falta de apoyo. A pesar de todo, no se amilanó y decidió continuar con su proyecto.

Un día vio a uno de los sacerdotes del templo curioseando entre los puestos. Era fácil reconocerlo: Llevaba una tilma o capa de algodón negra, adornada con símbolos religiosos. Traía el cabello largo y enredado, anudado por la espalda. Su cuerpo olía al humo de copal y ocote usados en los rituales; los brazos y piernas estaban cubiertos totalmente de las cicatrices dejadas por púas de maguey o navajas utilizadas en la ceremonia de autosacrificio. Le acompañaba un séquito de importancia. «Es ahora o nunca»—pensó la artesana. Sustituyó los cuchillos tradicionales por los suyos, y cuando el sacerdote pasó, le llamaron de inmediato la atención. Sin verlo a los ojos, y en actitud sumisa, ella le ofreció de regalo dos de estas piezas innovadoras. El hombre hizo señas a uno de sus acompañantes para que las tomaran y se alejó sin decir palabra. Ameyalli se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración y exhaló, aliviada. Notó el silencio y el espanto de la gente en los puestos aledaños. Yaretzi la miraba con preocupación. Un sudor frío le recorrió el cuerpo y notó su corazón acelerado. «¿Qué había hecho?» Al final todo el mercado se enteró. El suceso llegó a oídos de los ancianos, quienes decidieron castigar al matrimonio. La pena sería demoler su casa y condenarlos a la esclavitud.

Cuando Ichtaca conoció la suerte que les deparaba, daba de gritos insultando a Ameyalli:

—¿Qué lograste con tu desobediencia mujer? ¡Solo traernos dolor y desolación!

Le pegó de nuevo, cuidando no dañarla demasiado. Ahora ambos tenían un valor como esclavos y si ese valor se viera afectado, él sería castigado con la muerte.

La noche previa al castigo, ella no pudo dormir por el dolor físico, pero también por reflexionar en lo injusta que era la sociedad mexica con las mujeres. Miró a su esposo, que sollozaba en su petate, como un niño. Tal vez debió hacerle caso. Se le escapó un suspiro hondo, denso. Observó sus propias manos marcadas por el filo de la piedra volcánica: no eran manos de esclava, sino de creadora. Sintió una punzada en el estómago, temía la dura vida que le esperaba. ¿Estaba arrepentida? Buscó en su corazón y la respuesta era que no. Ella no había hecho nada malo. Agradeció a los dioses no haber tenido hijos y decidió encarar el futuro con toda la entereza posible. A pesar de ello, no pudo evitar romper en llanto, como Ichtaca.

Al otro día, ambos, con las manos atadas por detrás y bajo la severa mirada de dos guardias, miraron con tristeza a los ancianos y al grupo de hombres que tiraría su hogar. En eso se oyó una voz autoritaria que gritaba «¡Alto!». Era un emisario del sacerdote, pidiendo la presencia de Ameyalli en el palacio.

Nada la habría preparado para lo que siguió después: la llevaron a los jardines reales. Era un lugar bellísimo, lleno de huertas y árboles frutales. Un aroma dulce flotaba en el ambiente. De lejos le llegó un fuerte y espeluznante sonido que no supo identificar.

—Eso fue el rugido de uno de los jaguares del zoológico. No temas. —la voz detrás de ella era suave y modulada.

Un guardia le hizo señas para que se volteara con la vista en el suelo y se arrodillara. No podía ver al dueño de la voz, pero intuyó que podía ser el sacerdote o el mismísimo Tlatoani. Le sobrevino un temblor de cuerpo que a duras penas controló.

—Fuiste impulsiva y desafiante— la persona que hablaba hizo una pausa que a la mujer se le antojó eterna y ominosa—, sin embargo, tu diseño nos agradó. Creemos que los dioses te inspiraron y… no serás castigada.

Ameyalli permaneció mirando al suelo, aliviada y esperando escuchar algo de nuevo. Cuando tímidamente alzó la cabeza y miró, no vio a nadie. Luego la llevaron fuera de los jardines.

Días después un juez falló a su favor en la petición de divorcio de Ichtaca por maltrato físico, acorde a las leyes mexicas.

Al enterarse Yaretzi que su compañera de juegos infantiles había sido designada la proveedora oficial de cuchillos del palacio, se arrepintió de dudar de ella y su admiración creció. Reconoció que ella misma no habría tenido la fuerza y valentía que tuvo Ameyalli.

En poco tiempo todos, en las ciudades gemelas de Tenochtitlán y Tlatelolco, usaban el nuevo modelo. Unos pochtecas, comerciantes que pasaron por ahí, lo llevaron a otras partes del imperio. Al final, aquella hábil artesana había logrado cortar su destino con filo propio.

Ana Piera.

Extensión del imperio mexica con sus provincias tributarias en el tiempo de la conquista española, 1519.

Reflexión en «Reflexópolis» Ciudad de Pensamientos.

https://bloguers.net/votar/AnaPiera68

https://bloguers.net/literatura/con-filo-propio-el-proyecto-de-ameyalli/

666 O EL FIN DEL MUNDO

Cuento corto, original.

Hoy se iba a terminar el mundo, o algo parecido. Bueno, eso le dijeron a Paula Chávez en el mercado. La “Güera”del puesto de pollo le contó que hoy era el sexto día del sexto mes del año 2006 y que el 666 era el número de la Bestia y que en la Biblia estaba anunciado el fin de todas las cosas. Paula oía todo muy asombrada mientras pedía que a las pechugas del pollo les quitaran el huacal y se los pusieran aparte para hacer un caldo.

—Son las 11 apenas —dijo la “Güera” en tono fatalista—. Aún falta mucho para que el día termine y podría pasar cualquier cosa. ¿Me dijiste cuatro pechugas verdad? Paula se quedó pensando y al fin contestó muy seria:

—Mejor solo dame dos, no tiene caso cocinar para dos días, no vaya a ser la de malas.

Con un hábil golpe de su cuchillo, la “Güera” rompió en dos el cadáver de un pollo amarillento y Paula se estremeció cuando unas gotitas de sangre de pollo le salpicaron la ropa. La “Güera” se disculpó:

—Ya te dije “mija”: hazte más atrás, a veces salpica mucho cuando estoy cortándolo.

Paula fantaseó con las gotitas sanguinolentas, quizás a la noche su delantal estaría empapado con su propia sangre, su pequeño cuerpo empezó a temblar aunque nadie lo notó.

Rosy Hernández llegó sobándose el voluminoso vientre y pidiendo le vendieran huevo.

—Güera, güerita, dame una docena de blanquillos.

—Si Rosy, ya te la doy. ¿Ya sabes que dicen que hoy se acaba el mundo? Rosy abrió mucho los ojos:

—¿En serio? Güera, mejor dame tres docenas, haré una despensa por si mi Rubén y yo sobrevivimos al desastre mínimo no pasar hambre. Rosy también pensó que aquella noche compraría un cartón de la mejor cerveza y le haría el amor a su marido con locura y pasión desmedidas para aprovechar sus últimas horas sobre la tierra.

Don Facundo Castro, quien tenía un local de semillas frente a la pollería había escuchado todo y dijo con desdén:

—No es que se acabe el mundo, hoy va a nacer el anticristo. Lo explicó el Padre Artemio el otro domingo, no sean ignorantes.

A Rosy, que era una oveja descarriada de la iglesia por haberle quitado el marido a su hermana y que no se había parado en una desde hacía ya mucho tiempo, lo de “anticristo” le sonó a medicina y se quedó en las mismas. La “Güera” muy molesta le dijo a Don Facundo:

—Mire, mejor olvídese de las rabadillas de pollo que siempre le regalo para su perro, venir a insultarnos así…

El hijo de la “Güera”, Memito, un chiquillo de cuatro años, moquiento y canijo, captó enseguida el tono de la plática, pues era el mismo que usaban con él cuando no avisaba del baño, así que se arrancó del abrazo perenne a las piernas de su mamá y agarrando un montón de tripas de pollo del bote de desperdicios fue a aventárselas a Don Facundo, en señal solidaria con la autora de sus días.

—¡Escuincle cabrón! —gritó Don Facundo mientras se sacudía con torpeza las vísceras pegadas a los zapatos y hacía ademán de pegarle a Memito.

—¿A quién le dice cabrón imbécil? Había aparecido Memo grande, con su voz de tenor y cuerpo de boxeador. Era el marido de la “Güera” y hasta hacía unos minutos se encontraba en otro local enamorando a Carmela, la chica de la cremería, pero alguien le había ido con el chisme de que con su mujer se estaba armando una bronca. Había dejado a Carmela a mitad de camino de un beso, pero la familia era la familia y había que defenderla.

Al poco rato todos los clientes y clientas habían tomado partido y se armó una batalla campal con jitomates podridos, pedazos de pollo, semillas y con lo que estuviera a mano. Jesusa, la más anciana de las clientas que frecuentaban el mercado pasó por ahí después de haber parado en el puesto de tacos y tras liberar un eructo sonoro con olor a barbacoa, se santiguó:

—¡Ay maldito Satanás!, ¡esto es obra tuya!, ya me habían dicho que hoy habría desgracias, ¡Diosito ampáranos! ¡Ya empezaron los cocolazos!

Autor: Ana Laura Piera / Tigrilla.

huacal- parte del pollo donde van las costillas
rabadillas- la cola del pollo
bronca: problema, pelea
barbacoa: guiso de carne de borrego o chivo
cocolazos: problemas

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